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AQUELLA CHIQUILLA




Recuerdo que era quince, y de septiembre. La tarde estaba calma, como la siesta de una abuela. Algunos remolinos de hojas menudas anunciaban ya la llegada del Otoño. Recuerdo que me servía de asiento el escalón de la casa donde entonces vivía -estrecho y marmóreo como un panteón pequeño. Andaba ordenando los cromos de algunos futbolistas que adquiría, a peseta el sobre de cinco, en un quiosco de arropías cercano. Sí, me sorprende recordar aún, que el quiosquero se llamaba Diego, un ser menudo, de sombra menuda, que pareciera entrado entre las chapas del boliche cuando fue niño. Trasteaba los sobres de estampas como si fueran arcanos menores. Y recogía las pesetas –por adelantado- con una uñas limpias y largas, como de relojero.

Recuerdo que esa tarde el colegio había sido escaso por ser inicio de una nueva época de tizas y pizarras, de borrones de tinta china en una cartulina inmaculada -que salía demasiado cara para el hijo de una peluquera- y que te hacía raer –con paciencia de amanuense- los errores de las líneas con una cuchilla de afeitar. Estaba solo. Los compinches del barrio aún no había llegado a compartir el escalón y los cromos (Satrústegui por Amancio, Zoco por Rexach…). Andaría –me conozco- con los pensamientos enganchados de la copa de algún árbol. Pantalón corto, zapatillas de deporte con la suela gastada y la firma indeleble de algún amiguete en la puntera blanca reventada de dar patadas a balones de cuero cosido; camisa medio abierta con algún ojal huérfano de botón y, las manos  –ennegrecidas de juegos-, repasando los cromos una y otra vez  -como con miedo a que se me olvidara contar.

Recuerdo que era quince y de septiembre, y que pasó por la acera de enfrente –demasiado cerca para ser una calle que aún le llaman Avenida. Recuerdo sus ojos claros, su falda gris plisada, sus calcetines azules –uno medio caído- su coleta endiablada y su sonrisa de muñeca. Recuerdo que, como en la rima de Bécquer, me miró y sonrió y yo le devolví la sonrisa y creí en Dios, porque era la niña más bonita que había visto jamás. Dobló la esquina. Pasó. Como pasan las primaveras. Como pasa el viento. Quedó para siempre –como una bendita maldición- su estampa en mi retina. Desde entonces, he amado mucho y me han amado algo menos, pero nunca he olvidado a aquella muñequita de sueños que me arrancó la sonrisa más sincera de mi vida. Eso sí, hoy creo menos en dios….

LAS ANOTACIONES DEL TIEMPO


Sobre mi escritorio hay un calendario al uso que comparte su espacio moderado con mis fríos aperos de aprendiz de todo –a mayor abundamiento también comparte escribanía con alguna foto de marco discreto, un teclado de teclas sonoras y un lapicero con un ejército de lápices entre los que se camufla un abrecartas oxidado. No tiene más acompañamiento el calendario -que es mi mesa meseta de poca floresta y escaso ornato.

En estos días al calendario se le nota en exceso su flaqueza de hojas en la parte que me muestra, llevando a su espalda una joroba que acumula una hacina de días agotados. Son los días que me impone la cuenta caprichosa del tiempo que me resta –o del aquél que he consumido. Preferiría contar el tiempo por las veces que respiro o las palabras que compongo, por la sístole de mi alma o por los besos que ellas prestan pero, aquí sigo, esclavo de los contadores artificiales que legislan mi vida como si fuese más de ellos que mía propia.

Este calendario, de pose mundana, ha estado ya un año terrenal compartiendo sus días flacuchos con los que a mi me pertenecieron. Ambos hemos sido compañeros minúsculos de Cronos en un espacio que ninguno de los dos elegimos. En las páginas pretéritas de este calendario se pueden leer acotaciones encriptadas recordatorias de cientos de tareas. Son la trascripción telegráfica de un intervalo extenso de amaneceres en la vida de un cualquiera. Son notas escritas con letra premiosa y aturdida: bombona, traumatólogo, Anais, chica…  Son notas aparentemente cifradas de acontecimientos que ocurrieron, que marcaron mi tiempo como afluentes imprescindibles del río que navego… Tras cada palabra que se anota –casi por sí misma- se esconde la explicación cierta a mis quehaceres. Esconde el mensaje bombona –y su urgencia- la estampa de mis miembros bajo una ducha gélida que amorata mis sentidos; la acotación de traumatólogo es sempiterno recuerdo de mis dolores de espalda que me hacen cautivo de unas pastillitas rosadas alimento nocturno de mis males; el nombre de Anais esconde noches infinitas en caricias, una trova de dos juglares a la búsqueda del amor interesado y, luego una mañana tardía de café humoso a la que sigue siempre una despedida infecunda hasta la siguiente primavera; bajo el arcano de chica –que a veces muta por el de princesa-, la divina presencia de mi hija en mis estancias -huérfana por unos días de madre-, la compañera vital y primaria de fines de semana alternos –porque así los dispusieron sus mayores y una jueza que no me veía con buenos ojos… Son todas ellas señales que marcan este calendario que enflaquece y que se lleva, por igual, males y bonanzas, aventuras exiguas de este trovador caduco.    

Cuando el último día sea volteado me desharé de ti Calendario y de tus días derrochados, y de cada estigma que te llevas en la panza de tus páginas. Te abatiré sin apenas un entierro digno, ya que acabarás en la papelera de mi diestra, y será otro amontonamiento de hojas limpias –tal vez sucesor fabril de tu desecho- el que ocupará tu lugar en esta planicie de madera escasa de paisaje.

No te enerves Calendario, también yo acabaré un día como tú en una cesta de tierra llevando en mi piel y en mi cuerpo cicatrices mal curadas, huesos soldados con el tiempo, ojos desterrados de visiones, dientes deslucidos y un mar de arrugas inescrutable; todas ellas anotaciones de la vida sobre mi cuerpo en un esfuerzo por recordarme la pequeña historia que habré enhebrado. Y entonces, yo también seré desecho y, a lo peor, otro ocupará mi lugar en este valle misterioso -igualmente parco en afeites. Pero, a esas alturas, yo ya estaré perdido en otra patria.

LA LEYENDA DEL ESCRITOR QUE NO PODÍA ESCRIBIR


La página escrita nunca recuerda todo lo que se ha intentado, sino lo poco que se ha conseguido (A. Machado)

Dicen y cuentan que, en la ciudad de Córdoba, en la entreplanta del inmueble  marcado con el número trece de la calle de la Cruz del Conde, vivía Paulino Gracián, un escritor sesentón al que atribuyen el no haber escrito una sola palabra en su vida. Dicen y cuentan que Paulino se pasaba las noches en vela con los ojos extremadamente abiertos  –como pulpos pequeños- y fijos en una cuartilla nívea que, previamente había embarcado en una máquina de escribir alta, panzona y negra como una comadre de luto. Dicen y cuentan que cada noche se sentaba Paulino frente a la única ventana que abría con escasez su estancia y que, desde la calle, se adivinaban sus dedos gordos y cortos -como gusanos de seda- paseándose por cada una de las teclas redondas del artilugio de emprender palabras. Refieren que, por toda luz, alumbraba la faz de Paulino la de una vela  menuda cuyo destello danzarín se paseaba por una habitación pequeña y perfectamente descuadrada que contaba con un catre desmadejado –ni hecho ni deshecho-, un armario de puertas ausentes combado hacia la izquierda y una percha de la que nunca colgaba prenda alguna. Dicen y cuentan que, noche tras noche, Paulino seguía el mismo ritual y que, tras apagar la luz decaída que despedía una bombilla roñosa, encendía la vela abollada, cargaba la máquina, y empezaba a contemplar de forma inagotable el folio curvado e incólume. Detallan que, a su lado, sobre la mesa camilla en que se apoyaban sus pertrechos de escritor, humeaba una taza desgarbada medio vacía de manzanilla y una cruz de madera breve protectora de quién sabe qué mal de ojo.

Quienes –por costumbre o itinerario de obligación- paseaban por la estrechez de la calle de la Cruz del Conde refieren que se veía a Paulino por el ventanuco amarillento frisar sus sienes con ambas manos, abatiendo con desesperanza su pelo rizado y aún abundante, con la inútil tentativa de despertar su infecunda mollera mientras exhalaba –con boca de pez pequeño- el humo de un cigarrillo devorado.

Dicen y cuentan también que no estaba Paulino solo en esta historia y que, a eso de que la madrugaba avanzada -con los arcanos de algún reloj lejano- aparecía y se contemplaba, bajo una farola próxima, la silueta de una mujer morena como el carbón más bruno. Era la mujer un trazo extraño anárquicamente dibujado sobre el mínimo horizonte y que, aseguran, hacía cambiar de acera a los escasos transeúntes que esto relataron y que, mascullan haber visto siempre la mirada de la dama dirigida a la ventana de Paulino Gracián y que, una vez se sabía contemplada por el escritor que no escribía, emprendía satisfecha camino incierto con unos andares herméticos e incorpóreos.

Lo que no conocen los que esto dicen y cuentan –por eso de que no se puede estar en la sesera de un personaje por mucho que de él se crea saber- es que siempre conjeturó Paulino –en su calentura de creador- que aquel boceto femíneo, al que él le mantenía desafiante la mirada, debía ser la musa hiriente, la proterva compañera que se resistía a llegar a su imaginación de escribano por capricho inescrutable de quién sabe que dios menor de los ingenios.

Cuentan con desazón de quien cuenta lo secreto que, una noche de invierno ominoso, alcanzó Paulino a ver que, aquella mujer de opresiva reseña, se acercaba inopinadamente a su portal, abandonando la luz de la farola que durante tanto tiempo le proporcionó sombra y que, poco después, sintió sus pasos por la entreplanta de su estancia. Cuentan que apagose entonces la luz de la vela y que se asió con miedo y esperanza Paulino a la cruz exigua de astillas y que, a tientas, con el temblor en sus manos, repasó –como en un último recuento- las teclas de la máquina panzona sabedor tardío de la enloquecedora confusión que le había proporcionado el destino. Relatan que se oyó luego una risa que apuñaló la noche y que, más tarde, el silencio más limpio envolvió las cuartillas de todos los escritores del mundo.

   Cuando a la mañana siguiente el cuerpo de Paulino apareció volcado sobre la mesa con los ojos sorprendidos  -como de muerto inocente- una palabra, una única palabra tejida con caracteres grotescos se asomaba, al fin, como una rúbrica hacedora,  a la página invulnerable: FIN

EL BULEVAR NAVIDEÑO



El Bulevar, ese Bulevar al que trové antaño con su trasiego de pasos y palomas, y su tufillo a café y carbono. Ése que acogía la sagrada rutina de los hombres y mujeres marchando, al compás de la indiferencia, hacia sus oficinas y andamios, hacia sus despachos y obradores, hacia sus escuelas y factorías, me lo han vestido de Papa Noel. Sin que nadie le preguntara le han colocado un gorro rojo enorme –como para una avenida- y lo han claveteado sin piedad de bombillitas de un color añejo y macilento. Sobre su acerado noble -legatario de calzada romana- han colocado cachivaches para párvulos -de esos que giran sobre el eje aceitoso de mil ferias de pueblo- y dos casetas pequeñas para vender boletos de a euro cincuenta la quimera. Al Bulevar le han presentado un Belén enorme hecho de algo parecido a paja y heno, con su mula enorme, con su buey enorme y con un niño Jesús indescifrable de contornos boterianos. Al Bulevar le han añadido sin reparo   –ni distinción alguna- lazos de colores por doquier y dos puestos de arropías para engordar a los impúberes. Y han apostado hasta cuatro soldados de un color rojo de cuento que abren con trompetas insonoras el inicio al camino de las fábulas navideñas. Un poco más arriba, los Almacenes aburguesados que se lucen en su parte más ruidosa, ya desean en su fachada con un tamaño descomunal, como para que nadie lo crea -que eso pasa con las desproporciones-,  la Felicidad para los transeúntes.

No me gusta que maltraten de esta forma al Bulevar. No me gusta que me lo pintarrajeen de guasa, ni que le saquen los colores que, con flema de aristócrata, él muestra con su paleta natural en cada una de las estaciones. No me gustan los artificios descocados e hipócritas ni las felicitaciones genéricas y desnaturalizadas.  No me gustan las bombillitas multiusos ni los lazos que no sujetan ningún cabello dotado de hermosura.

Ya no me dejarán, en mis mañanas de pretextos, pasear tranquilo con mi sempiterno cigarrillo entre los labios y mis resignados compañeros de andarina tertulia. Y es que a esa hora –la hora en que aún duermen los contadores de cuentos- se hallarán vigilantes los soldados de madera y, como cancerberos de una felicidad infecunda, estarán dispuestos a disparar lágrimas de juguete a quien no tenga una sonrisa de mentira en su cara aturdida por el frío.

LA DESPEDIDA


                    
Haciendo uso y leal ejercicio de mi memoria, me sorprendo al comprobar que no me he despedido en demasiadas ocasiones en el trasiego de mi vida. No he  cerrado demasiadas puertas –luego siguiendo el adagio del maestro Saramago tampoco habré abierto demasiados cielos. No he cambiado regularmente de posada, ni he contemplado la luna desde ventanucos muy distintos. A mi vera vino quien quiso y algunas a quien se lo pedí. De mi vera se fueron quienes empezaron a ver molinos en lugar de gigantes pantagruélicos.

Fui condenado –por destino o genética- a una regla que ha regido contumazmente mi existencia: llegar siempre tarde a donde casi nunca me esperaba nada. Y como uno se acostumbra a esta infausta sentencia, dejé simplemente de llegar para evitar así el conjetural desengaño.
     
         Por esta escasez palmaria de traslaciones no he sido deudor de muchas disculpas -que siempre vienen cuando uno se va- ni acreedor de excesivos agradecimientos –que suelen seguir la suerte de las anteriores. No es fácil reconocer la propia inercia a la inmovilidad pero, es de recibo, el hacerlo a tiempo y de las maneras oportunas.

Decía don Antonio Machado –poeta y mártir- que partir era morir un poco (…pero morir era partir demasiado   –completaba su estrofa el maestro) Y yo, ya he hecho expresa manifestación de que no he partido mucho y, añado a ello, que la mayor parte de las veces, lugares y personas han partido de mí más que yo de ellos -lo cual puede ser una doble muerte si bien se contempla la reflexión.

Con lo antedicho y, lo que pudo pasar por mi olvido -que me siento hoy tremendamente desordenado-, entenderá Señora que no derrame excesivas lágrimas tras su partida –acaso una o tres por eso de las apariencias. Cierto es que ha dejado tibio el lugar que le correspondía en mi tálamo y un algo de café molido sobre la mesa de la cocina. Cierto es que le deberé algunas decenas de besos e inciertos presentes de algún catorce de febrero. Así pues Señora, casi le agradezco el verla con la maleta que trajo vacía y que hoy llena con mis pertenencias –no se preocupe, son ésas que se puede llevar, por suerte atesoro otras que usted no podría arrebatarme…

Supongo que se habrá sentido usted oprimida por los largos silencios y escasas variaciones que me han acompañado en este tiempo que cruzamos juntos –ya le advertí que no era yo servidor de quimeras excesivas ni vociferante tenor de ecos apagados. Germiné del silencio, del silencio vivo y el silencio me alimenta. Sé hacer en silencio la mayor parte de las cosas que se le exigen a un ser humano –o a cualquiera de sus extensiones. Amo en silencio, digiero en silencio, defeco en silencio y en silencio duermo. Escribo sin partituras de fondo y leo –como buen anacoreta de biblioteca de arrabal- con el silencio untando las palabras. Si usted quería un urdidor de sueños artificiales se equivocó de malabarista. Soy torpe para dar compañía pero, aunque usted eso no pueda entenderlo, puedo ser –desde mi torpeza-un gran compañero.  Hoy se marcha y, con ello, volveré a morir dos veces. Pero no ha de obsesionarse por dejar inscripción alguna punzada en mi losa feligresa -pues anda ya ésta inundada con demasiados epitafios de agua. Sólo me queda desearle desde el rincón donde la amé -más de lo que usted supo descifrarlo- que tenga usted un buen día y un mejor mañana.

EL ARGENTINO


El argentino gastaba sombrero panameño y sahariana clara. Rodeando la pretérita Plaza de las Tendillas -a eso de que la mañana se va haciendo mocita- parecía el argentino un personaje desbandado de una novela guanche. Era alto y frágil y tenía un algo de marcialidad en sus andares. De edad incierta, el argentino se señalaba, con cierto desdén de amargura, el ala de su sombrero ante las muchachas del instituto cercano que, entre risas, devolvían tímidamente la singular cortesía. El argentino se sentaba en los veladores del Savoy y, con un discreto chasquido al aire, solicitaba un café solo y dos porras con azúcar. Tras ello, colocaba sobre la mesa lustrosa y circular su sombrero ceniciento y dejaba ver un pelo rubio cortado exquisitamente a navaja. Luego el argentino desplegaba el periódico como quien despliega el universo y, durante un tiempo que parecía interminable, desaparecía entre los pliegos amplios como si lo hiciera en la chistera de un mago. Se dice así que nadie vio nunca al argentino sorber su café ni despachar las dos porras que le acompañaban. Pasado el ensanchamiento del tiempo tras las hojas, el argentino plegaba el noticiero con maneras de tejedor de sábanas y, dejando las monedas justas sobre un platillo blanco, se levantaba y, una vez vuelto a colocar su sombrero con cierta coquetería, se dirigía hacia la estatua ecuestre que preside la plaza y volvía a señalarse el panamá, a modo de respetuoso tratamiento. Nadie sabía el porqué de ese ritual pero, la apostura de sus andares, daban a entender antepasados bizarros como ese Gran Capitán que monta marmóreo a lomos del corcel y que da eje al lugar referido. El argentino no decía palabras como boludo, changa o pibe, que era él hombre de castellano pulcro, pero sí aderezaba sus pocos vocablos con una cierta melodía de cajita de música victoriana. Andaba luego el argentino –ya desayunado- hacia los jardines que dan su costado al corazón de Córdoba, deteniéndose con intriga en los escaparates que estrechan el recorrido. Nunca entraba en ninguna tienda –que él, ya se dijo, no las llamaba boliches- pero sí se recreaba en sus escaparates curiosamente decorados. Llegado a los jardines bebía el verdor de sus plantas y el agua fresca de alguna de sus fuentes. Y, de mañana en mañana se sentaba en algún banco forjado remembrando quién sabe qué ensoñaciones, con la mirada fija en un cielo que, sin duda, se compartía al otro lugar del charco.

Caminaba así por Córdoba el argentino sin detenerse con nadie, sin saludos ni adioses, sin figuras que le equivocaran el camino -que parecía tenerlo marcado con tiza en los adoquines y aceras de la capital ribereña. Llegada la hora del almuerzo, regresaba el hombre a la pensión que le daba cobijo y que quedaba señalada con el número quince de la calle de Los Alfaros. Allí le esperaban tres comerciales itinerantes de maletas inútiles y una comadre con mandil de talla especial que servía a diario platos hondos repletos de potaje y dos bollos de pan caliente. Era éste el lugar donde el argentino reposaba sus huesos y donde, cada noche, daba vueltas a sus pensamientos sobre una cama estrecha de colchón y ancha de colcha.

Pasaron años sin que este cronista que relata la historia pudiese añadir nada más a la rutina que ya se ha contado      –siendo como era el argentino hombre de costumbres con escasas variantes. Pero llegado un verano de ésos que se estrellan contra Córdoba con la dureza de un castigo divino, llegó al número quince de Los Alfaros una mujer tremendamente bella con vestido suelto de colores vivaces  y una maleta de cuero envejecido. Preguntada la comadre de la casa acerca de Santiago Almagro, no pudo por menos ésta que encogerse de hombros. Aclarado que el tal Santiago era porteño y rubio y alto y escaso de carnes, exhaló la posadera un ay de sorpresa y señaló a la viajera el camino cierto que seguía a diario el argentino. Con preguntas insistentes en la lengua de Borges y respuestas en el andaluz de Lorca llegó el personaje hasta los Jardines de la Victoria donde Santiago Almagro –que ya conocemos su gracia- refrescaba su nuca con un pañuelo recio empapado en el chorro de la fuente. Al ruido de la maleta desplomada a sus espaldas se giró despacio el argentino como sabiendo qué le esperaba. Y dicen que nunca vieron los jardines de Córdoba desplegarse unos ojos como los del porteño. Y dicen que nunca vieron las fuentes una sonrisa tan amplia. Y dicen que nunca conocieron las rosas recién regadas un abrazo tan enternecedor. Ella había vuelto. Y aquí giró la historia de Penélope. Y aquí se cerraron las interrogantes de los coetáneos del argentino. Si ella había regresado todo tenía ya una respuesta…

 Nunca más vio Córdoba al argentino desayunar solo en el Savoy. Ni pasear distraído por la calle de la Concepción. Ni dormir con desamparo en una cama estrecha. Veinte años después, el argentino volvió a decir boludo, y pibe y changa y boliche, y comenzó a saludar con su sombrero panameño a cuantos a su paso se le cruzaban. Y comenzó a reír y sonreír. Y dejó de mirar tanto al cielo extenso. Y dejó de perderse tras los pliegos de un rotativo. Veinte años después la ominosa soledad de sus noches en duermevela había huido de su lado espantada por unos ojos verdes.

Veinte años después éste que este cuentecillo relata ha ocupado la silla veladora del Savoy, y se pierde tras los pliegos macilentos del rotativo diario, y visita con frecuencia los jardines que dan de lado a la parte más urbana de Córdoba –para beber verdor y agua-, y apenas saluda, y sigue su camino guiado por sus pasos pequeños e inciertos, y duerme en una cama estrecha de colchón y ancha de manta… Y es que veinte años esperando, existan o no existan argentinos, son -dijese lo que dijese el tango bonaerense-, demasiados años para cualquier alma…


LA CHICA DEL AUTOBÚS



La chica del autobús no tiene nombre pero la resguarda un impermeable rojo. Cuando apenas ha chequeado su tarjeta en la máquina que computa los pasajeros -cargados de sueño y fastidio- se desplaza hacia dentro de este mínimo universo -leve como una fantasía- y coloca su mochila en los mismos pies que lucen unos zapatitos de colores. La chica del autobús tiene sonrisa de menta y aliento de bosque superviviente. Tiene en su piel la blancura de Hipatia y, en sus ojos, con paciencia, se pueden adivinar todas las constelaciones del universo. La chica del autobús respira despacio, como para no romper su propio hechizo. Y luego juega con su pelo oscuro hacia un lado y otro, y vuelve a sonreír, y es el momento en que comienzan a renacer las luminarias marchitas de las ventanas en hilera.  

Yo la espero cada mañana desde dos paradas atrás, aferrado a la barandilla que cae sucia y vertical desde el techo de aluminio. La espero y, a su paso, respiro profundo, robándole todo el aroma que dispersa, despojándola, con un rubor espeso, de su esencia a ninfa delicada. Y pienso en los bosques lejanos de donde debe venir -que una criatura como ella no es propia de esta urbe. Y entonces es cuando pienso en si me atreviera… En si osase alguna mañana… En si me aventurara… En si dejase por un momento de lado esta cortedad que me empaña y me limita… Pero siempre, cuando parece llegado el momento del divino sortilegio, el autobús frena y bostezan las dos puertas chirriantes y la brisa me da en la cara, y la estancia móvil que me transporta me expulsa de su sueño… Y vuelvo a quedar allí, en la parada exánime y definitiva, viendo mi quimera otra vez distanciarse, percibiendo en movimiento, tras alguna ventana menos opaca, el color grana de su impermeable y el brillo mágico de sus ojos y pensando, con ilusión de niño crédulo, que tal vez mañana el conjuro se produzca.


PEPILLO EL TONTO



Pepillo era el tonto del barrio. Era tonto en el sentido más piadoso de la palabra. Referían que su madre, una noche de luna inédita, cuando aún le pateaba en el vientre, le quiso mandar a los avernos con la ayuda de una sórdida partera. La impericia de ésta y, la antojadiza providencia, deshicieron el empeño, no sin antes dañar lo suficiente la mollera de la criatura para que, a los pocos meses, un Pepillo frágil y de ojos grises naciera con la razón tarada para siempre. Dicen que fue por ello que Dios señaló a su madre y la arrastró un julio lluvioso de cabañuelas equivocadas. Así quedo Pepillo tonto y huérfano que, las desgracias -ya se dice- nunca vienen solas.  

A eso de los doce otoños, el tío carnal que le sustentaba  –mal que bien-, mandó a Pepillo a hablar con un amigo de posibles para que le buscara algo al muchacho que, desde que murió madre, anduvo el zagal de charco en charco y de rama en rama, más parecido a una bestezuela salvaje que a un chiquillo de su edad. Visto el exhortado que a Pepillo no le sobraban las luces, le pusieron una gorra con la visera a la espalda, le hicieron compañero de un carro viejo y, a diario, en la esquina de la calle Alfonso XIII le llenaban el  carricoche de periódicos y revistas que Pepillo andaba voceando ora en el mercado de San Agustín, ora por las callejas de las Costanillas y,  las más veces, en los mismos portales de las casas de vecinos, donde éstos cambiaban dos reales por algún periódico machucho que relataba la mísera posguerra. Eran aquéllos años difíciles y de hambre fácil, años en los que contendían los vecinos de Córdoba por unas raciones exiguas que se  adjudicaban en unas cartillas de racionamiento –que con tan ajustado nombre eran reglamentados los suministros. Dado que en el comercio de mi abuelo era uno de los lugares en que se entregaban las malhadadas proporciones fue allí donde conocí yo a Pepillo… Y es que él y su carro primitivo asomaban cada día, a eso de la una, por el final de la calle El Queso, con sus pantalones demasiados cortos para ser largos y demasiado largos para ser cortos. Pepillo voceaba con su voz confusa   –como de juguete gastado- su presencia entre los vecinos de las calles cercanas y allí estaba yo, asomado al mostrador de mármol del negocio de mi abuelo en donde Pepillo, sabedor de que había sobras tras el reparto de las despensas, llegaba a por unas tortas de aceite duras como un peñasco que, mi abuelo le guardaba y le entregaba a diario –como en un misterioso cambalache- liadas en un papel castaño y áspero. No te las comas todas que vas a coger un empacho… –le exhortaba mi abuelo y, Pepillo, todo sonrisa de dientes negros, siempre le replicaba con la misma cantinela, Ego si no he pobao bocao desde ayer... Luego Pepillo me miraba de reojo, como envidiando mi lustre de niño bien –que siempre me sobró alguna arroba- y yo, medio asustado, medio fascinado, por ese ser de retal de cuento, bajaba la cabeza hasta dejar mi frente a la altura del mostrador. Luego le veía salir del comercio y engancharse otra vez al carro de los periódicos y perderse, voceando y voceando, royendo ya alguna de las tortas con ansia de caníbal.

Dicen –que mi memoria ya se emborrona- que anduvo años Pepillo con su misma letanía, ora escapando de los perros desolados –con el mismo hambre que las personas- ora esquivando las pedradas de los infantillos que, con el tiempo que mal da la confianza, le tomaron -por eso de su desgracia- por un fantoche de feria… Nunca faltaron a Pepillo las tortas de aceite de mi abuelo, ni su carromato, ni la pila de hojas empalidecidas de los periódico, ni su voz gangosa, pero un día, cuando doblaba la esquina de la calle María Auxiliadora, se le vino encima un armatoste de chapa y ruedas y lo golpeó con violencia… Y fue así que, lo que madre no consiguió cuando Pepillo era aún un comienzo, lo hizo una furgoneta que repartía gaseosas por las tabernas más cercanas…

Refieren que quedó la cabeza de Pepillo sangrando entre los adoquines de la calle y su voz nasal y torpe exhalo un último ay madre y después quedó callada para siempre. Refieren que quedó el carro desmoronado y la travesía sembrada de periódicos. Refieren que quedó inmóvil un corrillo de hombres y mujeres alrededor del cuerpo del dañado y que, como en un cuadro, quedó la muerte quieta, durante unos instantes, en todo el Barrio de San Lorenzo. Así se fue Pepillo. Sin despedirse de mi abuelo. Y así se quedó el barrio entero sin su vocerío cotidiano y sus cortas entendederas, y así quedó huérfana de tonto la Calle del Queso y la del Horno del Agua y, mi abuelo, durante tiempo, guardó un rimero de tortas duras tras el mostrador de mármol y, dicen que, si uno bien se fija, aún quedan dos regueros de tinta y mil palabras de imprenta, inmóviles para siempre, en la esquina derecha de la calleja nervuda que le vio descender a los infiernos.
  

ES NOVIEMBRE



Siempre me pareció noviembre un mes elegante, vestido entre sus íntimos con un clásico traje de tweed inglés. Sereno y lluvioso, con el mentón apagado de sus nubes altas, noviembre se señorea y se hace inequívoco, consciente de dar el apagón definitivo a la claridad estival.

El silencio de noviembre es un silencio de camposanto y de pueblos viejos que muestran sus tejas ocres, arqueadas, por origen y por destino, sobre los tejados quejumbrosos que les pertenecen. Son pueblos que alimentan a sus difuntos con letanías atávicas y que pasean la noche por sus calles al compás de cirios y rosarios. Noviembre mece este ritual consciente de que lo hizo aún antes de que el hombre llorara la muerte, meciendo la barca de este viaje definitivo por las noches que se harán, para siempre, más largas y brunas.

Noviembre tiene una sintonía de pájaros ausentes, y una tranquilidad indolente como la que inflamaba la poesía de Machado. Tiene un perfil de sierra tosca y de campiña baja desalimentada por las manos callosas de la siembra. Y tiene un olor a tierra mojada e infinita, a caldero y fuego leñoso, a gachas y torrijas…

En noviembre mi bendita abuela rezaba más que nunca y siempre me parecía que, con el arcano de aquellos rosarios de cuentas perladas, ahuyentaba un año más a la muerte.

Siempre tuve miedo a noviembre, a su silencio, a sus noches, a sus difuntos, a sus rezos y a sus aromas, y por eso hoy, mi princesa adolescente, cuanto te veo alejarte –con sonrisa de padre en la boca- con tu paraguas cuajado de flores y tu impermeable hechicero rompiendo la columna del agua inoportuna, no puedo por menos que pensar que le hemos ganado, tú, mi niña, y yo, tu viejo, otra partida a la tristeza.

UNA MUERTE CUALQUIERA...




Hoy ha muerto “la Quisca”. No le gustaba que la llamasen así, porque ella era Francisca, que así le habían puesto sus padres y un cura achaparrado y calvo de la Parroquia de San Andrés. Pero bueno, ahora está muerta. No creo que ya le importe mucho. A la Quisca la han vestido con un traje negro y largo –que parece un paraguas tamaño persona- y unos zapatos de tacón juicioso para hacer el camino al más allá. Y le han puesto los pendientes de oro de su madre por si hubiera que pagar peaje en algún sitio… En el salón de su casa la van a tener de cuerpo presente –que lo que es el cuerpo sí que se ha quedado- hasta las cuatro en que aparecerá el coche fúnebre y llegará hasta donde pueda que, por las Callejas Viejas apenas cabe un vespino.  Así, de esta guisa, le dará el último adiós a sus cuatro hijos, catorce nietos y dos biznietos apenas destetados, amén de a los vecinos y vecinas del barrio -que no era la Quisca persona malquerida. La Quisca tenía las manos negras como las botas de un sargento porque anduvo vendiendo carbón desde los dieciséis, que por sus manos pasó todo el calor de los braseros de esta parte añeja de Córdoba. También tenía la Quisca un ojo vago y una pierna ligeramente cambada, que bastante tuvo que aguantar siendo chufla de los que, entonces –como yo- éramos chiquillos de tripa al aire y lengua ponzoñosa.

La Quisca ha muerto en el mes de los difuntos –que lo mismo lo tenía preparado- y por eso se va a encontrar con un cementerio de San Rafael lleno de jarrones floreados y con unas tumbas más aseadas que de costumbre –que los deudos fregotean mármoles y conciencias en estos días de noviembre.

Yo, a eso de las cuatro, cuando cierren la tapa del catafalco, me acercará hasta su puerta y, rememorando las chanzas infantiles, le rezaré, a modo de arrepentimiento, mientras la trasladan al coche luctuoso, un par de padrenuestros muy sentidos y un ave maría ligero para que dios la tenga en su gloria y, si puede ser, le conceda un algo de la belleza y fortuna que no tuvo en esta tierra.

EL CIRCO DE MI BLOG


¡Atención respetable público! ¡Damas y caballeros! ¡Señoras y señores! ¡Niños y niñas! Bienvenidos al espectáculo más viejo del mundo. Bienvenidos al Circo de la Añoranza. Bienvenidos a la arena de las palabras. Al albero de las tildes. A los artificios de las metáforas. A los malabares de la rima. Bienvenidos a la Carpa más triste del Universo. En unos instantes ante ustedes se va a desplegar la magia de lo paradójico. La tristeza del pesaroso. La felicidad de los imbéciles. Vamos a sacar de nuestras chisteras cada recuerdo que nos dañe, cada beso que no dimos, cada perdón que olvidamos, cada silencio que confundimos... Vamos a presentar batalla a la hipocresía. Dañados en nuestros propias heridas. Pero ésas que son nuestras. Que nos dan el privilegio celestial de habernos maltratado. No es éste un Circo para timoratos ni medrosos. No es éste un Circo para aquellos que no hayan soñado nunca. Queda terminantemente prohibida la entrada a los que no pecaron jamás porque ése es el mayor de los pecados. A los que se siente perfectos porque ésa es la mayor de las imperfecciones. A los amantes de la falsa modestia porque ellos no tendrán virtud que mostrar. Éste es un Circo donde la tristeza alumbra porque se apagó cualquier otro foco. Donde los payasos sollozan y los acróbatas pasean por el vacío sin red que les proteja. Éste es mi Circo, el de los derrotados en mil batallas pero siempre alertas para contender en otras mil, el de los necios a fuerza de amar, el de los inconstantes porque se cansaron de la rutina, el de los amantes de las noches porque el día esconde la belleza, el de los que quedaron ciegos de tanto mirar al sol… Mi Circo, el de los navegantes, el de los perrillos marrones, el de los otoños desacostumbrados, el de los músicos sin saxo, el de las enfermeras desmemoriadas, el de las habitaciones inconclusas y los relojes sin cuerda… No, me niego a ponerme la nariz de payaso, no os voy a hacer reír, tampoco os quiero hacer llorar. Pero no quiero fuegos de artificio, ni  primaveras postizas;  me opongo a cantar a la luna, y a los enamorados torpes, no deseo besos inofensivos ni caricias que no desgasten.

Así pues, pasad si osáis. Pasad y revolcaros entre mis palabras. Sentid conmigo la bendita miseria de los que no esperamos nada. Si acaso, un amor clandestino para esconderlo en la mochila donde, de niños, llevábamos los sueños de juguete.

NIÑEZ

Quiero mi niñez. Ambiciono mi niñez y sus sueños encubridores. Quiero volver a jugar a las canicas –y tener una boliche- y a policías y ladrones y correr en busca de un pañuelo que me espere en suspenso. Quiero volver a sentir el griterío de un patio salesiano. Y el eco virulento de la campana tocando a misa de doce. Y el anhelo del recreo. Y las ranas zamponas. Y las albercas sucias de niños. Y los perros marrones, sin pedigrí ni correa. Quiero regresar. Desandar la vida que me ha tocado. Esconderme de nuevo y contar hasta veinte y que nadie me alcance. Quiero volver a perder un diente sin darme cuenta. Y cargar con una cartera preñada de ilusiones y lapiceros mordidos. Quiero patear un balón derrotado y encestar mil canastas de dos puntos. Regresar a las faldas de mi abuela y volver a oler ese perfume a gachas y chocolate. Quiero retornar a las aceras en verano, a las callejas de jazmines infinitos. Quiero andar con camiseta de tirantes y un pantalón corto y raído manchado de mil colores. Quiero patear los charcos con mis botas de goma. Quiero botar veleros frágiles en los riachuelos de la calle. Deseo mojarme con la lluvia del invierno y coger un catarro y oler a “vivaporús”. Quiero sorber los mocos sin vergüenza. Deseo regresar, volver a ese útero mágico de donde nunca debí salir. Pero, sobre todo, quiero volver a conocerte porque, entonces, todo lo viejo será nuevo, todos tus besos serán el primer beso, y tu falda plisada volverá a levantarse con el viento primitivo.

LA ESTAMPA DEL SAXO Y EL MÚSICO




Aquí,  en la ciudad de Córdoba, al lado de lo que fuera el coso de la antigua plaza de toros de Los Tejares, hay un saxo que busca orquesta. Lo dice con claridad meridiana un cartón, escrito con una letra manual y torpe. Tiene el saxo a sus píes siete monedas de cobre que brillan los días de sol y que se confunden con dinares los días más velados. Al saxo le tientan unas manos viejas y perezosas, aturdidas y arrítmicas. Es un saxo pobre, que pareciera que tiene una sola escala. Es un saxo que acompaña la premura de la gente que lo esquiva, con melodías de Machín y adagios de músicos nobles que escribieran partituras infinitas. No es un saxo brillante y, seguramente, nunca encontrará orquesta pero, de vez en cuando, en el tiempo del semáforo que estanca los coches a su vera, me detengo junto a sus notas y, entonces, tras el saxo, descubro la cara agotada de un músico descompuesto escapado de una pensión de tercera. Es esta la pequeña estampa del saxo y del músico    –que pareciera que nunca fueron compañeros. La estampa de dos bohemios cortos de alas y de brillo. De dos soñadores que llegaron tarde a todos sus sueños. De dos instrumentos que cada día dejan colgadas las mismas notas en un último homenaje a su propia resistencia.

SIN MÁS PALABRAS…



Hay veces en que uno queda demudado ante la página, inmóvil, semejante a una estatua de sal. Se congela la mano y la tinta se vuelve marmórea. Parece que el tiempo minúsculo –ese que custodia a las musas más pequeñas- se ha parado como un tren antiguo en una estación antigua. Es el momento donde la desesperanza se impone a la espera. Y uno siente brotar en su mente las mismas palabras cansinas de ayer. Y el corazón disminuye sus latidos hasta hacerlos dolorosos. Y uno queda quieto, que se dijera que se acabó todo. Que se dijera que ya se acabaron las cuartillas. Que se vaciaron todos los tinteros. Que se malgastaron todas las plumas. Hay veces en que mis sienes se estrechan y no veo más allá de la última metáfora. Hay veces en que no escribo porque me duele. Y me quedó quieto, quieto escuchando el ritmo perezoso de la lluvia.   

ADIOS OCTUBRE !



Acaba su viaje Octubre. Ha transitado el almanaque sin apenas hacer ruido. No lo enterrarán con solemne ceremonia. No necesitará panteón insigne. No hallaremos flores en su tumba. No habrá plañideras que relaman de lágrimas sus últimos suspiros de reloj. Octubre ha pasado cumpliendo su imposición milenaria desde que fuera el octavo romano. Ahora, en la noche de las brujas, se quitará su máscara de nácar y dormirá para siempre entre los meses que me arrancaron de mi tiempo y de mi alma.

LA ENFERMERA QUE NO TENÍA MEMORIA (ÚLTIMO CAP.)



CAPÍTULO FINAL

A las diez menos cuarto de la mañana del domingo catorce de Noviembre una ambulancia y un coche del 091 se encontraban en el número once de la calle Ayala. Antonio el portero avisó a la policía cuando comprobó, en su limpieza rutinaria, que la puerta de Elena Trazas - esa solterona que vivía con una gata - se encontraba entreabierta y pensó que era mejor no arriesgarse a ver que razón podía haber para ello. Cuando el agente de turno abrió - con las precauciones aprendidas en la Academia - la puerta de par en par, le pareció que todo podía ser una falsa alarma. Todavía desde fuera, comprobó que, aparentemente, todo se encontraba en orden: la cerradura no aparecía forzada, y no había ningún indicio que apuntara a la existencia de algún acto delictivo. A su lado un oficial barbilampiño con cara de oruga aletargada y las punteras de los zapatos juntas, como un reloj que marcara las horas hacia dentro, llevaba la pistola en la mano y un poco más atrás, Antonio,    - el conserje que entregaron con las llaves -, no se atrevía a acercarse demasiado por si las moscas... El primer policía entró en el piso - era claramente más decidido que el segundo, al que se le notaba a legua su bisoñés en el Cuerpo -. Cuando los dos estuvieron dentro del salón con barra americana, Antonio hizo un esfuerzo de curioso reprimido y puso el pie y la mirada bajo el quicio de la puerta abierta. Al fondo, la puerta del dormitorio se encontraba totalmente cerrada, y un maullido que, al principio, confundieron con el llanto de un crío no cesaba de advertirse en la estancia. Es el gato - aseveró el portero desde su posición sin riesgo de curioso -. El policía con cara de oruga giró el pomo de la puerta - que a lo mejor quería una medalla recién entrado - y encontró el cuerpo de Elena tendido en la cama. Nadie hubiese sido capaz de inclinarse en señalar si estaba muerta o dormida. El agente se acercó a Elena mientras gritaba a Antonio, con los nervios ligeramente perdidos “Llame a una ambulancia por el amor de Dios...”. Se echó sobre el pecho de esa mujer a camino entre el sueño y la muerte y, al mismo tiempo que sentía el latido casi imperceptible del corazón, vio sobre la mesita de noche, la misma donde una estampa de Santa Bárbara esperaba a ver si tronaba y se acordaba alguien de ella, un bote con dos pastillitas rosas. Dios, se ha atiborrado de alguna porquería - dijo mientras señalaba al otro agente el envase casi totalmente vacío de comprimidos.

La ambulancia tardó lo suficiente en llegar como para que fuera demasiado tarde. Los masajes cardiacos fueron inútiles. Deben de llamar al forense de guardia... - dijo con voz grave el doctor que le puso a Elena, cerca de sus labios gastados, un espejito que encontró sobre la cómoda - ...ya saben que en estos casos ha de intervenir... Se llamó al forense, y uno de los policías bajó al coche para pedir instrucciones a su superior.

El coche del forense - de color oscuro por supuesto - tardó algo más en llegar, -¿qué prisa podía ser necesaria ya?-. Elena se hubiera sorprendido si hubiese visto entrar junto al forense al doctor Ruidera y tras él al doctor Camino. Fue éste último el que desayunando casualmente con el forense    - por cosas de la amistad - identificó las señas indicadas con las de su paciente Elena María Trazas Valle, la enfermera cincuentona de La Concepción, y el que llamó a la Clínica por el teléfono móvil de su colega para confirmarlo. De allí partió el doctor Ruidera hacia la calle Ayala cuando Jacinta le dio la noticia con la gravedad de quien anuncia un duelo al sol... Todos llegaron a la vez. Hasta el comisario de zona. Todos entraron a la vez en el piso. El forense se acercó al cuerpo inerte como correspondía a su función. Comprobó el pulso y cruzó unas palabras con el doctor de urgencias. Luego abrió su maletín rechoncho y sacó unas cuantas bolsitas de plástico de diferentes tamaños. El doctor Ruidera, a sabiendas de que no era muy correcto lo que hacía - aun previamente identificado como médico y compañero de la muerta - se acercó donde yacía Elena y donde el forense echaba el frasco con las pastillas rosas en la primera de las bolsitas.          

- ¿Anfetaminas?

- Ansiolíticos -le respondió el forense- una dosis que mataría a un caballo. Le ha ido debilitando el corazón hasta parárselo en seco. Un ejemplo de suicidio fácil y al alcance de cualquiera.

El comisario tomó palabra en la conversación, mientras el doctor Camino, desde su obcecación de psiquiatra desconcertado, se andaría preguntando si las hormonas habrían tenido algo que ver en la decisión de arrancarse la vida.

- Doctor, - el comisario se dirigió a Ruidera - me han dicho que usted la conocía.

-  Trabajaba conmigo en la Clínica de la Concepción, en la consulta externa de Dermatología. Era una buena enfermera... - el doctor Ruidera se calló que también era una gran persona, porque eso siempre se dice de los muertos...

- ¿Conoce alguna razón para...?

- No. - Ruidera fue tajante.

El doctor Ruidera se notaba visiblemente afectado, como si él mismo hubiese tomado partida en la muerte. Estaba fijo en el cuerpo de Elena sobre la cama y le llamó la atención el que esa gata de color pardusco lo mirara como culpable de algo - Es absurdo, pensó, los gatos no miran, ven simplemente. La figura de Elena estaba nítidamente dibujada sobre las sábanas. Pensó que el forense había dejado entrever las palabras exactas para definir su muerte “...se ha ido apagando poco a poco...” . El pelo largo, el mismo que siempre llevaba recogido con horquillas y gomas, quedaba a su amor, como chorreado por el catre pequeño. No se podía decir, a modo de novela rosa, que la muerte había respetado toda su belleza - la muerte no regala belleza y Elena nunca la tuvo -, pero sí era cierto que la gravedad de sus rasgos de ser solitario no hacía desagradable la escena de su cuerpo inerte sobre el lecho.

El forense tomó del lateral derecho de la cama, el más cercano a la ventana pequeña que sólo dejaba ver un trozo ridículo de un Madrid cansado y a medio despertar, un tomo de cuartillas que apenas se habían desordenado. Comisario - inquirió antes de introducirlas en una bolsita, más grande que la primera, que ya tenía preparada. El comisario las tomó con cuidado y las pasó con un rápido movimiento de los dedos índice y anular, a modo del que mezcla la baraja antes de repartir. Son cartas de amor - sentenció. Al doctor Ruidera le cambió el rictus de su cara, podía esperar cualquier cosa, pero cartas de amor en el lecho de Elena no cabía dentro de sus cábalas.

- Es curioso... - el comisario se hablaba a sí mismo, pero con esa costumbre que tienen los detectives de serie de televisión, que hacen que los demás piensen que les están hablando a ellos. Aún con las cuartillas en la mano se dirigió a un pequeño buró que escondía su antigüedad en la esquina más remota de la estancia. - Es curioso... - repitió frotándose el mentón sin afeitar - Miren esto - al inquirir la presencia indefinida de alguien, tanto el forense como Ruidera se acercaron al escritorio - Observen, ¿ven estos triángulos que se repiten en cada una de la parte superior de estas cuartillas en blanco que hay aquí? Son exactamente iguales a      éstos. - El comisario habló jactándose en su apreciación, como si hubiese desenmarañado el asesinato del siglo. Era cierto, sobre el buró se amontonaban en un orden perfecto varios libretos de cuartillas blancas con los mismos triángulos que figuraban en las ya escritas. Sobre ellas un bolígrafo ramplón, de los que anda por cualquier lapicero de un colegial. El comisario tomó el bolígrafo e hizo un garabato sobre una de las cuartillas - ¡Ajá!, me juego la placa a que estas cartas están escritas por esa pobre desgraciada, pero no me pregunten aún porqué...

El doctor Ruidera dio un paso atrás. Un paso grave. Podía en aquel momento haber tomado la palabra y dejar a ese comisario de cine negro barato con la boca abierta, si es que el comisario hubiera visto algo más allá de su cigarrillo de sobras ya apagado. Él sí sabía el por qué. Elena una vez se lo confesó y él le dio la razón mientras curaban a un chiquillo que quiso quemarse a lo bonzo por un desengaño amoroso, “el amor se monta a galope en los lomos de la locura...”

Ruidera pidió al comisario si podía ver la fecha de las últimas cartas. Es un presentimiento,    - dijo lo más humildemente posible para que nadie, sobre todo el detectivesco personaje, pensara que quería quitarle su privilegiado puesto de pensador concluyente -. El comisario se las tendió con un gesto malencarado. - Falta la última... - dijo antes de que Ruidera las tuviera totalmente en su poder.

El doctor Ruidera lo comprobó por pura rutina. No falta, simplemente no existió nunca...- pensó para sí. Dejó las cartas al comisario y preguntó si podía ser útil para algo. Nadie le contestó. Cuando salía por la puerta de la estancia se dirigió en voz baja al doctor Camino que seguía sumido en sus pensamientos hormonales.

- Dios mío, sólo olvidó escribirse, sólo olvidó mantenerse viva, sólo ella lo podía conseguir. ¿Sabe doctor?, la ha matado su falta de memoria...

El doctor Camino no entendió absolutamente nada.

A lo lejos, entre su tazón vacío de leche y su recipiente sin  una sola bolita con sabor a pescado, Sorpresa maulló - con su sentido distinto al del resto de los humanos -, Ruidera   se sintió sobresaltado por aquél desconsolado maullido que parecía dirigido a él, cuando se cruzaron sus ojos grises con los del animal entendió. Ya sé que tú lo sabías...

FIN


EL PERRILLO MARRÓN

Ahora que se arriba la mañana hay en la acera de enfrente un perrillo viejo lazarillo de un ciego imaginario. Es un perrillo marrón. ¿Por qué todos los perros mediocres son marrones? Nunca he visto un perrillo abandonado de una blancura nívea, o de un negro azabache. La verdad es que el marrón es un color prosaico, inexpresivo, nada lenitivo con las metáforas más agraciadas de los poetas de siempre. Pues sí, este perrillo es marrón. Ni tan siquiera una sucinta mancha de color disímil salpica su pelaje romo y alopécico para hacerlo algo más interesante. El perrillo me ha mirado y yo, desde mi balcón de segunda, le he lanzado algo parecido a un chiflido cariñoso –nunca supe silbar bien. Pero el perrillo lo ha entendido y ha agitado su cola escasa a modo de saludo, a modo de un buenos días, a modo de qué tal caballero… Sinceramente me han dado ganas de bajar y subirlo a mi piso –también de segunda como mi balcón- y alimentarlo con un buen tazón de leche y unas galletas ¿Comen eso los perros abandonados o sólo los hombres abandonados? No sé. Pero como yo respeto la soledad ajena a diferencia de tanto imbécil que cree que la soledad siempre es proterva, me he contenido y nuestro leve encuentro ha concluido con un adiós algo estúpido de mi mano diestra. Y ahí ha quedado el perrillo con su colilla de infante y su pelaje escaso. Cuando he entrado me he mirado en el primer espejo de la casa. Sí, ciertamente yo también voy teniendo un tono pardo bastante ramplón…

LA ENFERMERA QUE NO TENÍA MEMORIA (CAP.IV)

CAPÍTULO IV

Antonio, el portero de la finca, andaba algo escamado con las continuas preguntas de Elena sobre si no había visto a nadie depositar correo en su buzón -¡Qué leche esperará la solterona ésta!, si sólo recibe las notificaciones de los intereses que le mandan los catalanes esos de La Caixa, que también manda cojones mandar los ahorros de los de aquí para los de allá arriba -. No cabía ningún genero de duda en que la persona enviada - quién sabe si cualquier chiquillo a cambio de un par de monedas - se cuidaba muy mucho de no ser vista - siguiendo con toda seguridad indicaciones previas -, y no cabía la tesis de que el doctor Ruidera lo hiciera de propia mano. Lo cierto es que las cartas se reiteraban día a día, cada vez más pasionales, cada vez dando a entender que el momento del desenlace quedaba más cerca...

...la amo Elena, qué más puedo decir. ¿Qué más puede un ser humano expresar con tal alta sinceridad? Cada día soporto menos el no decírselo cuando tengo cerca el olor limpio de sus cabellos aún mojados...

... se preguntará el porqué me oculto tras unas cuartillas de colegial. Déjeme tiempo. Sólo un poco más. Se lo contaré cuando la tenga en mis brazos. Cuando el tiempo sea nuestro, cuando esa propiedad divina no pueda ser arrebatada por nada ni por nadie...

Párrafos como éste eran delineados frecuentemente en las cuartillas blancas, que ensobradas, como presas del propio celo que las guardaba, se abrían en las manos de Elena. Ella, por su parte, seguía con sus propias indagaciones para cerciorarse de que nada de lo que pensaba podía ser una fantasía, una más de tantas por las que se había dejado rodear a lo largo de su vida. Así había descubierto que todas las  cuartillas eran exactamente iguales, con tres triángulos imprentados  que se superponían entre sí en una de las esquinas superiores. Buscó en las papelerías más cercanas al domicilio del doctor ese tipo de distintivo, pero la búsqueda fue inútil, nadie recordaba haber visto nunca ese tipo de marca. Estaba claro que el arsenal vino de lejos y estaría bien provisto.

 El doctor Ruidera había vuelto a la Clínica tras aquel día en el que marchó dejando desatendida la consulta. Su madre había estado muy enferma, así que tardó unos cuantos días más en aparecer por la consulta. Como único hijo tuvo que atenderla hasta que anduvo algo más recuperada, tras lo que pidió al director que le cediera una enfermera hasta que la recuperación fuese total, a fin de que él pudiese volver a atender su trabajo. El director, que no pasó por alto la necesidad de la presencia en la Clínica de Ruidera, accedió con gusto a la pretensión del dermatólogo, y una joven, recién llegada, fue encargada a domicilio del cuidado de la anciana. En cuanto estuvo repuesta la enferma, la joven fue remunerada según estipulación previa - y algún que otro emolumento graciable por el trastorno ocasionado - y Ruidera volvió a la tranquilidad de sus labores.

En esos días, en una de las cartas, Elena leyó un párrafo que apuntalaba aún más la procedencia de las mismas

... anoche recordé una frase que alguna vez leí de alguien, amada Elena, ¡juventud, cuyo recuerdo desespera!... En estos días en visto la vejez de cerca y le aseguro que su cara no es nada agradable...


Mientras todo esto ocurría, Elena seguía con su destino en la consulta junto a Ruidera. Que ella recordara – aunque eso no fuera mucho de fiar -, sólo el día que olvidó el pedido de gasas para la consulta comprobó que su memoria seguía siendo la de siempre. Sin embargo Sorpresa si llevaba ya un buen tiempo recibiendo su ración diaria mañana y noche - que se le veía más alegre y bruñida -. Cada noche acompañaba a su ama a la liturgia de leer aquello que le escribía su amado, la epístola sagrada sin la que la vida de Elena ya carecería de sentido.

...Anoche, volví a soñar con usted, mi amada Elena, si usted estuviera en todos mis sueños, no me importaría quedarme dormido toda la eternidad...

Elena repetía una y otra vez párrafos como éstos. Lo hacía bocarriba en la cama, casi desnuda, con los ojos cerrados y la imagen del doctor de ojos grises dibujada en lo más alto de su dormitorio.

Durante meses las cartas seguían siendo depositadas en el buzón con más o menos verticalidad, todo dependía del tamaño del sobre que, si bien éste variaba a menudo, la cuartilla, - una siempre -, era la misma, con aquellos tres rombos superpuestos en la parte superior derecha. Sin embargo, las relaciones entre el doctor Ruidera y Elena no variaron lo más mínimo, timidez y cortesía jugaban por toda la consulta a lo largo de la jornada. No hubo más sesiones de cine para ambos. Incluso Elena parecía haber perdido la afición, sólo un par de films le hicieron derramar alguna lágrima prisionera. Eso sí, seguía siendo una entusiasta de las hamburguesas - que además siempre fueron una forma de evitarle el engorro de preparar su     cena -, incluso llegó a tomar nuevamente alguna con pepinillos que le supieron a gloria, que el amor, pensó con acierto, no tiene porqué tomar perfecciones geométricas...

Una noche en que la tormenta se explayó sin miramientos por todo el cielo madrileño, Elena se permitió el lujo de volver en taxi a casa. Atrás, en la Clínica de la Concepción, había dejado entre la luminosidad intermitente de los rayos, como si de una película de terror se tratara, a una Jacinta más soñolienta que nunca. El doctor Ruidera había abandonado esa misma tarde con cierta premura la consulta por mor de ser ponente en el quinto certamen de la Asociación Europea de Dermatólogos. El certamen, que tenía lugar en la aderezada sala de conferencias del hotel Eurobuilding,  era una gran ocasión para el respaldo definitivo de Ruidera. Elena llevaba días ilusionada en ver a Ruidera, tras la amplia mesa de madera noble, exponiendo con su voz tersa sus investigaciones sobre la reproducción de los tejidos cutáneos, ante un foro tan cualificado como internacional. Prácticamente todo el personal de cierto rango de la Clínica estaría allí y, aunque el doctor Ruidera se había cuidado personalmente de invitarla, un “curioso” sorteo había dejado a Elena sin la posibilidad de asistir a la ponencia. El sorteo, amañado por algún trepa sin escrúpulos - que los había a puñados -, y en el que Elena no estuvo presente por estar atendiendo una quemadura de segundo grado a una señora que parecía haber olvidado que el agua hirviendo no es como para echársela por encima, dio como resultado la designación como “servicios mínimos”, durante la ausencia autorizada del resto, de la presencia en la Clínica de dos doctores, - uno de ellos de clara hostilidad hacia Ruidera y al que le trajo al fresco el no asistir al Certamen -, cuatro auxiliares - incluida Jacinta, que de ir, de seguro se hubiese dormido en los sillones de la sala - y tres enfermeras: la joven que cuido de la madre del doctor, Genoveva, la que entendía más de vacas que de personas - por eso de proceder de los campos asturianos - y Elena que llegó a clavarse sus uñas cortas en la palma de la mano cuando le transmitieron el resultado que el supuesto azar había arrojado. Elena se juró contar lo acontecido al director y al propio Ruidera en cuanto le fuera posible - pero a nadie extrañaría que al día siguiente se le hubiese olvidado, ¡cosas de su memoria!

Pasaban con creces las doce de la noche cuando  Elena y la tormenta se encontraron sin necesidad de presentaciones en las escaleras exteriores. Elena abrió su paraguas, pero ante la vuelta insolente de éste y el cariz del temporal, alzó la mano solicitando los servicios del primer taxi de la parada. Cuando se volvió a preguntarle el destino de la carrera, Elena comprobó que, el taxista, era un joven malencarado con un olor a ajo rancio que impregnaba todo el vehículo. Durante el trayecto, Elena pasó por el cine de siempre, donde aparecía, bajo los carteles doblados por la lluvia, el anuncio de una nueva reposición de Casablanca, - sin mí habrá unos seis...- pensó, y hasta creyó sentir el himno de la Francia deseosa de ser libre mientras aguardaban el verde en un semáforo cercano. La hamburguesería estaba cerrada, tras los cristales se adivinada la figura del encargado haciendo caja, con el corbatín rojo ya deshecho, mientras dos señoras entradas en años recogían del suelo con fregonas casi desvencijadas las pisadas de mostaza, y una chica con un gorrito ridículo pero muy americano, echaba en un cubo grande los vasos aplastados de Coca-Cola...

Cuando el taxista emitió un sonido gutural, Elena interpretó  que estaban ya en el lugar por ella pretendido. Bajó del taxi con su paraguas desbarillado y, otra vez el olor a coles le confirmó que el chaval que no hablaba - que a lo mejor por eso tenía cara de búho viejo - no había equivocado el destino. A Elena no le importó que el taxista tuviese cara de ave de noche, ni que le cobrase un suplemento por la hora intempestiva -a pesar de que, por su falta de costumbre, no entendiera mucho porqué pagar más por el mismo recorrido, será por la luz de los faros, pensó -, no le importó tampoco que las coles siguiesen bullendo como si quisiesen que su vapor se aliara con la tormenta para hacerse dueño del bajo cielo de Madrid, ella esperaba, llave en mano, girar la cerradura lascada del mismo buzón, y encontrar el sobre donde la cuartilla doblada le hablaría de cielos eternos, de venturas inimaginables y de caricias emotivas...

Cuando la cerradura dio la media vuelta suficiente, Elena llegó a arañar hasta tres veces el fondo vacío de la pequeña caja metálica. El agua que la había empapado en el corto recorrido hasta la puerta se mezcló con un sudor frío, enfermizo. Dejó la puertecilla abierta, totalmente caída, inservible para custodiar nada - ni tan siquiera la liquidación mensual de intereses de La Caixa -. El olor a coles, más fuerte que nunca, la hizo vomitar en el rellano del primer piso. Se adivinaba algún ojo tras cualquier mirilla iluminada, tiene huevos la cosa, la solterona viene borracha...
                         (Continuará...)