Datos personales

LA CHICA DEL AUTOBÚS



La chica del autobús no tiene nombre pero la resguarda un impermeable rojo. Cuando apenas ha chequeado su tarjeta en la máquina que computa los pasajeros -cargados de sueño y fastidio- se desplaza hacia dentro de este mínimo universo -leve como una fantasía- y coloca su mochila en los mismos pies que lucen unos zapatitos de colores. La chica del autobús tiene sonrisa de menta y aliento de bosque superviviente. Tiene en su piel la blancura de Hipatia y, en sus ojos, con paciencia, se pueden adivinar todas las constelaciones del universo. La chica del autobús respira despacio, como para no romper su propio hechizo. Y luego juega con su pelo oscuro hacia un lado y otro, y vuelve a sonreír, y es el momento en que comienzan a renacer las luminarias marchitas de las ventanas en hilera.  

Yo la espero cada mañana desde dos paradas atrás, aferrado a la barandilla que cae sucia y vertical desde el techo de aluminio. La espero y, a su paso, respiro profundo, robándole todo el aroma que dispersa, despojándola, con un rubor espeso, de su esencia a ninfa delicada. Y pienso en los bosques lejanos de donde debe venir -que una criatura como ella no es propia de esta urbe. Y entonces es cuando pienso en si me atreviera… En si osase alguna mañana… En si me aventurara… En si dejase por un momento de lado esta cortedad que me empaña y me limita… Pero siempre, cuando parece llegado el momento del divino sortilegio, el autobús frena y bostezan las dos puertas chirriantes y la brisa me da en la cara, y la estancia móvil que me transporta me expulsa de su sueño… Y vuelvo a quedar allí, en la parada exánime y definitiva, viendo mi quimera otra vez distanciarse, percibiendo en movimiento, tras alguna ventana menos opaca, el color grana de su impermeable y el brillo mágico de sus ojos y pensando, con ilusión de niño crédulo, que tal vez mañana el conjuro se produzca.


PEPILLO EL TONTO



Pepillo era el tonto del barrio. Era tonto en el sentido más piadoso de la palabra. Referían que su madre, una noche de luna inédita, cuando aún le pateaba en el vientre, le quiso mandar a los avernos con la ayuda de una sórdida partera. La impericia de ésta y, la antojadiza providencia, deshicieron el empeño, no sin antes dañar lo suficiente la mollera de la criatura para que, a los pocos meses, un Pepillo frágil y de ojos grises naciera con la razón tarada para siempre. Dicen que fue por ello que Dios señaló a su madre y la arrastró un julio lluvioso de cabañuelas equivocadas. Así quedo Pepillo tonto y huérfano que, las desgracias -ya se dice- nunca vienen solas.  

A eso de los doce otoños, el tío carnal que le sustentaba  –mal que bien-, mandó a Pepillo a hablar con un amigo de posibles para que le buscara algo al muchacho que, desde que murió madre, anduvo el zagal de charco en charco y de rama en rama, más parecido a una bestezuela salvaje que a un chiquillo de su edad. Visto el exhortado que a Pepillo no le sobraban las luces, le pusieron una gorra con la visera a la espalda, le hicieron compañero de un carro viejo y, a diario, en la esquina de la calle Alfonso XIII le llenaban el  carricoche de periódicos y revistas que Pepillo andaba voceando ora en el mercado de San Agustín, ora por las callejas de las Costanillas y,  las más veces, en los mismos portales de las casas de vecinos, donde éstos cambiaban dos reales por algún periódico machucho que relataba la mísera posguerra. Eran aquéllos años difíciles y de hambre fácil, años en los que contendían los vecinos de Córdoba por unas raciones exiguas que se  adjudicaban en unas cartillas de racionamiento –que con tan ajustado nombre eran reglamentados los suministros. Dado que en el comercio de mi abuelo era uno de los lugares en que se entregaban las malhadadas proporciones fue allí donde conocí yo a Pepillo… Y es que él y su carro primitivo asomaban cada día, a eso de la una, por el final de la calle El Queso, con sus pantalones demasiados cortos para ser largos y demasiado largos para ser cortos. Pepillo voceaba con su voz confusa   –como de juguete gastado- su presencia entre los vecinos de las calles cercanas y allí estaba yo, asomado al mostrador de mármol del negocio de mi abuelo en donde Pepillo, sabedor de que había sobras tras el reparto de las despensas, llegaba a por unas tortas de aceite duras como un peñasco que, mi abuelo le guardaba y le entregaba a diario –como en un misterioso cambalache- liadas en un papel castaño y áspero. No te las comas todas que vas a coger un empacho… –le exhortaba mi abuelo y, Pepillo, todo sonrisa de dientes negros, siempre le replicaba con la misma cantinela, Ego si no he pobao bocao desde ayer... Luego Pepillo me miraba de reojo, como envidiando mi lustre de niño bien –que siempre me sobró alguna arroba- y yo, medio asustado, medio fascinado, por ese ser de retal de cuento, bajaba la cabeza hasta dejar mi frente a la altura del mostrador. Luego le veía salir del comercio y engancharse otra vez al carro de los periódicos y perderse, voceando y voceando, royendo ya alguna de las tortas con ansia de caníbal.

Dicen –que mi memoria ya se emborrona- que anduvo años Pepillo con su misma letanía, ora escapando de los perros desolados –con el mismo hambre que las personas- ora esquivando las pedradas de los infantillos que, con el tiempo que mal da la confianza, le tomaron -por eso de su desgracia- por un fantoche de feria… Nunca faltaron a Pepillo las tortas de aceite de mi abuelo, ni su carromato, ni la pila de hojas empalidecidas de los periódico, ni su voz gangosa, pero un día, cuando doblaba la esquina de la calle María Auxiliadora, se le vino encima un armatoste de chapa y ruedas y lo golpeó con violencia… Y fue así que, lo que madre no consiguió cuando Pepillo era aún un comienzo, lo hizo una furgoneta que repartía gaseosas por las tabernas más cercanas…

Refieren que quedó la cabeza de Pepillo sangrando entre los adoquines de la calle y su voz nasal y torpe exhalo un último ay madre y después quedó callada para siempre. Refieren que quedó el carro desmoronado y la travesía sembrada de periódicos. Refieren que quedó inmóvil un corrillo de hombres y mujeres alrededor del cuerpo del dañado y que, como en un cuadro, quedó la muerte quieta, durante unos instantes, en todo el Barrio de San Lorenzo. Así se fue Pepillo. Sin despedirse de mi abuelo. Y así se quedó el barrio entero sin su vocerío cotidiano y sus cortas entendederas, y así quedó huérfana de tonto la Calle del Queso y la del Horno del Agua y, mi abuelo, durante tiempo, guardó un rimero de tortas duras tras el mostrador de mármol y, dicen que, si uno bien se fija, aún quedan dos regueros de tinta y mil palabras de imprenta, inmóviles para siempre, en la esquina derecha de la calleja nervuda que le vio descender a los infiernos.
  

ES NOVIEMBRE



Siempre me pareció noviembre un mes elegante, vestido entre sus íntimos con un clásico traje de tweed inglés. Sereno y lluvioso, con el mentón apagado de sus nubes altas, noviembre se señorea y se hace inequívoco, consciente de dar el apagón definitivo a la claridad estival.

El silencio de noviembre es un silencio de camposanto y de pueblos viejos que muestran sus tejas ocres, arqueadas, por origen y por destino, sobre los tejados quejumbrosos que les pertenecen. Son pueblos que alimentan a sus difuntos con letanías atávicas y que pasean la noche por sus calles al compás de cirios y rosarios. Noviembre mece este ritual consciente de que lo hizo aún antes de que el hombre llorara la muerte, meciendo la barca de este viaje definitivo por las noches que se harán, para siempre, más largas y brunas.

Noviembre tiene una sintonía de pájaros ausentes, y una tranquilidad indolente como la que inflamaba la poesía de Machado. Tiene un perfil de sierra tosca y de campiña baja desalimentada por las manos callosas de la siembra. Y tiene un olor a tierra mojada e infinita, a caldero y fuego leñoso, a gachas y torrijas…

En noviembre mi bendita abuela rezaba más que nunca y siempre me parecía que, con el arcano de aquellos rosarios de cuentas perladas, ahuyentaba un año más a la muerte.

Siempre tuve miedo a noviembre, a su silencio, a sus noches, a sus difuntos, a sus rezos y a sus aromas, y por eso hoy, mi princesa adolescente, cuanto te veo alejarte –con sonrisa de padre en la boca- con tu paraguas cuajado de flores y tu impermeable hechicero rompiendo la columna del agua inoportuna, no puedo por menos que pensar que le hemos ganado, tú, mi niña, y yo, tu viejo, otra partida a la tristeza.

UNA MUERTE CUALQUIERA...




Hoy ha muerto “la Quisca”. No le gustaba que la llamasen así, porque ella era Francisca, que así le habían puesto sus padres y un cura achaparrado y calvo de la Parroquia de San Andrés. Pero bueno, ahora está muerta. No creo que ya le importe mucho. A la Quisca la han vestido con un traje negro y largo –que parece un paraguas tamaño persona- y unos zapatos de tacón juicioso para hacer el camino al más allá. Y le han puesto los pendientes de oro de su madre por si hubiera que pagar peaje en algún sitio… En el salón de su casa la van a tener de cuerpo presente –que lo que es el cuerpo sí que se ha quedado- hasta las cuatro en que aparecerá el coche fúnebre y llegará hasta donde pueda que, por las Callejas Viejas apenas cabe un vespino.  Así, de esta guisa, le dará el último adiós a sus cuatro hijos, catorce nietos y dos biznietos apenas destetados, amén de a los vecinos y vecinas del barrio -que no era la Quisca persona malquerida. La Quisca tenía las manos negras como las botas de un sargento porque anduvo vendiendo carbón desde los dieciséis, que por sus manos pasó todo el calor de los braseros de esta parte añeja de Córdoba. También tenía la Quisca un ojo vago y una pierna ligeramente cambada, que bastante tuvo que aguantar siendo chufla de los que, entonces –como yo- éramos chiquillos de tripa al aire y lengua ponzoñosa.

La Quisca ha muerto en el mes de los difuntos –que lo mismo lo tenía preparado- y por eso se va a encontrar con un cementerio de San Rafael lleno de jarrones floreados y con unas tumbas más aseadas que de costumbre –que los deudos fregotean mármoles y conciencias en estos días de noviembre.

Yo, a eso de las cuatro, cuando cierren la tapa del catafalco, me acercará hasta su puerta y, rememorando las chanzas infantiles, le rezaré, a modo de arrepentimiento, mientras la trasladan al coche luctuoso, un par de padrenuestros muy sentidos y un ave maría ligero para que dios la tenga en su gloria y, si puede ser, le conceda un algo de la belleza y fortuna que no tuvo en esta tierra.

EL CIRCO DE MI BLOG


¡Atención respetable público! ¡Damas y caballeros! ¡Señoras y señores! ¡Niños y niñas! Bienvenidos al espectáculo más viejo del mundo. Bienvenidos al Circo de la Añoranza. Bienvenidos a la arena de las palabras. Al albero de las tildes. A los artificios de las metáforas. A los malabares de la rima. Bienvenidos a la Carpa más triste del Universo. En unos instantes ante ustedes se va a desplegar la magia de lo paradójico. La tristeza del pesaroso. La felicidad de los imbéciles. Vamos a sacar de nuestras chisteras cada recuerdo que nos dañe, cada beso que no dimos, cada perdón que olvidamos, cada silencio que confundimos... Vamos a presentar batalla a la hipocresía. Dañados en nuestros propias heridas. Pero ésas que son nuestras. Que nos dan el privilegio celestial de habernos maltratado. No es éste un Circo para timoratos ni medrosos. No es éste un Circo para aquellos que no hayan soñado nunca. Queda terminantemente prohibida la entrada a los que no pecaron jamás porque ése es el mayor de los pecados. A los que se siente perfectos porque ésa es la mayor de las imperfecciones. A los amantes de la falsa modestia porque ellos no tendrán virtud que mostrar. Éste es un Circo donde la tristeza alumbra porque se apagó cualquier otro foco. Donde los payasos sollozan y los acróbatas pasean por el vacío sin red que les proteja. Éste es mi Circo, el de los derrotados en mil batallas pero siempre alertas para contender en otras mil, el de los necios a fuerza de amar, el de los inconstantes porque se cansaron de la rutina, el de los amantes de las noches porque el día esconde la belleza, el de los que quedaron ciegos de tanto mirar al sol… Mi Circo, el de los navegantes, el de los perrillos marrones, el de los otoños desacostumbrados, el de los músicos sin saxo, el de las enfermeras desmemoriadas, el de las habitaciones inconclusas y los relojes sin cuerda… No, me niego a ponerme la nariz de payaso, no os voy a hacer reír, tampoco os quiero hacer llorar. Pero no quiero fuegos de artificio, ni  primaveras postizas;  me opongo a cantar a la luna, y a los enamorados torpes, no deseo besos inofensivos ni caricias que no desgasten.

Así pues, pasad si osáis. Pasad y revolcaros entre mis palabras. Sentid conmigo la bendita miseria de los que no esperamos nada. Si acaso, un amor clandestino para esconderlo en la mochila donde, de niños, llevábamos los sueños de juguete.

NIÑEZ

Quiero mi niñez. Ambiciono mi niñez y sus sueños encubridores. Quiero volver a jugar a las canicas –y tener una boliche- y a policías y ladrones y correr en busca de un pañuelo que me espere en suspenso. Quiero volver a sentir el griterío de un patio salesiano. Y el eco virulento de la campana tocando a misa de doce. Y el anhelo del recreo. Y las ranas zamponas. Y las albercas sucias de niños. Y los perros marrones, sin pedigrí ni correa. Quiero regresar. Desandar la vida que me ha tocado. Esconderme de nuevo y contar hasta veinte y que nadie me alcance. Quiero volver a perder un diente sin darme cuenta. Y cargar con una cartera preñada de ilusiones y lapiceros mordidos. Quiero patear un balón derrotado y encestar mil canastas de dos puntos. Regresar a las faldas de mi abuela y volver a oler ese perfume a gachas y chocolate. Quiero retornar a las aceras en verano, a las callejas de jazmines infinitos. Quiero andar con camiseta de tirantes y un pantalón corto y raído manchado de mil colores. Quiero patear los charcos con mis botas de goma. Quiero botar veleros frágiles en los riachuelos de la calle. Deseo mojarme con la lluvia del invierno y coger un catarro y oler a “vivaporús”. Quiero sorber los mocos sin vergüenza. Deseo regresar, volver a ese útero mágico de donde nunca debí salir. Pero, sobre todo, quiero volver a conocerte porque, entonces, todo lo viejo será nuevo, todos tus besos serán el primer beso, y tu falda plisada volverá a levantarse con el viento primitivo.

LA ESTAMPA DEL SAXO Y EL MÚSICO




Aquí,  en la ciudad de Córdoba, al lado de lo que fuera el coso de la antigua plaza de toros de Los Tejares, hay un saxo que busca orquesta. Lo dice con claridad meridiana un cartón, escrito con una letra manual y torpe. Tiene el saxo a sus píes siete monedas de cobre que brillan los días de sol y que se confunden con dinares los días más velados. Al saxo le tientan unas manos viejas y perezosas, aturdidas y arrítmicas. Es un saxo pobre, que pareciera que tiene una sola escala. Es un saxo que acompaña la premura de la gente que lo esquiva, con melodías de Machín y adagios de músicos nobles que escribieran partituras infinitas. No es un saxo brillante y, seguramente, nunca encontrará orquesta pero, de vez en cuando, en el tiempo del semáforo que estanca los coches a su vera, me detengo junto a sus notas y, entonces, tras el saxo, descubro la cara agotada de un músico descompuesto escapado de una pensión de tercera. Es esta la pequeña estampa del saxo y del músico    –que pareciera que nunca fueron compañeros. La estampa de dos bohemios cortos de alas y de brillo. De dos soñadores que llegaron tarde a todos sus sueños. De dos instrumentos que cada día dejan colgadas las mismas notas en un último homenaje a su propia resistencia.

SIN MÁS PALABRAS…



Hay veces en que uno queda demudado ante la página, inmóvil, semejante a una estatua de sal. Se congela la mano y la tinta se vuelve marmórea. Parece que el tiempo minúsculo –ese que custodia a las musas más pequeñas- se ha parado como un tren antiguo en una estación antigua. Es el momento donde la desesperanza se impone a la espera. Y uno siente brotar en su mente las mismas palabras cansinas de ayer. Y el corazón disminuye sus latidos hasta hacerlos dolorosos. Y uno queda quieto, que se dijera que se acabó todo. Que se dijera que ya se acabaron las cuartillas. Que se vaciaron todos los tinteros. Que se malgastaron todas las plumas. Hay veces en que mis sienes se estrechan y no veo más allá de la última metáfora. Hay veces en que no escribo porque me duele. Y me quedó quieto, quieto escuchando el ritmo perezoso de la lluvia.   

ADIOS OCTUBRE !



Acaba su viaje Octubre. Ha transitado el almanaque sin apenas hacer ruido. No lo enterrarán con solemne ceremonia. No necesitará panteón insigne. No hallaremos flores en su tumba. No habrá plañideras que relaman de lágrimas sus últimos suspiros de reloj. Octubre ha pasado cumpliendo su imposición milenaria desde que fuera el octavo romano. Ahora, en la noche de las brujas, se quitará su máscara de nácar y dormirá para siempre entre los meses que me arrancaron de mi tiempo y de mi alma.