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LA DISTANCIA




Pudo ser ayer cuando te vi. Distraída y adolescente como siempre. Adiviné tu pelo revuelto entre la distancia de tres viandantes. Te contemplé como se contempla un paisaje –estancada tu figura en la perfecta perspectiva del óleo. La quietud serena de lo inmutable. No hubo brisas de pasión a tu paso porque apenas notaste mi distancia. La distancia que quedó pendiente. Certera. Infinita. Como quedan pendientes todas las distancias de los que elijen ser distantes. Pensé en el tiempo en que jugabas conmigo a desnudar las primaveras. Cómo habías amanecido a mi lado mientras crecían los otoños en mi barba. Cómo habías sido el pergamino de mi poesía y la templanza de mis manos. Tú, ahora sólo una silueta en mi corazón de transeúnte. Sin que a tu paso se rompa la serenidad del río. Sin que vuele ninguna cometa ni suene ninguna campanilla. Sin que se desprenda una sola hoja de los árboles que nos cubrieron. No habrá insistencias. Me sentaré nuevamente frente al mar. Avisada mi poesía del horizonte. Me enseñó la distancia a guardar tu corazón en un armario…  

UN DOMINGO EXACTO





Hoy me he levantado sin sueños. Me los debe de haber robado algún hacedor de hurtos de los que se empeñan en dejar sin ellos a los que tanto uso les damos. El día está impetuosamente claro. Dibujado sobre un lienzo tan azul como tus ojos cuando son azules. Hay un sol para cada célula de cada ser del universo. Un sol arrogante y limpio que templa la lana que cubre a los abuelos. Es un domingo certero. Exacto. Hecho a propósito para que yo eche más de menos a mis quimeras cruelmente lastimadas. Si el día sigue valiente es mejor que cierre las persianas. Y que encienda la luz que tiembla. Y que navegue entre historias escritas por otros solitarios. Es mejor que no aparezca en las aceras cinceladas por los haces. Que escoja sin desconsuelo este destino que hoy me encarcela entre las sombras. Y que espere, sin sueños, hasta que mañana el día reviente de flores heladas y me devuelva lo que es mío. Mientras, deseo que este domingo, henchido de si mismo, rebose entre los soñadores de fortuna, entre los marineros de las montañas y los cazadores de sonrisas, porque a mí ya no me duele esperar en puerto a que llegue otro trozo de nívea primavera…         


VERSO



Yo tengo un amor pequeñito. Como un verso. Como un verso pequeñito. Yo tengo un sueño pequeñito. Como un hojaldre frágil y níveo, y también tengo un recuerdo pequeñito como un tallo. Como un tallo alambicado que se retuerce de miedo. Yo soy todo pequeñito en mi memoria. Una memoria pequeñita algodonada de silencios de caramelo. Pero cuando tú respiras mi amor, mi sueño y mi recuerdo se hacen enormes como planetas enormes, y es cuando yo dejo que gires y gires sobre esta alma pequeñita que interroga          -adorando- tu existencia.

PENSAMIENTOS CON DON QUIJOTE




Buenas noches don Alonso. Pensativo os contemplo a la luz mortecina de la vela que espanta vuestra sombra. Sin esqueleto que la sostenga, distingo la armadura descuidada en el rincón de esta capilla que, por morada, habéis elegido para acabar de castigar vuestros huesos -pues es la cama dura como yunque y las chinches llegarán a ellos si no os esforzáis más en recubrirlos. Os atusáis el cabello lacio que os nace algo más allá del lugar de su nacencia y, ya que el balde os vino helado, quedó nuevamente la grasa del yelmo a vuestras greñas pegada. Escribís con la siniestra pero giráis el duro pergamino con la diestra con la que soléis sostener vuestra espada y, si veis insecto que trepana el manjar, alargáis vuestra mano de espectro hasta mandarlo a los infiernos con un golpe de palmeta. Lacias caen vuestras piernas sobre este taburete que apenas sostiene vuestra estampa larguirucha y que, a la postre, es el culpable, de la desdichada curva que dibuja vuestra espalda.

La noche se os echó encima entre los molinos como bruja desdentada y, viendo el pavor de Sancho cuando el viento ulula bajo, buscasteis techo que os cubriera –pues no se es buen gentilhombre si no se cuida de escudero, por mucho que éste sea de talla corta. Se os ve pensativo don Alonso –inflamadas las venas de vuestras sienes- y, si me lo permitís, con esas calzonas parecéis figura de comedia más que razón de novela de caballerías. Arrumbada presumo vuestra alegría pues no hubo sino molinos en vuestros campos manchegos y, cada vez andáis más convencido de que los gigantes malhadados, quedaron para otras fábulas que no son las vuestras. Mas no me lamento en exceso, pues sé que no sois vos ser de envainar espada si ésta no ha sido antes bautizada con sangre de ogro o espuma de fantasma, así que de seguro seguiréis al alba, con rucio flaco y yelmo imaginario dando vuestro pellejo por encontrar enemigos que bramen y remediar entuertos a lanzazos.

Por lo triste de vuestros ojos adivino esta noche tras ellos, tras la luna y tras el cirio delgado que baila, la nostalgia de la del Toboso del dulce nombre, doncella toda ella hecha para vuestros labios y vuestra alma. Y si acogéis esta pose abollada es más por su recuerdo que por vuestro lamento de caballero errante. ¡Cuánto daríais ahora por abrir su corpiño almidonado! ¡Cuánto por tener cerca el hechizo de sus ojos y la porcelana de su sonrisa! ¡Cuánto porque os trucara su amor por vuestras batallas!

Yo también, amigo Alonso, quiero, como vos, hacer penitencia en la Sierra Morena, con un yelmo de Mambrino, una pica vieja, y un perro cazador –si acaso ahorraré por falta de pudientes un vasallo que me sirva- y será en esta Sierra que divisa mi mirada desde el norte de mi estancia   –también macilenta y penitente- desde donde busque el Dulce Nombre que a mi desdicha también ha llegado como noche que acuna, y que amo y sueño con dolor y sin descanso y, si como vos he de enarbolar espada por encontrarla, no será mi mano la que tiemble ni mi pecho el que no desafíe lanza, pues yo también estoy sólo a un paso de la locura mágica de los perseguidores de gigantes.    

INVENCIBLE



Me haré invencible. Desenterraré la pluma con la que otrora construía poemas en mis playas de azúcar. Viajaré a la noche y, en el camino –a modo de figuras- sembraré de palabras las enaguas de lo lóbrego. Revestiré parques con árboles inventados y convocaré legiones de mariposas metálicas. Batallaré en justas por besos de doncellas y, en sus pañuelos de encaje, dejaré la mácula de mi pendón y de mi sangre. Arrastraré barcos hasta los mares procelosos y allí, enarboladas las velas, me batiré en la cubierta con los tritones gigantes de mis ensueños. Sonreiré cuando deba y, cuando deba, dejaré que las lágrimas tomen los regueros designados. Seré humilde -pues es ésa gran valentía- y, en mi sencillez derrotaré la mirada de los serviles.

Porque si no vuelvo a mis playas de azúcar no seré capaz de acabar nunca tu poema. Porque si no me acerco a la noche, seguirá yermo el camino que lleva hasta tu vigilia. Porque si no invento parques quedarán demasiados otoños por deshacer. Porque si no me bato en justas no tendré jamás las cuitas de tus aliento. Porque si no sonrío no veré plena tu risa y, si no soy humilde, me olvidaré de quien no era antes de ser en ti.

Seré invencible niña con la rezagada razón, con la justificada esperanza, con el ardoroso intento, de que me venzas cada noche entre la saliva y sangre de tus labios desgarrados.

EL LINCHAMIENTO DE PROBO



Se llamaba Probo y se quitó la vida con cincuenta y un años, dos meses y veinticuatro días. Pocas cosas fueron interesantes en su vida. Pocas en su muerte. Si acaso que eligió el ahorcamiento como el acto definitivo de su existencia. Siempre me pareció éste un suicidio de pobre. Los ricos se atiborran de pastillas y güisqui de marca y los suicidas más bizarros saltan al vacío en una última pose heroica. Pero Probo se ahorcó. Quedó su cuerpo colgado como un péndulo de trapo. Tenía Probo una alopecia heredada, dos hijas ya mocitas, una mujer que lo quería, un bar donde tomar un medio templado y un puñado de amigos de los de toda la vida. Fue siempre buen compañero, buen padre y buen marido. No iba a misa pero creía en Dios y en la Virgen de su pueblo. Hacía ocho años que se había comprado su casita en las afueras. Nada suntuoso. Dos plantas y un huertecito trasero que escupía tomates y calabacines. Entregó al banco sus ahorros de toda la vida y aún así le quedó una hipoteca de ciertos quilates. Esto lo pagas tú con la gorra –le dijo aquel director de sucursal con olor a ambientador de anuncio y reloj de pulsera mayestático. Hace dos años cerró su empresa y Probo se quedó sin gorra. No perdió la sonrisa de día, pero se lo fueron comiendo –de dentro a afuera que es como duele- las sombras por la noche. Al inicio de su percance todos lo rodearon pero, como pasa con las miserias, acaban dejándote solo porque cada cual tiene su mijita… Y así penó Probo estos dos años y algunos días sueltos. Con los lunes echados al hombro y el despertador mudo. Y penó hasta que las manos se le quedaron vacías de no usarlas. Y penó hasta que llegaron las cartas del banco. Y hasta que el puchero fue quedando estrecho de carne. Y hasta que aquella noche no quiso más conversaciones con las sombras…   

        A la mañana. Una vez que su cuerpo volvió a tocar tierra y su María clamaba al cielo, el juez que levantó el cadáver dijo hay que hacer algo. El concejal del ayuntamiento que se presentó -porque era de recibo- dijo hay que hacer algo. El bancario del reloj mayestático dijo hay que hacer algo. Yo, que fui el primero en ver a Probo colgado del árbol de su huerto, los miré con sorna en las pupilas, y con voz de malquerencia les espeté con asco: No sé si habrá sogas para todos.

NO CALLES




No calles. No me castigues con tu silencio. No marches. No me castigues con tu distancia. No rías. No me castigues con tu indiferencia. Acaso si callas, no quedarán pétalos en la fuente y, si marchas se ajarán las horas en mi reloj de trapo y, si ríes volverán a mis ojos las sombras de los cuervos. Quédate y habla –serena y cálida como siempre fuiste- en este malecón de invierno que robamos al océano, en este anaquel de roble desde donde reposan todos los ensayos sobre la locura, en aquella primavera que prendí en tu ojal de adolescente. Porque hay tanto silencio en esta tarde que tengo miedo. Y afuera. Extramuros. Los peregrinos de la noche aguardan para robarme definitivamente el alma que fue tuya.

GOTA DE LLUVIA




La gota de lluvia quedó, tras el aguacero otoñal, prendida en la solapa de un platanero de sombra. Allí se estancó sin remedio su redondez primigenia. Su transparencia heredada. Su triste y vidriosa insignificancia. Nadie se quedó a esperarla. Vio marchar, desde su cautiverio, el enjambre acuoso de sus compañeras camino de los arroyos urbanos y los mares poderosos. Con su adiós ignorado, quedaban atrás sus sueños de ser gota de río abrupto o parte de reguero manso. Pero nadie la enseñó a trepar. Nadie la advirtió de los tropiezos del camino. Supo sí, desprenderse cuanto tocaron arrebato desde la altura finita de las nubes  pero ahora era, por el azar caprichoso, prisionera del agua que sostenía sus armazón invisible, atrapada en la piel destronada de la hoja caduca de ese viejo platanero.

Tal vez el viento en su bonhomía, antes de que el sol de otoño la consuma, le de el soplo que precisa. Tal vez su esfuerzo por hacer reguero entre los nervios viejos de la hojuela acabe por desprenderla pero, ¿cómo encontrar ahora  la turba de plata que arrasó el parque? ¿cómo conocer el camino que la haga partícula de la inmensidad con que soñaba? Te quedará pues, gota de lluvia, el destino de los insectos abandonados, de los pétalos consumidos, de las semillas fatigadas y las alas resecas… Te quedará la soledad desalmada de verte hecha aire cuando antes fuiste agua. Pero sólo entonces -antes del llanto- descubrirás la fortuna de que, siendo sólo aire, volverás nuevamente al cielo de donde nacen todas las lluvias de los parques.... 

SEÑORITA, USTED PERDONE



A usted señorita. A usted que pasa cada tarde mientras concreto mis pertrechos y me pierdo en un nuevo intento de alquimista insatisfecho. A usted a la que veo a vista de pájaro a aquel lado de la calle -cercana mi ara al balcón desnutrido de adjetivos. A usted que muestra coleta rubia, falda razonable y bolso en bandolera. A usted que no es guapa ni fea, ni alta ni baja, ni ancha ni estrecha, ni todo lo contrario... A usted que existe para ser sueño de cualquier vate zaherido y, en cuya boca y reflexión presagio, por ese orden, sonrisas y desalientos.

        Sepa que cualquier día de éstos en que me pille con el corazón desatinado y la luna ande rellenita de nácar, voy a bajar a preguntarle su nombre y a bañarme en sus ojos atlánticos y, si usted no lo remedia, voy a acabar con nuestro desconocimiento mutuo atrapando sus labios con mi mirada y su cintura con mi torpeza para que, a la postre y, si la alquimia de los versos no lo remedia, usted proteste por mi vesania y, tras su nueva marcha, yo siga esperando inútilmente su paso en mi aterido balcón como un colegial inacabado. 

AUSENCIA




No hay olores en esta tarde. No huele a lluvia. No huele a árboles. No huele a ti ni a tu rival. No huele aún a frío. Y mi mesa es un paisaje maltrecho de memorias. Una marisma de libros por abrir y por rozar. No me gustan las tardes sin olor porque todas acaban oliendo a miseria. Al perverso recuerdo de que la soledad es camarada de trinchera. Prefiero que las tardes huelan, aunque sea a lágrimas o a sábanas penitentes. Que traigan motines de olores entre el aire que se mueve. Lamentarme de perfumes. Tener que escapar del incienso o la canela. Dicen que esta ausencia traerá rosarios de lluvias. Yo los espero. Sin el chubasquero que me prestaste en la última desbandada de los emigrantes voladores. Ausente y viejo. Un poco más viejo sin olores. Un poco más ausente sin memoria.

LA LLUVIA Y TÚ




La lluvia y tú tenéis un algo de acostumbrado y benévolo. Un sosegado desfile de minúsculas esencias, de olores nobles y de soledades de madera. La lluvia y tú aparecéis como sólo lo hacen los seres que me inquietan –callados e inapelables. Ambos tenéis un sonido inconfundible, un despertar con sabor a yerba y una pincelada que conmueve. Cuando anochece, tenéis la virtud de camuflaros entre las sombras de mi infancia, y dejáis sólo los ecos para que mañana los repitan de memoria los humildes gorriones. Sois el silencio dentro de una manzana, la caricia en el envés de una hoja, el llanto en el interior de un desván. Sois enigmáticos y dóciles pero, en esa humildad, os alzáis inalcanzables como sólo lo hacen los seres que roban los anhelos.

Hoy llueve y me conmueve la visión de la tierra agrietada por los arroyos diminutos, como me conmueve tu estampa de mariposa de otoño. Niña de lluvia, ¡hasta en las gotas de agua te recuerdo!      

EL PRÓFUGO




Hay veces en que me siento como un prófugo de mi mismo. Como el desertor de una batalla donde jamás existieron contendientes. Escapo de mi piel y vuelo. Vuelo antes de ser plenamente consciente de mi ignorancia para conjugar cualquier verbo en su futuro. Hay muchas veces en que, en una maniobra imposible, trato de adelantarme a la vida. No hacerlo. Es la mejor manera de que la vida te adelante sin piedad. Sientes desfilar sobre tus huesos todo lo que ya iba a ocurrir sin tener la más pequeña opción de sancionarlo. Y quedas descompuesto. Un muñeco roto en manos de un muñeco ignorante. Travestido de ti mismo. Del que fuiste. Del que serás.

¿Pensar? Sí, pero con condiciones. Sin forzar la estructura de mi mente más allá de unos límites convenidos –yo nunca marqué las fronteras, no tengo manejo del artilugio con el que se separan los mundos. Te cuestionas cuándo y con quién hiciste el pacto de luchar contra las interrogantes. Y te marchas y vuelves. Y te preguntas por qué entonces marchaste. Para encontrar algo en el camino, dice el sabio. Pues no debo de haberlo escrutado bien, te respondes con cierto rubor. Y pruebas entonces, en el siguiente viaje, a dejar miguitas de pan en los terruños. Nada. Se las debieron de comer los pájaros. Y al menos yo, me canso de hacer las maletas. Será por eso que tengo toda la ropa esturreada sobre las colchas, como la memoria… Y llega entonces el instante. Ese instante tan vanidoso como pedante. Tan pretencioso y tan pobre. Tan lerdo en su origen. El instante de poner todo por escrito. Lo cual te lleva al doble trabajo de pensar y leer lo pensado. ¡Pobre! –dicen los pájaros que se comieron las miguitas.   

Y escuchas a lo lejos, a los pies de las trincheras embrujadas, como ríe el pasado con esa jactancia de futuro disfrazado. Porque quieras o no, volverás a la batalla de la que nunca quisiste ser el único contendiente.

VAN A DAR LAS NUEVE....




Van a dar las nueve de este sábado durmiente. En la calle –al menos en ésta- el diablo apenas se podría llevar un par de almas. Dicen que llega lluvia pero todo es oscuridad entre la cicatrices de la noche. Cierto es que no veo estrellas, luego el matriarcado de las nubes ha debido de hacerse ya déspota en los avernos más altos. Si llueve abriré un libro y así, cubierto de palabras, esperaré la fusta de la tormenta. Si no llueve, acaso iré a verte –sólo acaso- y así, si queda alguna estrella entre las brumas, la descubriré escondido entre tu cuerpo donde siempre huele a primavera…

EL ABUELO


No hay jazmines en Octubre, pero el abuelo sigue sentado en el parque –que él no cuenta el tiempo por equinoccios. Antes de que la tarde se marche, ya a la hora de las mocitas, aún tendrá el abuelo tiempo para rebuscar horizontes de marinero. Rezarán sus manos juntas -coronando el cayado viejo- las oraciones de su ceremonia impenetrable, mientras contempla las alpargatas que ya se gastaron con el verano.

Tiene el abuelo la frente de pergamino y los ojos llenos de memorias. Y una mirada inadvertida –como de ausencia antigua- que bautiza el paso de los peregrinos. Es el abuelo del otoño. El invisible espectro de cada ciudad y de cada parque. De cada banco de madera que se comba con el peso de las mariposas invisibles.

Tuvo el abuelo el verano para aventarse entre las sombras de los limoneros, entre el verdor y el agua de los naranjos y  la seriedad del olmo desvaído. Para el abuelo, el otoño, es despedirse otro poco… Verá cada día amarillearse las hojas del platanero, hasta que, crujientes de venas pardas, caigan al albero donde el banco mal nutre sus raíces. Verá el paso del aire hasta que éste se haga frío –como de miguitas de hielo- y verá marchar definitivamente los gorriones que le demandaron escasez en primavera.

En esta escena de otoño recién parido –donde el abuelo se mece sin mecerse- colgaremos un reloj que se ablanda y un cielo que aún no sabe mezclar los colores. Un lector de historias en una esquina y dos hoyuelos en la risa de una infanta. Y ahí se hará gigante el abuelo. Ceniciento y mágico. Vigilante en su sueño de cejas blancas. Cubierto con el manto de soledad que le prestaron anteayer las cortezas desconchadas de los árboles.


DÉJÀ VU



Exagera la tarde su arrojo caluroso. Poderosa y paciente. Los pájaros, que ya andaban listos para el viaje, canturrean su indecisión despistados entre las hojas aún intactas. Hay verano en la calle. Hay helados y chiquillos de pantalón corto. Risas de colegio recortado. Hay abanicos y abuelas que lamentan el sofoco. Es el soplo último de la Córdoba auténtica -ribereña fantasía con dos primaveras que desatienden a solsticios y  equinoccios. Esta Córdoba se aferra a la calor y a los veladores plateados. A las tertulias cachazudas en las puertas de una casa cuajada de geranios. En un árbol de corteza caliente algún caracol se ha quedado despistado y no se vestirá jamás de palomilla. El otoño espera entre bastidores. Como un actor de tercera. Sabe que otro año le toca posponer su entrada de estación sin patria.  Me dicen que el río viene alto, como la luna, y mientras, como si todo se estuviese repitiendo, yo sigo trovando a un otoño que descamisa mis alegatos.




NIÑA DEL NORTE



Te recuerdo ayer. Mientras dibujaba océanos en tu espalda avariciosa. Sembrando tu vientre de trigales y alimentando tus resquicios con mi audacia. ¡Cómo yo velaba tu sueño irresistible! ¡Cómo tú inflamabas de sonrisas mis cuadernos!

Era blanca, siempre, la luz del día. Como una mariposa blanca. Eran granas los atardeceres y se agigantaba la luna en un mar de luminarias. No había instantes si tú no estabas. Y cuando estabas, se olvidaban los reflejos en los cajones -escondidos los paisajes de tu mirada-.

Sembramos de humerales caminos infinitos, y de pétalos y lluvia el rincón de las batallas. Construimos ábacos gigantes para arquear sumas incontables: tus besos y mis besos -crisol de miel dorada… 

Marchaste de puntillas. Como se marcha el vaho de los cristales. Y en mis pensamientos -impropios por designio- sigue asomando impropiamente tu distancia. 

He de tomar impulso -me digo-. Pero a lo más que alcanzo es a la luna oscura, que dejaste temblando, en mi memoria…


AÚN NO ES OTOÑO...



Emerge con luz este otoño. Un otoño que, de nuevo, como entonces, hereda los haces milenarios del verano aún combatiente. Es un otoño interrogante, como todos los otoños que se fueron. Como los otoños que quedan por llegar. Aún no hay una hoja caída –si acaso la de un libro olvidado. Aún no hay viento de ése que abre las heridas de las flores, ni silencios de campanarios viejos, ni pueblos deshechos de olores a canela. Aún es, simplemente, un otoño urbano. Mi abuelo -gorrilla escasa y mondadientes en los labios- hubiese dicho que ya los otoños no son como los de antes

Esta tarde, cuando la luz limpia de un sol invicto me ayudaba a releer tu carta, antes, mucho antes, de que la última hoja bailara sobre si misma y mi pensamiento recreara tu figura de niña del norte, yo también he sentenciado que ya amarte tampoco es como antes…

TARDE DE LIBROS



Hay tardes en que me pongo a manejarme entre mis libros. En que me dedico a esa otra labranza en que se desbroza polvo y se siembran –acá y allá- palabras que germinarán de nuevo sobre los anaqueles a los que se le encomienda su reposo. Suelen ser tardes plomizas –como la que se dibuja hoy-, quebrado el cielo y mi espectro, cerrados los sueños por descanso de los delirados y abierto el regueruelo siempre desmayado de la melancolía.

Son mis libros un ejército de ideas, un imperio de pensamientos, un coloso desmembrado en páginas y lomos, en cubiertas y cueros, en celulosas y prólogos. Me gusta su olor a tierra de tinta, a lodo de párrafos, a agua mansa y estancada que quedó encerrada en tantos finales interrogantes. Mientras los cambio caprichosamente de lugar, los voy girando y concretando y aspirando su vaho de durmientes y celebrando sus colores y apreciando su tamaño. De tal forma que me tomo la particular tarea de descolocarlos de criterios y uniformidades, de manosearlos, de hurgarlos y revolverlos, de palparlos y estrecharlos, disfrutando del crujir de sus cortezas siempre convocadoras.

Esta tarde -ya construido el arco iris de tintas y llenas mis manos de palabras- los distingo sereno mientras invierto sus sombras lineales y, es entonces, terminado mi quehacer, cuando no puedo por menos que sonreír ante el espectáculo magnificente de su existencia primigenia.

ÁRBOLES SIN SUEÑOS



¡Ay árboles que arrebatáis el espacio de mi parque! Árboles grandes como selvas y pequeños como pezones. Árboles altos y bajos, impenetrables y obvios, insuficientes y lujuriantes. Sois el crisol de sombras que cobija las letras en las que me vacío, el tamiz invertido que eleva mis fantasías. Sois la portada de un cuento de madera que me queda por escribir y las alas verdes de una mariposa que me queda por amar. Sois el aliento de hierba de la voz que me llama y me discute.

Os alimento cada tarde como se alimenta a las palomas -hierática mi estampa sobre la forja del banco que os sostiene. Os muestro lo que escribo y lo que callo, lo que pienso y lo que olvido. Sois la estampa inmóvil de mis batallas. Las exclamaciones de mis derrotas. Siempre vosotros. Necesarios e invisibles. Faltos de hileras que os rectifiquen. Nacidos allí y acá. Sorprendiendo a la tierra infecunda y urbana de este lugar que cada tarde me socorre. Sois como yo. Hartos de palabras. Armados de silencios. Impenetrables al aire que adoráis y que os lamenta con la luna. Sois así. Tejedores recios de esos sueños que sólo entienden aquéllos que nacieron con el alma de madera.   

CONJUGANDO EL VERBO AMAR




Decía el gran Nicanor Parra, poeta, matemático, físico y chileno -póngalo usted en el orden que más le agrade que yo lo constituí sin pensarlo- que el mañana es ese día que no llega nunca, ya que en el momento que lo hace se convierte en presente y, por mor de la instantaneidad más inexplicable, lo hace también en pasado. Yo, sin embargo, sólo añoro el mañana. Será porque es lo único que nunca tuve. Tengo el presente y se me va como hoja que lleva el diablo y tuve, sí ¡ay tuve! el pasado y me quedó clavado, porito a porito, en mi piel en un perfecto trabajo de ingeniería perversa. Nunca he amado en presente porque, al darlos, ya volaron mis besos a otros labios. Nunca he amado en pasado porque, a fuerza de desmemoriado, me he vuelto un redomado sinvergüenza que cree que amar no es verbo que sea posible conjugar en pretérito –ni perfecto ni imperfecto. Así pues me queda amar en futuro. Cosa ésta a la que se le antoja la más pueril y lógica de las cuestiones: ¿A quién?

Será por eso que amo tus andares niña cuando los pierdes delante de los míos. Y que atrapo tu mirada cuando la cruzas en ese instante en que soy yo también el que mira. Será por eso que sólo te acaricio en sueños cuando, la duermevela te hace tan mía, que me olvido de que existo. Será por este galimatías metafísico que ayer te vi y te amé y hoy apenas recuerdo el color ¿grisáceo? de tus ojos. Más por ello nunca te me pierdas, niña, porque algún día aspiro a amarte en pasado, presente y futuro. En todas las conjugaciones verbales que acepte tan exquisito verbo. Tan imprescindible proceder. Porque amarte. Amarte como lo hago eso sí que es un gran problema metafísico.

P.D. Un beso de mañana porque, el de ahora, ya lo revoloteó el viento.

SÓLO A VECES



Ocurre a veces que la vida cierra la persiana y uno no sabe hacia dónde marchar, porque aún es temprano para amontonarse sobre si mismo. Ocurre a veces que anochece a destiempo, cuando aún al sol le quedaba arrojo y la luna andaba párvula para mayores responsabilidades. Ocurre a veces que el silencio encaja los dientes y, al hacerlo, no quedan notas con las que componer un pequeño trozo de melodía. Ocurre entonces que todo es tan oscuro que hasta la oscuridad se queja. Y se va el vendedor de globos. Y se marcha el heladero con los barquillos de galleta. Y cierran el parque que nunca jamás cerraron, porque marcharon todos los niños del mundo… Y es cuando la vida se nos parece… ¡Y es cuando no queremos parecernos a la vida! Que esta parte del cuento la conozco y no quiero que otra vez nadie me la cuente…  

NO QUIERO ECHARTE DE MENOS



Pero es que no te echo de menos... Porque tú te has quedado aquí. Como haces siempre. Hasta la próxima vez que vengas para marcharte… Pintada tu risa por estas paredes a las que has malcriado durante quince lunas redondas y blancas. Esparcido tu divino desorden por los pasillos menores que conducen a tu ara. Golpeado el raso gris con tu enfado pasajero de abriles inconscientes. Hecha y deshecha tu maleta en un número de magia que sólo tú conoces.

Se ha quedado todo lo tuyo que te hace ser mía. Tu olor a recortables y maquillaje – ¡ay tu edad a medio camino! Tu tazón del desayuno y el azúcar de tus postres. Tus besos, alevosos y ágiles, mitad amor mitad sonrojo. Tu despertad de ave pequeña y tu sueño de pájaro dorado. Tus buenos días apresurados y tu bostezo contagioso… Toda la casa aún eres tú –y más siendo escasa como es esta morada. Como si me hubiese aprestado a cerrar las ventanas antes de que marcharas por entero.

Por eso te tengo aquí. En este reflejo que no desaparece. Junto a mis cuitas y a mis justas. Siempre tú. La más voraz de mis compañeras. Siempre presente en este manantial del que brota cada día cada cielo y que sigue manando azules desde mi herida soslayada e intensa.

BUENOS DÍAS, "DÍA"...



Buenos días, Día. Veo que te has desperezado con el titubeante cantar de los pájaros errantes, ese canto que flagela el aire caliente de las ciudades monocordes. Hoy te veo sereno y alto. Con un cielo que amenaza con reventar el azul a fuerza de redoblarlo. No hay añil más primitivo que el que muestra tu pechera interminable. Aunque no las veo Día, intuyo que en las costas habrá olas indecisas y, en las montañas que se coronan con la albura de lo níveo, crujirá el frío que aún atesora el aliento de Gaia. Aquí, en mi calle, en mi espacio limitado por querencia y por destino, entras a jirones, despertando los mínimos ruidos de los ciudadanos uniformados con sonrisa de domingo, entre los ladrillos viejos de los edificios que no dibujará nunca nadie. Aquí no eres el Día grandioso que batallas con las selvas y los desiertos, aquí quedas pequeño, como yo, como mi canto humilde a tu nacer inaplazable. Seguimos siendo compañeros. Compañeros de este mismo destino escaso construido por las manos de algún relojero tullido que olvidó las horas en otro lugar del Universo.

LOS CAMINOS OLVIDADOS




¡Ay de vosotros caminos ásperos que desgastasteis mis cueros y mi alma!  Caminos viejos de árboles recios y tropas de escarabajos. De arboledas alambicadas y embaucadores manantiales. -¡Qué escasa agua para tanta sed!- Os he recorrido siendo compañero de la luz del septentrión y de las  horas oscura que el sur entrega a las brujas. Vientos ominosos han destrozado mi embozo y mis sayas. Jergones desabridos han deshecho mi espalda y alocado mi sueño. Semillas que, por azar, llegaron a mis bolsillos sembraron de hambre la mirada de los grajos. Veredas de Dante y  Virgilio. Arroyos de Neruda. Guijarros de Lorca. Todos compañeros espectrales de mis pisadas y mis pensamientos: las bocas de los árboles, las gárgolas de las amanecidas, los sortilegios de los insectos…

Sois todos vosotros los caminos que ya no recorro porque, a fuerza de desaciertos, me perdí entré en la tierra nivelada de la cordura. Es la misma tierra donde habitan los duendes de los necios. Donde danzan los bufones de los crédulos. Las meretrices de los clérigos. Los horizontes de los ciegos. Es la meseta de los poetas ociosos y los trovadores destemplados.

Yo quiero volver a vosotros. Mis caminos de antaño. Quiero volver a envenenarme con las aguas de vuestros regueros. Amar otra vez bajo vuestras sombras. Besar bajo vuestra nieve. Volver a ser barro y lluvia. Estiércol y lodo. Polvo y piedras. Porque sois vosotros, caminos de mis injurias, los que me llevasteis al reino de la exquisita locura, acompañado de un libro, un recuerdo y un paisaje por pintar.

LA TRISTEZA POR LA TRISTEZA



Alguien dijo que había que tener cuidado con la tristeza, porque ésta se podía convertir en un vicio. También algún gurú de urbe soterrada me advirtió sobre los contagios de la misma. Y un chamán -roedor de alucinógenos- me conminó a evitar las lágrimas de las hembras pues, según decía, son más dañinas que el cantar maligno de las sirenas. En mi escaso tránsito por las almas grises he conocido a plañideras de lujo. Aquéllas cuyo salitre ocular bien podía costar más que todo Potosí –antes de que lo arrasáramos los iberos, claro. Tiene esta especie de mujer una estrategia definida y estudiada. Como una apertura de ajedrez. No se defienden –y eso que suelen jugar con negras. Atacan con su llanto mínimo e  incisivo. Te hacen ver a través del tamiz de su mirada acuosa y te ves desvalido y pálido. Demasiado débil para el contraataque. A lo más tiendes un pañuelo de papel reciclado y te quedas con cara de imbécil sin remedio, pensando qué leches has hecho para merecer ese ajeno desahogo. Suele pasar especialmente por las redes –éstas que llaman sociales porque la sociedad, como tal, hace tiempo que ya quedó extinguida y ahora existen estos reinos de taifas para que no nos demos mucha cuenta de lo que quedó extinto. Decía en esta reflexión -que me anda quedando ancha como la sotana de un novicio en ayuno- que, en estas redes –curiosa palabra siempre que la pienso- conoces a la interfecta y te coloca encima un problema de tamañas dimensiones que te sientes como Sísifo a media montaña –o subes o te despeñas, sin más opciones. Has de decir, llegado el momento, no señora o señorita, no me traslade usted al paraíso de sus lágrimas ni al averno de su desgracia, que yo ya gasté las mías y, por conocer infiernos, tengo los pies brunos de su roce contra el fuego. Déme usted una sonrisa amplia como el universo conocido, trasládeme a cualquier cuento de hadas, sírvame una tapita de luna joven o una caracola con un mar infantil prisionero que yo, en equidad obligada y complacida, pondré a sus pies –sin apenas reparar en el brillo de sus ojos- todo aquello que atesora el cofre de mi pobreza.

COMO SI NO HUBIESE PASADO NADA....



Sin reproches. ¿Vale? Como si hubiésemos inventado los árboles. Como si nunca nuestras bocas se hubiesen remendado en la mudez de un beso. Como si la piel de tus manos nunca hubiera dormido sobre la mía. Como si los unicornios de aquellos sueños nunca hubiesen existido. Sé que me lo dijiste: No lo hagas más… Lo dijiste con tu voz distraída, la misma que dibujaba haces de luces cuando reparabas un te quiero. Sí, sigo con mi sordera para escuchar aquello que no quiero. Ya me conoces. Sigo con mi locura para inventar historias que sólo dejan grabado un nombre en mis cuadernillos de batalla. ¿Cuál era el tuyo? Sí, claro, lo recuerdo y te recuerdo… Ya te lo he dicho… Como si hubiésemos inventado los árboles… Porque a ellos si sigo viéndolos cada tarde y sé que los árboles tienen memoria.

Hoy sí quiero fechar esta epístola, en Córdoba a siete de julio del dos mil doce. (¡Cosas mías!)

MI CUMPLEAÑOS ¿Y?



Hoy atesoro un día más. Dicho así no tendría mucha importancia o, a lo más, sonaría a frase hecha de algún tratado barato de autoayuda. Pero este día, justo este día, cuando el reloj que hace forma en mi pared marcaba las 00:00 –hora que siempre me evoca a un tren discretamente detenido- pasé de año como lo hace cualquier calendario en su rutina.

Si fuese filósofo –o sea, tuviese el entretenimiento de preguntarme lo que todos se preguntan pero con egregias interrogantes- podría dejar caer letras y letras sobre este pliego digital acerca del inexorable paso del tiempo. Si fuese escritor –esto es, escribiese aquello que a muchos se les ocurrió pero que sólo uno plasmó con adelanto y cierta decencia sobre lienzos pequeñitos y encuadernados-probablemente contaría una historia sobre una manecilla horaria que se resistía a crecer. Si fuese matemático podría entretener el día en contar cada partícula de tiempo que he ido malgastando por ese camino por el que gasté mis botas de montañero de llanura. Si fuese un amante versado –o sea tuviese esa capacidad de ser amado sin importarme el amar lo más mínimo- hallaría la forma de que el día me prestara las cuitas acertadas hechas por manos de núbil doncella. Si estuviese loco –estadio para el que aún me falta alguna mínima incoherencia- pensaría, digo yo que tal vez pensaría, que el tiempo anda hacia atrás y que hoy han desaparecido algunos achaques de mi cuerpo. Al no ser filósofo, ni escritor, ni matemático, ni amante versado y, no habiendo aún llegado a la nación de la locura –porque allí no llega quien quiere, sino sólo quien puede- sólo me queda agradecer con sonrisa de pájaro bobo las congratulaciones más o menos sinceras de los otros y mirar, con cierto recelo, ese documento donde afirman taxativamente que yo, junto a muchos otros, nací, para bien o para mal, en un día caluroso y apenado como hoy.

DESPIADADO DESTINO




Había intentado suicidarse hasta en seis ocasiones desde que ella lo abandonó dejándole apenas el resto de su perfume y el recuerdo de sus ojos almendrados... Había  saltado al vacío desde una altura impresionante. Se alimentó de medicamentos en ingentes cantidades. Arrastró sus venas por un tapiz de cristales rotos. Mantuvo su cuello enlazado en un alambre mientras su cuerpo se agitaba en el espacio. Se arrojó al río más caudaloso de la ciudad. Soportó a ciegas el paso de un expreso entre las alineadas vías del tren. Nada que hacer. ¡Ay! ¡Cómo maldecía el amor y cómo haber nacido gato!




(FUE GANADOR DEL CONCURSO DE “MICRORELATOS” DE LA PÁGINA WEB “QUELIBROLEO.COM” EN EL MES DE MAYO DE 2009)

SIN PENA...

Convoco esta noche ante el Alto Tribunal de los hombres que aún creen en los sueños. La convoco con sus estrellas mínimas y su altura bruna y desafiante. Quiero que responda por el ominoso desprecio a las pretensiones escasas de las almas sencillas. Que responda por su silencio caprichoso y vacuo. Quiero que el verbo del Juez la violente como ella arremete contra las palabras que se secan en las gargantas. Quiero que el Fiscal la conmine a que rescate la sal de todas las  lágrimas que pierden su destino. Si hay quien se sienta héroe bajo este trozo de universo que avizoran mis iris blanquecinos, que no se reconozca en esta historia que le han escrito, que me acompañe al banquillo de los acusadores: compartiremos cadenas contra el silencio que destilan las sombras infinitas.

EL TIEMPO ROE

Trasteo los minutos de la tarde como quien inquieta las teclas de un piano. Se adivina el verano. Denso y turbador. Como un dolor de encías en la boca de un anciano. El boceto del horizonte es intenso y ciego. Como un óleo pintado por un borracho. Los ruidos se encadenan y se mezclan como basura en los oídos recios que los atrapan. Hay miríadas de hormigas que trepan por el mismo árbol entonando el mismo silencio. La misma liturgia. El mismo camino. Somos devoradores del tiempo. De un tiempo que se deja morder porque conoce perfectamente el veneno de su jugo.

ADAGIO NOCTURNO PARA ESTROFA


El lento adormecer de la noche es la ancianidad del día. La hora exacta en que los pájaros desamparados anidan en el lecho de madera. El instante preciso en que el viento recela del viento y la oscuridad maltrata la línea de la minúscula existencia. La noche quieta, como la mar invertida, como el negro infinito de tu mirada.

Buenas noches y Feliz destino

Algo pequeñito...

 
 
Esta mañana, en que temprano dijo "aquí estoy" la amanecida, me he ido con mi libro sempiterno rellenito de palabras al parque que ilustra mi barrio... Sentado sobre la forja de un banco abatido de esperas, mientras leía la historia que me entretiene, me he maravillado con la sencillez del verdor recién regado de sal de estrellas, con los árboles desperezados al día, con los abuelos -que escuchan el silencio- con sus alpargatas nuevas...

No está mal, esto de tener un libro, un parque y un paisaje, no esta mal esto de estar vivo...

Feliz sábado y Feliz destino

LA FÁMULA DEL AUTOBÚS




Es la Antonia una empleada de hogar con la que coincido cuando, ciertas mañanas, las piernas flaquean más de lo que acostumbran –que a ver qué anduvieron persiguiendo por la noche-  y recurro al autobús para que me lleve, con el mínimo desgaste óseo, desde extramuros hasta el lugar donde origino mis haberes.

Antonia es pequeña como una estrella sietemesina y lleva siempre la cara lavada, blanca y estirada como el alba de un cura –que pareciera que le cambiara la piel cada alborada. Debe rondar -sin pisarlos- los sesenta y, por el aspecto de sus manos de labriega urbana, uno diría que habilita friegasuelos y estropajos desde hace ya bastantes décadas.

Recorre Antonia el trayecto hasta la zona de Las Tendillas -donde se condensan los pisos solariegos de los más rancios señoritos que aún trastean por Córdoba- y, una vez llegado a alguno de ellos -de cancela y portería humana- enfunda toda su figura en su ropaje de criada –que atrás dejamos ya los eufemismos- y se pone a quitar la costra que la señora no quita porque ser hija de quien es y viuda de difunto con galones.

La Antonia nunca se ha dirigido a mí en el transporte que nos acarrea hasta el centro urbano de Córdoba, porque yo suelo llevar maletín y tengo aspecto, bien de vendedor de seguros de decesos, bien de despachante de alguna oficina con linaje. Por ello y, desde la distancia que ella marca, yo siempre observo a Antonia como un ejemplar de la Córdoba descolorida, de la ciudad que siendo cuna de tantas culturas, sólo dejó, como siempre deja la historia, ricos que defecan y pobres que se esfuerzan en limpiar lo defecado –sírvase esta imagen, y así aviso a quien esto lee, en el más amplio sentido de la metáfora y no sólo en el de el colectivo de la Antonia, pues que alce la mano quien no se encuentre a uno u otro lado del escatológico ejemplo.

Hoy la Antonia iba contenta porque le han puesto una pótesis en su rodilla, que andaba machucha la pobre y, como se ha sentado al lado de otra empleada de casa ajena, quien le ha señalado su origen ecuatoriano, ha tenido un trayecto muy entretenido. ¡Qué lejos está usted de su casa!   –se ha convalecido de la emigrante- y ésta que, por sentirse emigrante y tener cara de pobre, tenía la necesidad de presumir de algo, le ha dicho que es que su casa está en el centro del mundo. Pues vaya calor que debe de hacer –ha sentenciado la Antonia mientras se abanicaba, en una mueca forzada, con la mano. Y la criada ecuatoriana ha inclinado la cabeza ya que, ni un sí ni un no, hubiesen aclarado nada. Luego Antonia se ha congratulado de lo bien que habla su compañera de destino el español -que digo yo que, que bien habla usted pa ser de fuera, ha dicho- para seguir despachándose a gusto con lo de su pótesis metálica y ha señalado pomposamente la bonhomía de la señora para la que sirve que, mire usted me ha dicho: Usted Antonia ahora se agacha lo justo, que lo que no pueda hacer esta semana lo hace la que viene echando un par de horillas más. Que la salud, como decía mi santo esposo, es un bien que nos da el Señor para cuidarla y no para jugar con ella. Que aún le quedan a usted muchos suelos que fregar…
Su feligresa de asiento, que la sigue escuchando sin perder ni coma –a pesar de la velocidad verbal de la Antonia- ha asentido nuevamente, con la convicción reforzada de que, tanto de el Ecuador para arriba como de el Ecuador para abajo, debe de haber el mismo número de malnacidos que, en eso, la población parece andar muy bien repartida.

       Cuando he dejado la parada que me pertenece por designio, Antonia habrá seguido hasta la siguiente con sus andanzas de fámula resignada, mientras yo, he emprendido el poco trecho que me quedaba hasta el Ministerio, sacando de mi maletín media sonrisa de funcionario de tercera y, pensando qué expedientes me tocaría hoy abrillantar de tantos que habrán empercudido los señoritos de los despachos de arriba.


LAS SÁBANAS CURIOSAS



Tengo mi balcón –sí, ése que es de segunda, como mi piso y mi corazón- mostrando al vecindario curioso las sábanas que han servido, durante algo más de una semana, de lienzo a mis sueños y a mi alma. Hoy tardarán más en secarse. Llueve en la calle donde aboca mi estancia. Y la humedad es mala aliada para que los últimos vestigios del agua hiervan hacia la ausencia definitiva. En mi balcón han muerto dos plantas desde el invierno. El descuido hizo con ellas lo mismo que tú hiciste conmigo. Eran dos plantas prosaicas, de ésas que tratan de avivar los espacios de los solitarios. Es curioso a cuántos solitarios conozco provistos de dos plantas y un gato. Yo ya no tengo las dos plantas –ahora me conformo con una caña de bambú que se resiste a la muerte retorcida en su propio eje- y nunca he tenido un gato, porque una vez me dijeron que los gatos comen pelos y, no me pareció higiénico compartir mi casa con una especie que se alimenta de cabellos y pescado –odio el pescado y su olor a mar difunto.

Mientras escribo, cercano al balcón, mi mirada se estrella frontalmente contra las sábanas que dieron origen a esta misiva sin destino. Parecen nubes sin alma. Sudarios sin difuntos que les den volumen. Propietarias de sueños fantasmales que alguna vez embozaron mis desvaríos y duermevelas. Mínimas poseedoras de las pieles que ampararon -pieles níveas como la de ella a la que nunca olvido a pesar de su daño…

Mañana, porque ya hoy definitivamente la humedad lo ha evitado, las destenderé de sus alambres y, con la impericia que da la soledad para ciertos menesteres, serán mal dobladas y guardadas en el armario que ocupa con holgura cierta pared de mi dormitorio. Serán colocadas sin esmero en el mismo cajón donde abandono, por costumbre, los envoltorios de los jabones que uso -en mi pobre ilusión de que tomarán algo de su perfume mudo. Quedarán entonces allí. Quietas y allanadas. Listas para nuevas batallas o para simples vasallajes. Siguiendo su insalvable destino de fieles armaduras de mi colchón de látex y miseria…

EL PASEO DE MI CORAZÓN



Hoy he sacado el corazón a pasear. Le he puesto un trajecito de color discreto y unos zapatos con las medias suelas nuevas. También lo he peinado con cierta compostura y, por si acaso, le he aplacado sus rizos genéticos con algo de espuma de desmemoria. Cuando sale a pasear, mi corazón late antes de cruzar el umbral que lo fronteriza, como un perrillo inquieto antes del alivio rutinario.

A eso de las once, se codeaba todo él con los otros corazones paseantes por la misma gravilla. A pesar del tiempo que no se nos veía juntos, no hemos sido asaeteados por excesivas miradas indiscretas, cosa que ambos hemos agradecido, por eso de no estar el ánimo para muchas –ni pocas- explicaciones.

Junto a la naciente flor de la esquina de la muralla milenaria que deja a mi barrio en extramuros, le he sentido hurgar en el polen hasta en tres ocasiones –que, a mi contra, no debe, el reproductor elemento, ser ocasión de trastorno para él. Señalado el lugar sin el orín indiscreto –que atrás quedó ya el símil con el perrillo impaciente- hemos paseado luego  hasta más allá de la iglesia que dedican a San Lorenzo y   -como parecía tener hoy más necesidad de olisquear que de costumbre- ha tomado algo de incienso que sobresalía por la rendija que estrujan las puertas del templo, el mismo incienso que se llevaban, en sus alas batientes, dos mariposas de un amarillo chillón desagradable que bailaban con la inútil gracilidad con que lo hacen semejantes lepidópteros.

Iba mi corazón hoy advertido de que no es buen tiempo para romances ni romanzas, pero él –siempre cantor ciego- se ha estremecido en un par de ocasiones con la mirada sultana de algunas chiquillas de las que anuncian primaveras. Señalada entonces mi mano en el pecho, ha cesado su latir inquieto, hasta volver a quedar éste en la sístole prudente y en la diástole atinada.

A eso de la una –cuando el mediodía apretaba su mejilla contra el suelo- andaba ya el trajecito que le impuse algo sudado y, las medias suelas –que no debieron de ser bien calzadas- advertían de un despegue casi inmediato. Tal eran las cosas, que creí que era hora del final del paseo -que luego llega el resfrío de este tiempo y las toses y los incómodos estornudos.

Llegados a casa con la barra de pan tibio bajo el brazo y, tomado nuevamente su lugar oportuno, lo he visto algo menos deslucido que estos días pasados, pero aún se advierten las ojeras y cierta palidez en su laberinto de cavidades. Mañana, a lo mejor, si la brisa deja la veleta detenida, volvemos a dar otro paseo –por eso de que se acostumbre a la soledad de la primavera.  Y, a lo mejor, mañana, llegamos más allá de extramuros, donde dicen que también se encuentran otros corazones a los que tampoco asusta el polen de las flores principiantes.

EL ANDÉN DE LA PRIMAVERA


A veces parte sin mí el tren donde persistentemente viajo y, en su partida, lo contemplo alejarse -humedecidos los ojos y quieta la maleta. Será inútil todo esfuerzo por alcanzarlo. El reloj de la estación se adelantó sin previo aviso y, ahora sólo queda la mirada lacerante al horizonte que perturba.

Quedo entonces –asumida ya la pérdida a la que llegué más por destino que por tardanza- arrellanado en este banco que me hicieron a propósito de madera, y me convierto en ebanista transeúnte, en servidor de la gubia que medra aún más sus listones arrugados. Aquí, entre sus carcomas devoradoras, me estrujo con la brisa inacabada y, a modo de sábana macilenta, me embozo con recuerdos de otros tiempos, con la ignorancia de si aún quedará alguien bosquejando versos en las paredes. 

Huele este andén siniestro a gasóleo e hierro viejo machacado, a soledad en blanco y negro, a posos de café y bolsitas de té mohosas.  Es este lugar –en el que quedo- la contrautopía de los paisajes, el laberinto de las llanuras vejatorias, el andrajo de un cielo estallado en las aristas de sus constelaciones.

Sobre la arena seca que alimenta mis suelas malgastadas     –otrora aserrín de risas- escupo la saliva que derrocha mi garganta, formando las únicas estrellas  que permite el tapiz malencarado. A mi siniestra, algo que pudo ser una botella,  recuerda el presente de la resaca y acoge en su boca dos moscas machaconas y ciegas. El petróleo de las uvas me llena el estómago y la cabeza, y ocupa el lugar de la sangre y la sesera. No sé llorar y no lloro. Tan sólo mantengo la amargura en la marmita imaginaria de mi tráquea.  

No hay más viajeros atrasados en esta estación de fantasmas y desmemorias. Solo quedo y solo destrozo las palabras que ayer compuse. A cantar me paro si la tarde queda rota y, las alas batientes de algún insecto, me recuerdan la mudez de lo entonado. No recuerdo la música que me enseñaste. Ni las palabras que tras de ayer me emocionaron. El banco de madera sigue figurando firme. Imperturbable. Como el acomodo infernal de cada ominoso pensamiento. Por eso me fue hecho a propósito. Para evitar un rendimiento protector. Para alargar la tortura del tiempo que, imperturbable, pasa y pasa volviendo a hacer llagas que saben, una vez más, a primavera.  

EL CAZADOR DE HADAS


Hace unos días conocí a un Cazador de hadas. No, no juzguéis aún mi relato, yo tampoco sabía de la existencia de semejante ocupación. También os advierto –para futuros encuentros- de que todo Cazador de hadas lleva un extraño instrumento al que llaman –él me lo dijo- cimbalom. No, yo tampoco sabía qué era un cimbalom. Él me lo explicó. Es un quimérico instrumento musical que sirve para cazar hadas –me dijo, llegada la ocasión, en un castellano desordenado por su acento.

El Cazador de hadas que os refiero era húngaro y se había sentado en un banco a afinar la puntería de su ingenio. Mi curiosidad –que es la misma que acabó con una de las vidas del gato- me hizo sentarme junto a él. Le miré con extrañeza y me devolvió la extrañeza y la mirada. Hola –le dije a modo de  saludo simplificado. Y él asintió -devolviendo la simple ceremonia. Mientras lo hacía, trasteaba con su extraño cachivache como si anduviese preparando la trampa para el uso requerido. ¿Cómo se llama? –curioseé mientras señalaba el insólito artefacto. Y ahí me lo dijo como os lo he dicho: Cimbalom. Como no le entendí a la primera -por su tonada húngara y, por no ser ésta palabra propia de mi vocabulario- lo hubo de repetir hasta en tres ocasiones. Entonces saqué mi cuaderno-de-anotar- palabras-que-no-están-en-mi-vocabulario y lo anoté con letra bien clarita  c-i-m-b-a-l-o-m –que si no luego mi propia escritura se vuelve rebelde y dice lo que ella quiere. Le sonreí tras anotarlo. Sirve para cazar hadas –me apuntó muy serio. Debió de ver mi cara demudada porque volvió a sonreír… ¿Para cazar hadas? –reincidí en preguntar esta vez con cierto tartamudeo. Sí, para cazar hadas –reiteró y siguió trasteando. ¿Pero hay hadas por aquí? –insistí mientras miraba a mi alrededor esperando ver alguna criatura fantástica. En todos los lugares hay hadas –afirmó mientras me miraba con cierto mohín de ofendido. Ya, ya, claro también aquí –asentí convencido mientras mis ojos no paraban de buscar a algún ser diminuto y etéreo siempre fiel a mi principio de que existen más cosas que aquéllas que creemos... Fue en aquel preciso instante –mientras mis pensamientos se estaban barajando- cuando comenzó a manipular el instrumento de abajo arriba y de arriba abajo, y una sucesión de cuerdas se rindieron al peso de dos mazos pequeños que las percutían con una habilidad prodigiosa, engendrando tal ejercicio una melodía increíblemente mágica. Un grupo de curiosos se arremolinaron junto al banco. He de confesar que les lancé una mirada opositora. ¡Eh que al Cazador de hadas lo conocí yo primero! -quise gritar. Pero callé por pudor y por prudencia. Y es que era mi deseo que, si empezaban a aparecer criaturas bellas, fuese yo el primero en contemplarlas. Pero cuando observé que el Cazador sólo me miraba a mí, mientras sonreía al ritmo de su música, quedé más tranquilo. De repente y, tras un arpegio de secreta belleza, amplió aún más su sonrisa y, mirándome a los ojos me susurró con orgullo: Acabo de cazar a una nereida… Miré a mi alrededor ¿Quién ha visto entrar a una nereida en este cachivache? –quise volver a gritar. Pero entonces, me di cuenta de que el Cazador sólo me había contado la verdad de su historia a mí y que, aquella turba de gente que continuaba aumentando a nuestro rededor, sólo iban a advertir la presencia de un músico con un extraño instrumento sonoro.

Así fue que pasamos toda la mañana atrapando hadas. Prendiendo sus almas –que era lo propio del interés del Cazador- entre el cordaje bien dispuesto. Según variaban los acordes de las melodías un extraño olor a bosques de nogales, a ríos y fresnos húmedos rodeaba nuestro banco. No sé cuántas hadas más cayeron en la trampa, él me lo señalaba cada vez que ocurría, ora con las cuerdas graves, ora con las más agudas, ora con su sonrisa de húngaro… Y yo sonreía, entendiendo todo y sin entender nada…

Llegado el mediodía -como llegada la hora esperada- paró de percutir de repente. Ya –concluyó de forma rotunda mientras echaba una estera negra y tupida sobre el instrumento. La luz del mediodía podría hacerles daño. Vamos a guardarlo todo –decretó con naturalidad mientras me proveyó de un cinturón de zíngaro. Quedé perplejo. ¿Era ése el final? ¿No me iba a mostrar a ningún ser de los cazados? Se puso en pie y me hizo ayudarle a enfundar su maquinaria en un maletín de ese color marrón que sólo tiene el cuero de los viajeros. Rodeamos éste con el cinturón que aún colgaba en mis manos y se echó al hombro el conjunto. Ya en pie –donde me percaté de su altura desmedida- me tendió su mano encallada por el roce del cordaje. Se deshizo en una ligera reverencia y, sin dar lugar a ninguna interrogante se alejó por el horizonte urbano con su mágica trampa bajo el brazo.

Quedé en el banco hasta que mi mirada ya no alcanzó a verlo. Y quedó todo el día su estampa y su artilugio preñando mi imaginación de viajero a la locura. Cuando febrero se echó la noche al hombro y regresé a la casa que me da calor en estos días, descubrí que, el olor a humedales de otro mundo, invadía cada poro de mis tejidos, un olor que, desde entonces atesoro y que, me sigue recordando que, una mañana, acompañados por un instrumento que llaman cimbalom, un húngaro y yo estuvimos juntos cazando hadas –sin saber con certeza su destino- en un escabel urbano con una música hechicera como cebo.  

A DON ANTONIO MACHADO


Quizá fuese ayer cuando paseabas tu infancia por un patio de Sevilla. Quizá ayer cuando paseaste tu juventud por las tierras llanas de esa Castilla de paisaje recio y deslustrado. Porque para ti, maestro, los días no pasaban como días ni los años como años. Porque manejabas el don de estar y de no estar al mismo tiempo. Te fuiste en silencio. Como lo anunciaste. Ligero de equipaje. Falto de Leonor y, con el aliento último de tu madre, sobre tu nuca de poeta. Te fuiste un día como hoy. Lejos de tu tierra andaluza y de tu Soria venerada.

De tu prosa -tranquila como la tarde- bebieron las palomas del exilio. De tus ensoñaciones mansas nacieron poesías, puños y banderas. Pero jamás enarbolaste más armas que tu verso.

Compartiste rucio con el Quijote al marchar enfermo de la revolución ajena. Compartiste estoicismo con Sancho al no confundir los molinos con gigantes -demasiado libre tu corazón para pertenecer a ninguna patria repartida. Fuiste siempre pintor de ocres sosegados. Sin lugar en tu paleta para el rojo de tu sangre jacobina. Fuiste sombra de ti mismo. Y tú mismo fuiste la sombra que paseaba eterna por el campo que bordabas con tus pasos –caminante no hay camino…

Exhalaste tu último hálito allá. Junto a un Olmo seco y francés -el mismo que un día anotaste en tu cartera y, allá lejos quedó el milagro de tu cuerpo para la vida. Infinita tu mirada hacia el horizonte imaginario y cubierto de terruños. Resucitado de entre tu estampa. Cerca del mar. Republicano y viejo para siempre. Como los hijos de los poemas…

(Don Antonio Machado murió en Colliure un veintidós de febrero de  1.939)