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BATALLA DE BESOS


Reconozco mi mayúscula afición a besar. A culminar ese pequeño milagro de unir mis labios con aquellos otros que se me acercan. Me siento seguro en la boca que me da su aliento. A veces, ni convoco. Abordo como un pirata clandestino esperando la acogida de la asaltada.

Me reconozco voraz en mis besos. Probablemente una extensión más de mi canibalismo de amante. Me gusta besar sin miedo. Con el imprudente arcano de, si mi beso, dejará la huella indeleble del que ama desde sus infiernos.

No concibo los besos que no desgastan. Aquéllos que pasan como brisa sin levantar el carmín asfaltado. No. Deseo estragos.

Me gusta atravesar la trinchera por el lugar más infrecuente. Y que aquélla que me espera como enemiga acepte mi bandera blanca. Rendición antes de batalla. Suelo decir sin decirlo. Y entonces comienza la contienda. Dos lenguas rivales que se abrazan. La saliva como sangre necesaria. La pasión tocando arrebato de asalto. Un envolvente ataque de caricias para acabar con las murallas. Los cañones del alma tronando sin descanso. Enarbolados ya todos los lábaros. Estridentes los clarines. Silenciosas aún las más ocultas de las armas. Y un final deshecho de batalla. Dos heridos. Y una cicatriz, ahora sí, en la que caben susurrantes todas las palabras.

LOS GUANTES Y MIS DEDOS


Me he comprado unos guantes sin dedos. Sin dedos los guantes. Mis manos sí los tienen. Los he comprado en una tienda de a euro el cambalache. Andan ya rotos en el nacimiento de ambos pulgares. No debe de ser muy buena la calidad asiática. Me pongo los guantes para evitar el frío en el dorso de mis manos cuando escribo pero éstos, a la vez, tienen la virtud de dejar libres mis artilugios de cuentista. Son estos ingenios diez compañeros que manejan el teclado como si lo hicieran con un piano sin afino. Son diez instrumentos precisos que dios me quiso otorgar como extremidades diminutas. Son orugas que nunca serán crisálidas. Pero, al menos, conocen su destino. Andan siempre estos diez compañeros manchados de tinta en sus uñas y con la piel levantada e ingrata al final de la primera falange. Reconozco que son algo regordetes –como engordados a propósito para que no desfallezcan. No sé por qué tengo las manos algo rechonchas. A veces me parece que no son mías. Como si hubiese llegado tarde al reparto de manos cuando algún querubín –allá en el limbo- las andaba repartiendo. Y mis dedos, pues eso, le andan a la zaga. Eso sí. Remueven el teclado con brío. Como atletas bien entrenados. Como si se movieran al compás de alguna concordancia que yo ignoro. Y me sirven ¡Cómo me sirven! Me sirven para contar lo que cuento. Me imagino sin dedos y me pongo triste. Como un pintor sin pinceles. Por eso, no de muy tarde en tarde, me miro las manos. Para cerciorarme de su presencia. Para evitar que alguno se haya ido a vivir la vida por su cuenta. Y ahora, calzado con mis guantes sin dedos y, andando mis manos nodrizas calentitas, éstos esperan –como gorrioncillos en el nido- la miga de pan que les traiga alguna musa pasajera.

EL CIGARRERO DE LA HABANA



Se sostenía en el almanaque el verano de 1.995 cuando desembarqué en el aeropuerto de La Habana. Iba ligero de equipaje, como el maestro sevillano y, con más ideales que ropa –en La Habana la piel es la mejor camisa. Me montaron, recién dejado el artilugio de volar –al que tengo un respeto atávico- en un autobús pequeño –como hecho para enanitos de cuento- y acabé en una Terminal sórdida rodeado de militares jubilados de una revolución lejana en el tiempo y en las mentes. Otro autobús –más urbano y pesado- me dejó en el hotel que iba a ocupar. Era el Habana Libre, probablemente lo único libre, en aquel tiempo, de la isla. Me recibió en sus puertas grandilocuentes un portero vestido de militar de alta graduación. Me enseñó sus dientes blancos como el nácar y me tendió la mano esperando el peso agradecido. No llevaba pesos aún, así que la sonrisa se trocó en un mohín forzado. Entregué mi pasaporte en un mostrador lujoso, abrillantado con cera de esclavo y, una chica con sonrisa esplendente -todo amabilidad- se extrañó de mi pobre mochila y buscó –por el suelo encerado- alguna maleta que me diera el estatus de turista. No, no llevo más equipaje. Quiero llevarme más cosas de esta tierra que las que traigo -me dieron ganas de decirle en mi castellano de conquistador.  Pero pensé que era mejor callar. Guardarme mis palabras –que suelen ser escasas- para mejor momento. La chica era linda y quién sabía…

Me cambié la camiseta sudada en la habitación                      –presuntuosa como el despacho de un juez- y no perdí un momento para salir nuevamente a la calle. Esta vez me abrí yo la puerta pesadamente acristalada  -que el mayordomo vestido de general andaba estrellando su sonrisa contra los dólares gastados de una familia de alemanes.  ¡Vaya! Ahora que ya tengo su propina –pensé, porque la chica de la sonrisa bonita me había hecho el trueque oportuno.

 Caminé alejándome del hotel hacia el famoso Malecón -una línea de peñascos hechos a dentelladas de agua que enseñan el paseo a los navegantes. Había negros -¿cómo no va a ver negros en la Habana si lo había escuchado en una canción? Negros que me miraran raro. Tratando de entender si yo era un turista u otro desarraigado que le podría robar algún puesto en las fábricas clandestinas de habanos.  Yo sonreía al paso, pero una vez más me estrellaba con caras interrogantes. Cené en un restaurante de lujo donde, al entrar, un pianista con más años que destreza, comenzó a teclear un Viva España, que me hizo girar mi cuello buscando quién merecía tal honor. Era yo. Se notaba que eras español me dijo luego sentado en mi mesa acabando ambos dos gin tonic recios. No recuerdo que comí, pero sé que me sentó mal –pudo ser también el tercer gin tonic. Pagué en el establecimiento con mi Visa Oro rutilante y esta vez sí, dejé en el cartapacio de la cuenta un billete de diez pesos cubanos –luego supe que los cubanos no quieren pesos que es su moneda, que quieren dólares que no es su moneda. Ligeramente estropeado mi caminar por un elocuente revoltijo de mis jugos gástricos desasí el Malecón de vuelta al hotel. Tenía ganas de trastear con las cartas y el bolígrafo de la habitación.  Mañana haré al resto –me dije sin saber muy bien aún qué era el resto. Miré el reloj –un Casio que ahora están de moda pero que entonces era un arcaísmo puro. Las una y media de la madrugada. No quise hacer el cambio horario. España quedaba lejos. En el camino me abordaron dos jineteras –hasta el día siguiente no supe lo acertado de su calificativo. Les alcé las manos en señal de indefensión y reían como sólo las jineteras cubanas lo saben hacer. Una tercera me cogió el brazo y me acompañó hasta la puerta del hotel. Ahora tienes que darle un dólar al portero, mijo  -me dijo en un nativo solemne. Le dije que se había equivocado de negocio conmigo y, otra vez, recibí un mohín nada edulcorado –dos mohines en medio día me dije. Con el tiempo perdí la cuenta.

En recepción seguía la chica de la sonrisa bonita. Esta vez me fijé en sus ojos. Grandes y apasionados como bocas de volcanes. ¿Cuándo terminas? –le pregunté sin tartamudear. Ya –mi espetó con descaro mientras miraba nuevamente mi mochila y me hacía un reconocimiento ocular que no me hizo sentirme molesto. Otros tres gin tonic en la cafetería del hotel – ya medio apagada y con las sillas cabalgando sobre las mesas. Un cubano dormido nos oteaba desde la barra. Mi vientre había vuelto a funcionar más o menos bien pero, mis palabras, comenzaban a tropezar unas con otras…  Me contó algunas cosas al oído que no cuento. Y yo le conté otras que me callo. Creo que hicimos el amor. Probablemente más de una vez. Pero sólo recuerdo que cuando desperté –con el sol cubano lavándome las legañas- estaba desnudo y solo en una cama revuelta y castigada. 


Me duché en una estancia con ornamentos romanos. El buffet era amplio. Atiborrado de fruta caribeña. Mi estómago me recordó los excesos de la noche y sólo tomé un zumo de piña extrañamente dulzón –en Cuba casi todo es dulce. La mañana había añadido horas por su cuenta, así que tomé mi mochila y me enterré, sin más prosa, entre las callejas de La Habana Vieja. Las casas coloniales, desconchadas de pintura excesiva, me rodearon como fantasmas de otro tiempo. Chiquillos descamisados jugaban con mangueras de agua –me llegó alguna salpicadura a la que respondí con sonrisa agradecida. Esta vez no hubo mohines –lo agradecí. La Habana comenzaba a reírme. No era mala señal. En la segunda cuadra una matrona -con cara de seis partos y un culo para dos cuerpos- se me acercó con una caja de habanos en la mano. Menos de la mitad de lo que había visto en la tienda del hotel. Negué con la cabeza. Iba advertido de que era delito comprar esa mercancía fuera de los establecimientos autorizados -aunque mi alma solicitaba revolución mi cuerpo no deseaba barrotes. Traspasé cinco cuadras más antes de llegar a la Bodeguita  del Medio. El lugar donde Hemingway  reventó su hígado de azúcar y yerbabuena mientras imaginaba sapos gigantes en el Malecón cercano. Palpé mi estómago y solicité, entre una muchedumbre de paparazzis aficionados, un mojito bien frío. Vi como el camarero isleño lavaba la hierbabuena sobrante de los mojitos consumidos antes de introducirla en mi vaso. No sentí repulsión. El mojito estaba dulzón, como el zumo de piña, como la piel de la chica de los ojos bonitos -que sólo entonces volví a recordar. ¿Estaría ya en recepción? Las paredes de La Bodeguita son telegramas de la historia más cuché  de Cuba –cuando era la alcoba furtiva de los amantes americanos. Leí algunos. Demasiados personajes para una novela –pensé. Metí en mi mochila dos posavasos ajados y en mi cámara de turista pobre dos instantáneas rutinarias. Un chino con cara de japonés o viceversa me hizo una foto que aún conservo y señaló mi mochila. Afirmé con la cabeza. Ni idea de qué quería decir. Sonrió como sólo sonríen los chinos, o los japoneses.

A la hora del almuerzo acabé, en un paladar cercano, con un pollo asado y medio quintal de patatas fritas. Treinta pesos y un mohín –iban tres. Pasé la siesta tumbado en el Malecón –la mochila trabada entre mis piernas y un ojo medio abierto. Treinta y ocho grados y una humedad que servía de sábana. Desperté una hora después con el ojo medio abierto cerrado y dos negritos tratando de desabrocharme las Nikes. Les sonreí y me las desanudé yo mismo mientras se las entregaba como quien entrega medio Occidente –era un tributo a su atrevimiento. Recuperé dos zapatillas de mi mochila y me calcé con un número menos. Me fui a ver los cañones que acabaron con las naves españolas. Dicen que los bañan una vez al año en azúcar para acabar con su herrumbre –también en Cuba los cañones son dulces. Un viejo acurrucado sobre un bastón y con sus gafas desarregladas con papel de celo miraba fijo al horizonte. En los días sin bruma se ve Florida –me dijo con añoranza de remoto marinero. Le di un billete de cinco pesos. Me miró con desdén y se lo guardó en el zapato. 

Pasé la tarde en el Museo de José Martí, en plena Plaza de la Revolución –donde ni las palomas entonan ya cantos de libertad. Un gigantesco Ché observó mi deambular por el contorno. José Martí no debió de existir –pensé.

Regresé al Hotel con los pies más estrechos. Me acordé de los negritos y de mis Nikes -regalo de reyes de la mujer de la que huía. En la Recepción había un cubano alto y ancho como una cabina de teléfonos. Pregunté por la chica de los ojos bonitos. Tiene la madre en el hospital –me comentó parcamente. Sentí tristeza. Probablemente no por la madre.

Me recosté en una esquina del lobby escuchando a tres trovadores que cantaban boleros con su voz dulzona –como el zumo, como el mojito, como los cañones, como la piel de la chica de la madre enferma…

Así pasé seis días en La Habana. A veces cabalgado por alguna jinetera -a la que había trocado su sexo por mi voz de conquistador. Otras charlando con pianistas, las más, solitario –recibiendo mohines-, pensando en la mujer que había dejado en puerto español y castigando un hígado, aún joven, con un ron caro que llevaba siempre en la mochila. No dejé el olvido en aquella bendita tierra. Me traje la mochila que contemplo hoy –me la trajo mi hija de la casa de donde me despedí hace ya algún tiempo. Encontré los posavasos de La Bodeguita del Medio y veinte pesos por gastar. Dos habanos agrietados y un papel pequeño con un nombre y un número de teléfono. Yrene. La chica de los ojos bonitos y la madre enferma. Son ya muchos años para volver a marcar ese número. Pero esta noche he soñado con ella como sólo sueñan los cigarreros de La Habana liando sus vidas entre la hoja del tabaco.

PREGÚNTEME MAÑANA



Estoy hastiado. Harto que se diría. Harto de que me digan qué he querido decir con algo que he escrito. ¿Y qué querías decir con esta poesía? Vaya pregunta recurrente para quien no ha entendido nada. ¿Verdad que a usted también se la han hecho? ¡Vaya usted a saber qué quise decir! ¡Yo¡ ¡Que la escribir ayer! O antesdeayer. Que no sé quién soy hoy. Y se pretende que sepa a qué jugué con la rima y con el ritmo en algo que ya me es pretérito. No sé, señor o señora –que según el caso, así contesto-, no sé qué quise decir. Tal vez que la amaba y usted sigue en la inopia. Tal vez que se alejara y usted sigue aquí -incordiando como una pasajera con un jaulón en un autobús lleno de gente. Tal vez quise decir que no sabía qué decir y usted creyó –en su carencia- que yo estaba diciendo algo. ¿Qué quise decir ayer? ¡Hay tantas veces en que yo quisiera saberlo!  Es especialmente acuciante cuando uno ha tomado una copa de vino viejo –o dos o tres, a veces hasta cinco- justo en ese momento previo en que uno prepara los folios cándidos y calienta los dedos para escribir. Según entra el vino va saliendo la letra. La botella se acaba y se acaba el poema. El vino no vuelve a la botella. Pero se pretende que la letra vuelva a mi conciencia. Pero ¿cómo se puede pretender tal locura? ¡Yo ya la dejé!  Tómela –señor o señora. Usted que me pregunta. Se la regalo. Es un presente. Para usted que me cayó bien o todo lo contrario. Cómasela. Macháquela. Disfrútela. Písela. Enmárquela. Yo no la escribí para que usted me preguntara. La escribí para que usted la tomara. Para que la hiciera ya más suya que mía. Simplemente para eso. Y además, yo ya no soy el que la escribió. Que ése murió ayer. O anda borracho. O cuerdo o loco. ¡Vaya usted a saber! Yo soy el que ahora va a escribir para que, mañana, usted me pregunte qué he querido decir.

LAS PALABRAS Y YO


A veces tengo miedo de que se me acaben las palabras. De que me abandonen como una amante desagradecida. Tengo miedo de que vuelen de mi hoja y se vayan a la hoja de otro que maneje con mayor destreza la pluma que enarbolo. Tengo por ello extrema precaución en cuidarlas. En mimarlas. Cuando imprimo –cosa que no me gusta por pensar que estoy torturando a la cuartilla indefensa- soplo ligeramente la hoja impresa. Para que la tinta se asiente. Para que quede finalmente fija en lo que van a ser sus cauces definitivos. Nunca tacho una palabra. La adorno con un paréntesis a sus lados. No por ello será menos importante, será, simplemente, reserva de otra palabra que ahora ocupa su terreno. Son las leyes de la gramática. Y ellas así lo entienden y me esperan, agazapadas entre las dos curvitas, a que llegue otro día su momento. Cuando rescato una palabra de su sesteo, la noto viva, con ganas de ocupar nuevamente su lugar. Por eso me alegra destachar una palabra, porque es como sacarla a bailar y ella, prudente y con rubor, lo agradece. En ocasiones se me queda alguna palabra enganchada en una uña y la llevo de paseo y, cuando llego a casa, la suelto y se acomoda divertida en un escrito.

Son mis escritos cantos de palabras, un coro sempiterno y certero de la música de su roce. Tengo palabras favoritas, como tengo mujeres favoritas y un equipo de fútbol favorito. Me gusta la palabra melancolía porque sabe a miel, y nostalgia porque suena cansada. También me gusta pantagruélico porque me asusta y beso porque me enternece. Me gusta féretro porque será mi destino y cuna porque fue mi inicio. Me gusta porque me recuerda a ti y amar porque es plena. No me gusta adiós, ni nunca, ni jamás, ni vete. No me gustan las palabras que acaban con algo de la vida. Intento también poner más síes que noes en mis minutas. Para que afirmen. Que negar siempre debe ser lo último. Cuando escribo a mano, hago las palabras redonditas como aritos de tinta. Y si alguna es demasiado alta le acomodo espacio para que se recueste un poco, que no me gusta que destaquen unas sobre otras. Me gusta mirar las palabras descansadas sobre la hoja. Es un paisaje hermoso. Es la dicha de lo terminado. Y entonces alzo la batuta y cantan, y cuentan una historia, o le hablan a ella, o relatan una chanza. Y si les cambio el orden, ellas buscan nuevamente su lugar y siguen cantando porque, entonces, ya no es mía su música que yo ya se la entregué al viento…  

ME QUEDÓ UN RETAL


Me quedó un retal de nuestro amor. Un retal descosido de tu cuerpo en quién sabe qué noche de locura. Me quedó un retal pequeño –como para un remiendo- pero no sé hacer remiendos… Tampoco sé coser un botón. Soy torpe. Como sólo lo es un hombre solo.  Guardo el retal en una caja –que está bajo otra caja que está bajo un armario que está bajo mi techo- donde también amparo una foto que te hice, un poema antiguo y una moneda que no uso. Y es que ya se me enturbian todas las fotos, apenas escribo versos y olvidé la destreza de hacer cambalaches –donde ahora el amor siempre me sale perdiendo. Cuando tengo el retal cercano lo comparo con mis manos cosidas –ésas que lo arrancaron. Y con mi alma cosida -ésa que lo alimentó cuando era grande como un cuerpo. Y con mis palabras cosidas –ésas que lo trovaron cuando eras tú.  

Me quedó este retal de nosotros –porque yo también era tú. Pequeño. Acuoso de lágrimas. Seco de olvidos. Ya no tiene el retal más colores que los tuyos –que eran entonces todo un arco iris. No tiene más piel que aquella que te dejaste esparcida por el tálamo. Este retal me lo recuerda. Y me recuerda cómo pude ser tanto y, a la vez, tan poco. Y me recuerda cómo es que estuviste. Cómo que marchaste. Por eso yo lo guardo –en la cajita que está bajo el armario que acoge mis prendas de hombre solo. Lo guardo por ti y por mi miedo. Por mi miedo a que sea el último trozo de piel que acaricien mis manos…

UNA FÁBULA SOBRE EL AMOR



Enamoras a cualquiera con tus palabras –le dijo ella al poeta. Sí, es una pena que la vida no esté hecha sólo de palabras –le respondió éste con cierta melancolía en su voz. Y ella, que era hermosa como una dentellada del sol sobre el mar silente, no quiso saber nada del poeta, porque el poeta era viejo y pobre y su rostro no había sido demasiado agraciado por los hados.

Enamoras a cualquiera con tus óleos –le dijo ella al pintor. Sí, triste es que la vida no la pinte yo con mis manos – le señaló éste con cierta amargura en su mirada. Y ella, que era bella como un naranjo preñado de azahar,  no quiso saber nada del pintor, porque el pintor era viejo y pobre y en su rostro se adivinaba una vida deslucida.

Enamoras a cualquiera con tus melodías –le dijo ella al músico. Sí, lástima que yo no componga la melodía de este universo – reconoció éste a la vez que movía con su mano una batuta imaginaria. Y ella, que era encantadora como la lluvia de un abril manso, no quiso saber nada del músico, porque el músico era viejo y pobre y en su rostro se revelaban  las muescas del desamor.

Enamoras a cualquiera con tu voz – le dijo ella al marinero bizarro y hermoso venido de otras tierras. Lo sé –asintió éste. Y ella, que era fascinante como la candela en el bosque, quedó prendada de aquella perfección de rasgos ausentes de todo desengaño y marchó con el marinero hasta su barca.

Dicen que al paso de las primaveras zarpó una mañana el marinero y ella, que ya era menos hermosa por el lento caminar de los otoños, quedo deshabitada de amor. Y entonces recordó al poeta que ahora entonaría versos juntos a los árboles de su huerto. Y recordó al pintor que ahora dibujaría su sonrisa aún serena. Y recordó al músico que ahora le compondría melodías junto a la vieja chimenea. Pero ya no estaba el poeta. Ni el pintor. Y el músico andaba con su locura dirigiendo a los gorriones de los árboles. Y cuentan que ella dejó caer sólo una lágrima. Por el poeta, por el pintor y por el músico, tres viejos locos que aún seguirían entendiendo su belleza.

EL ENFERMO COJONUDO


El enfermo tenía la barba rala y áspera, y los tan ojos hundidos que amenazaban con carcomer su nuca. El enfermo tenía la mirada oculta pero se adivinaba cosida al techo. Su tez pálida y huesuda era la misma máscara malhadada de todos los enfermos. La boca sumida, como buscando un alimento interior. La dentadura escasa, que nunca se le antojó reemplazar los dientes ya vencidos… Las manos, sobre las sábanas ariscas, se movían de cuando en cuando en un juego mínimo de sombras chinescas. La habitación del enfermo olía a desinfectante y a orín viejo. Un tufo extraño que escapaba -cuando podía- por la rendija de una ventana roñosamente abierta. Al enfermo lo rodeaban media docena de deudos y un cura gordo y calvo como un buda con sotana. Los deudos hablaban en voz baja. El cura rezaba en voz alta y tosía y, de vez en cuando, exhalaba un ligero vaporcillo con olor a mentol.  El enfermo tenía a su lado una máquina infernal que respiraba con graznidos de grajilla. Se le contaban al enfermo ya once noches en silencio, diecisiete días en ayuno y toda una vida en soledad. Los deudos llevaban tres lunas a sus pies y, el cura, una tarde escasa rezando –que eran muchas las parroquias a santificar. Al lado del enfermo había una silla destapizada por el tiempo y privada de nalgas que pareciera dispuesta para la irremediable invitada. Los deudos resoplaban de tarde en tarde, la mirada también al techo y los ojillos brillantes. Seguramente conjugaban las fanegas de regadío y los ahorros de la cuenta de la Caja Rural –que fue el enfermo intenso hacedor de tierras en saludes mejores.


Aquella noche, en la que hasta el cura -tras zamparse algunas viandas de enfermos ajenos- había decidido acechar, se contaba como la última. Con esa esperanza cruel todos miraban la cara del enfermo y escuchaban atentos su respiración de gorrioncillo o el aviso del artilugio que cuenta la vida -o su ausencia- con algoritmos y chiflas de piano agudo. Se hablaba en la estancia aún más bajo que de costumbre –que se cruzaban las palabras con escuálidos bacilos- y las miradas se citaban cómplices en un, quiero y no puedo, de aguantar ciertos mohines.   

Al poco del amén número treinta y algo del cura cariampollado se abrió la ventana como un resorte y un frío invernal -como de otro cosmos- inundó el aposento. Fue entonces –como si lo tuviese preparado- cuando el enfermo abrió los ojos y trazó una sonrisa maquiavélica. Dio un repaso –cuello levantado- a la habitación hospitalaria y a sus huéspedes y se arrancó, con su mano de jornalero, las ventosas de su pecho. Al levantarse –que así lo hizo-, las miradas de los presentes se hicieron añicos. Tomó prestado el enfermo el suero y su soporte y, tras mirar a la silla preparada, lanzó en su rededor un estruendoso corte de mangas en un giro de malabarista y salió, con saltos de pájaro grande, hacia la puerta entreabierta, dejando ver, por entre la bata verde, sus nalgas huesudas y graciosamente blancas. Los deudos se levantaron con estrépito, el cura ambicioso y cabezón eructó un manojo de nervios y es que, si ya la estampa era poca, tras él, todos vieron la imagen nítida de una parca coja y más pueril que la acostumbrada que, recién levantada de la silla y, medio sin poder con una azada mohosa que hacía mella en su hombro, trataba de alcanzarlo… Cuando salieron –enfermo y parca-  de la habitación macilenta, una plañidera, con cara de prima antigua y pueblo viejo, susurró al buda con sotana que aún no había cerrado la boca: éste siempre hizo las cosas a su manera…