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EL PASEO DE MI CORAZÓN



Hoy he sacado el corazón a pasear. Le he puesto un trajecito de color discreto y unos zapatos con las medias suelas nuevas. También lo he peinado con cierta compostura y, por si acaso, le he aplacado sus rizos genéticos con algo de espuma de desmemoria. Cuando sale a pasear, mi corazón late antes de cruzar el umbral que lo fronteriza, como un perrillo inquieto antes del alivio rutinario.

A eso de las once, se codeaba todo él con los otros corazones paseantes por la misma gravilla. A pesar del tiempo que no se nos veía juntos, no hemos sido asaeteados por excesivas miradas indiscretas, cosa que ambos hemos agradecido, por eso de no estar el ánimo para muchas –ni pocas- explicaciones.

Junto a la naciente flor de la esquina de la muralla milenaria que deja a mi barrio en extramuros, le he sentido hurgar en el polen hasta en tres ocasiones –que, a mi contra, no debe, el reproductor elemento, ser ocasión de trastorno para él. Señalado el lugar sin el orín indiscreto –que atrás quedó ya el símil con el perrillo impaciente- hemos paseado luego  hasta más allá de la iglesia que dedican a San Lorenzo y   -como parecía tener hoy más necesidad de olisquear que de costumbre- ha tomado algo de incienso que sobresalía por la rendija que estrujan las puertas del templo, el mismo incienso que se llevaban, en sus alas batientes, dos mariposas de un amarillo chillón desagradable que bailaban con la inútil gracilidad con que lo hacen semejantes lepidópteros.

Iba mi corazón hoy advertido de que no es buen tiempo para romances ni romanzas, pero él –siempre cantor ciego- se ha estremecido en un par de ocasiones con la mirada sultana de algunas chiquillas de las que anuncian primaveras. Señalada entonces mi mano en el pecho, ha cesado su latir inquieto, hasta volver a quedar éste en la sístole prudente y en la diástole atinada.

A eso de la una –cuando el mediodía apretaba su mejilla contra el suelo- andaba ya el trajecito que le impuse algo sudado y, las medias suelas –que no debieron de ser bien calzadas- advertían de un despegue casi inmediato. Tal eran las cosas, que creí que era hora del final del paseo -que luego llega el resfrío de este tiempo y las toses y los incómodos estornudos.

Llegados a casa con la barra de pan tibio bajo el brazo y, tomado nuevamente su lugar oportuno, lo he visto algo menos deslucido que estos días pasados, pero aún se advierten las ojeras y cierta palidez en su laberinto de cavidades. Mañana, a lo mejor, si la brisa deja la veleta detenida, volvemos a dar otro paseo –por eso de que se acostumbre a la soledad de la primavera.  Y, a lo mejor, mañana, llegamos más allá de extramuros, donde dicen que también se encuentran otros corazones a los que tampoco asusta el polen de las flores principiantes.

EL ANDÉN DE LA PRIMAVERA


A veces parte sin mí el tren donde persistentemente viajo y, en su partida, lo contemplo alejarse -humedecidos los ojos y quieta la maleta. Será inútil todo esfuerzo por alcanzarlo. El reloj de la estación se adelantó sin previo aviso y, ahora sólo queda la mirada lacerante al horizonte que perturba.

Quedo entonces –asumida ya la pérdida a la que llegué más por destino que por tardanza- arrellanado en este banco que me hicieron a propósito de madera, y me convierto en ebanista transeúnte, en servidor de la gubia que medra aún más sus listones arrugados. Aquí, entre sus carcomas devoradoras, me estrujo con la brisa inacabada y, a modo de sábana macilenta, me embozo con recuerdos de otros tiempos, con la ignorancia de si aún quedará alguien bosquejando versos en las paredes. 

Huele este andén siniestro a gasóleo e hierro viejo machacado, a soledad en blanco y negro, a posos de café y bolsitas de té mohosas.  Es este lugar –en el que quedo- la contrautopía de los paisajes, el laberinto de las llanuras vejatorias, el andrajo de un cielo estallado en las aristas de sus constelaciones.

Sobre la arena seca que alimenta mis suelas malgastadas     –otrora aserrín de risas- escupo la saliva que derrocha mi garganta, formando las únicas estrellas  que permite el tapiz malencarado. A mi siniestra, algo que pudo ser una botella,  recuerda el presente de la resaca y acoge en su boca dos moscas machaconas y ciegas. El petróleo de las uvas me llena el estómago y la cabeza, y ocupa el lugar de la sangre y la sesera. No sé llorar y no lloro. Tan sólo mantengo la amargura en la marmita imaginaria de mi tráquea.  

No hay más viajeros atrasados en esta estación de fantasmas y desmemorias. Solo quedo y solo destrozo las palabras que ayer compuse. A cantar me paro si la tarde queda rota y, las alas batientes de algún insecto, me recuerdan la mudez de lo entonado. No recuerdo la música que me enseñaste. Ni las palabras que tras de ayer me emocionaron. El banco de madera sigue figurando firme. Imperturbable. Como el acomodo infernal de cada ominoso pensamiento. Por eso me fue hecho a propósito. Para evitar un rendimiento protector. Para alargar la tortura del tiempo que, imperturbable, pasa y pasa volviendo a hacer llagas que saben, una vez más, a primavera.