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LA FÁMULA DEL AUTOBÚS




Es la Antonia una empleada de hogar con la que coincido cuando, ciertas mañanas, las piernas flaquean más de lo que acostumbran –que a ver qué anduvieron persiguiendo por la noche-  y recurro al autobús para que me lleve, con el mínimo desgaste óseo, desde extramuros hasta el lugar donde origino mis haberes.

Antonia es pequeña como una estrella sietemesina y lleva siempre la cara lavada, blanca y estirada como el alba de un cura –que pareciera que le cambiara la piel cada alborada. Debe rondar -sin pisarlos- los sesenta y, por el aspecto de sus manos de labriega urbana, uno diría que habilita friegasuelos y estropajos desde hace ya bastantes décadas.

Recorre Antonia el trayecto hasta la zona de Las Tendillas -donde se condensan los pisos solariegos de los más rancios señoritos que aún trastean por Córdoba- y, una vez llegado a alguno de ellos -de cancela y portería humana- enfunda toda su figura en su ropaje de criada –que atrás dejamos ya los eufemismos- y se pone a quitar la costra que la señora no quita porque ser hija de quien es y viuda de difunto con galones.

La Antonia nunca se ha dirigido a mí en el transporte que nos acarrea hasta el centro urbano de Córdoba, porque yo suelo llevar maletín y tengo aspecto, bien de vendedor de seguros de decesos, bien de despachante de alguna oficina con linaje. Por ello y, desde la distancia que ella marca, yo siempre observo a Antonia como un ejemplar de la Córdoba descolorida, de la ciudad que siendo cuna de tantas culturas, sólo dejó, como siempre deja la historia, ricos que defecan y pobres que se esfuerzan en limpiar lo defecado –sírvase esta imagen, y así aviso a quien esto lee, en el más amplio sentido de la metáfora y no sólo en el de el colectivo de la Antonia, pues que alce la mano quien no se encuentre a uno u otro lado del escatológico ejemplo.

Hoy la Antonia iba contenta porque le han puesto una pótesis en su rodilla, que andaba machucha la pobre y, como se ha sentado al lado de otra empleada de casa ajena, quien le ha señalado su origen ecuatoriano, ha tenido un trayecto muy entretenido. ¡Qué lejos está usted de su casa!   –se ha convalecido de la emigrante- y ésta que, por sentirse emigrante y tener cara de pobre, tenía la necesidad de presumir de algo, le ha dicho que es que su casa está en el centro del mundo. Pues vaya calor que debe de hacer –ha sentenciado la Antonia mientras se abanicaba, en una mueca forzada, con la mano. Y la criada ecuatoriana ha inclinado la cabeza ya que, ni un sí ni un no, hubiesen aclarado nada. Luego Antonia se ha congratulado de lo bien que habla su compañera de destino el español -que digo yo que, que bien habla usted pa ser de fuera, ha dicho- para seguir despachándose a gusto con lo de su pótesis metálica y ha señalado pomposamente la bonhomía de la señora para la que sirve que, mire usted me ha dicho: Usted Antonia ahora se agacha lo justo, que lo que no pueda hacer esta semana lo hace la que viene echando un par de horillas más. Que la salud, como decía mi santo esposo, es un bien que nos da el Señor para cuidarla y no para jugar con ella. Que aún le quedan a usted muchos suelos que fregar…
Su feligresa de asiento, que la sigue escuchando sin perder ni coma –a pesar de la velocidad verbal de la Antonia- ha asentido nuevamente, con la convicción reforzada de que, tanto de el Ecuador para arriba como de el Ecuador para abajo, debe de haber el mismo número de malnacidos que, en eso, la población parece andar muy bien repartida.

       Cuando he dejado la parada que me pertenece por designio, Antonia habrá seguido hasta la siguiente con sus andanzas de fámula resignada, mientras yo, he emprendido el poco trecho que me quedaba hasta el Ministerio, sacando de mi maletín media sonrisa de funcionario de tercera y, pensando qué expedientes me tocaría hoy abrillantar de tantos que habrán empercudido los señoritos de los despachos de arriba.