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BUENOS DÍAS, "DÍA"...



Buenos días, Día. Veo que te has desperezado con el titubeante cantar de los pájaros errantes, ese canto que flagela el aire caliente de las ciudades monocordes. Hoy te veo sereno y alto. Con un cielo que amenaza con reventar el azul a fuerza de redoblarlo. No hay añil más primitivo que el que muestra tu pechera interminable. Aunque no las veo Día, intuyo que en las costas habrá olas indecisas y, en las montañas que se coronan con la albura de lo níveo, crujirá el frío que aún atesora el aliento de Gaia. Aquí, en mi calle, en mi espacio limitado por querencia y por destino, entras a jirones, despertando los mínimos ruidos de los ciudadanos uniformados con sonrisa de domingo, entre los ladrillos viejos de los edificios que no dibujará nunca nadie. Aquí no eres el Día grandioso que batallas con las selvas y los desiertos, aquí quedas pequeño, como yo, como mi canto humilde a tu nacer inaplazable. Seguimos siendo compañeros. Compañeros de este mismo destino escaso construido por las manos de algún relojero tullido que olvidó las horas en otro lugar del Universo.

LOS CAMINOS OLVIDADOS




¡Ay de vosotros caminos ásperos que desgastasteis mis cueros y mi alma!  Caminos viejos de árboles recios y tropas de escarabajos. De arboledas alambicadas y embaucadores manantiales. -¡Qué escasa agua para tanta sed!- Os he recorrido siendo compañero de la luz del septentrión y de las  horas oscura que el sur entrega a las brujas. Vientos ominosos han destrozado mi embozo y mis sayas. Jergones desabridos han deshecho mi espalda y alocado mi sueño. Semillas que, por azar, llegaron a mis bolsillos sembraron de hambre la mirada de los grajos. Veredas de Dante y  Virgilio. Arroyos de Neruda. Guijarros de Lorca. Todos compañeros espectrales de mis pisadas y mis pensamientos: las bocas de los árboles, las gárgolas de las amanecidas, los sortilegios de los insectos…

Sois todos vosotros los caminos que ya no recorro porque, a fuerza de desaciertos, me perdí entré en la tierra nivelada de la cordura. Es la misma tierra donde habitan los duendes de los necios. Donde danzan los bufones de los crédulos. Las meretrices de los clérigos. Los horizontes de los ciegos. Es la meseta de los poetas ociosos y los trovadores destemplados.

Yo quiero volver a vosotros. Mis caminos de antaño. Quiero volver a envenenarme con las aguas de vuestros regueros. Amar otra vez bajo vuestras sombras. Besar bajo vuestra nieve. Volver a ser barro y lluvia. Estiércol y lodo. Polvo y piedras. Porque sois vosotros, caminos de mis injurias, los que me llevasteis al reino de la exquisita locura, acompañado de un libro, un recuerdo y un paisaje por pintar.

LA TRISTEZA POR LA TRISTEZA



Alguien dijo que había que tener cuidado con la tristeza, porque ésta se podía convertir en un vicio. También algún gurú de urbe soterrada me advirtió sobre los contagios de la misma. Y un chamán -roedor de alucinógenos- me conminó a evitar las lágrimas de las hembras pues, según decía, son más dañinas que el cantar maligno de las sirenas. En mi escaso tránsito por las almas grises he conocido a plañideras de lujo. Aquéllas cuyo salitre ocular bien podía costar más que todo Potosí –antes de que lo arrasáramos los iberos, claro. Tiene esta especie de mujer una estrategia definida y estudiada. Como una apertura de ajedrez. No se defienden –y eso que suelen jugar con negras. Atacan con su llanto mínimo e  incisivo. Te hacen ver a través del tamiz de su mirada acuosa y te ves desvalido y pálido. Demasiado débil para el contraataque. A lo más tiendes un pañuelo de papel reciclado y te quedas con cara de imbécil sin remedio, pensando qué leches has hecho para merecer ese ajeno desahogo. Suele pasar especialmente por las redes –éstas que llaman sociales porque la sociedad, como tal, hace tiempo que ya quedó extinguida y ahora existen estos reinos de taifas para que no nos demos mucha cuenta de lo que quedó extinto. Decía en esta reflexión -que me anda quedando ancha como la sotana de un novicio en ayuno- que, en estas redes –curiosa palabra siempre que la pienso- conoces a la interfecta y te coloca encima un problema de tamañas dimensiones que te sientes como Sísifo a media montaña –o subes o te despeñas, sin más opciones. Has de decir, llegado el momento, no señora o señorita, no me traslade usted al paraíso de sus lágrimas ni al averno de su desgracia, que yo ya gasté las mías y, por conocer infiernos, tengo los pies brunos de su roce contra el fuego. Déme usted una sonrisa amplia como el universo conocido, trasládeme a cualquier cuento de hadas, sírvame una tapita de luna joven o una caracola con un mar infantil prisionero que yo, en equidad obligada y complacida, pondré a sus pies –sin apenas reparar en el brillo de sus ojos- todo aquello que atesora el cofre de mi pobreza.

COMO SI NO HUBIESE PASADO NADA....



Sin reproches. ¿Vale? Como si hubiésemos inventado los árboles. Como si nunca nuestras bocas se hubiesen remendado en la mudez de un beso. Como si la piel de tus manos nunca hubiera dormido sobre la mía. Como si los unicornios de aquellos sueños nunca hubiesen existido. Sé que me lo dijiste: No lo hagas más… Lo dijiste con tu voz distraída, la misma que dibujaba haces de luces cuando reparabas un te quiero. Sí, sigo con mi sordera para escuchar aquello que no quiero. Ya me conoces. Sigo con mi locura para inventar historias que sólo dejan grabado un nombre en mis cuadernillos de batalla. ¿Cuál era el tuyo? Sí, claro, lo recuerdo y te recuerdo… Ya te lo he dicho… Como si hubiésemos inventado los árboles… Porque a ellos si sigo viéndolos cada tarde y sé que los árboles tienen memoria.

Hoy sí quiero fechar esta epístola, en Córdoba a siete de julio del dos mil doce. (¡Cosas mías!)