Datos personales

PENSAMIENTOS CON DON QUIJOTE




Buenas noches don Alonso. Pensativo os contemplo a la luz mortecina de la vela que espanta vuestra sombra. Sin esqueleto que la sostenga, distingo la armadura descuidada en el rincón de esta capilla que, por morada, habéis elegido para acabar de castigar vuestros huesos -pues es la cama dura como yunque y las chinches llegarán a ellos si no os esforzáis más en recubrirlos. Os atusáis el cabello lacio que os nace algo más allá del lugar de su nacencia y, ya que el balde os vino helado, quedó nuevamente la grasa del yelmo a vuestras greñas pegada. Escribís con la siniestra pero giráis el duro pergamino con la diestra con la que soléis sostener vuestra espada y, si veis insecto que trepana el manjar, alargáis vuestra mano de espectro hasta mandarlo a los infiernos con un golpe de palmeta. Lacias caen vuestras piernas sobre este taburete que apenas sostiene vuestra estampa larguirucha y que, a la postre, es el culpable, de la desdichada curva que dibuja vuestra espalda.

La noche se os echó encima entre los molinos como bruja desdentada y, viendo el pavor de Sancho cuando el viento ulula bajo, buscasteis techo que os cubriera –pues no se es buen gentilhombre si no se cuida de escudero, por mucho que éste sea de talla corta. Se os ve pensativo don Alonso –inflamadas las venas de vuestras sienes- y, si me lo permitís, con esas calzonas parecéis figura de comedia más que razón de novela de caballerías. Arrumbada presumo vuestra alegría pues no hubo sino molinos en vuestros campos manchegos y, cada vez andáis más convencido de que los gigantes malhadados, quedaron para otras fábulas que no son las vuestras. Mas no me lamento en exceso, pues sé que no sois vos ser de envainar espada si ésta no ha sido antes bautizada con sangre de ogro o espuma de fantasma, así que de seguro seguiréis al alba, con rucio flaco y yelmo imaginario dando vuestro pellejo por encontrar enemigos que bramen y remediar entuertos a lanzazos.

Por lo triste de vuestros ojos adivino esta noche tras ellos, tras la luna y tras el cirio delgado que baila, la nostalgia de la del Toboso del dulce nombre, doncella toda ella hecha para vuestros labios y vuestra alma. Y si acogéis esta pose abollada es más por su recuerdo que por vuestro lamento de caballero errante. ¡Cuánto daríais ahora por abrir su corpiño almidonado! ¡Cuánto por tener cerca el hechizo de sus ojos y la porcelana de su sonrisa! ¡Cuánto porque os trucara su amor por vuestras batallas!

Yo también, amigo Alonso, quiero, como vos, hacer penitencia en la Sierra Morena, con un yelmo de Mambrino, una pica vieja, y un perro cazador –si acaso ahorraré por falta de pudientes un vasallo que me sirva- y será en esta Sierra que divisa mi mirada desde el norte de mi estancia   –también macilenta y penitente- desde donde busque el Dulce Nombre que a mi desdicha también ha llegado como noche que acuna, y que amo y sueño con dolor y sin descanso y, si como vos he de enarbolar espada por encontrarla, no será mi mano la que tiemble ni mi pecho el que no desafíe lanza, pues yo también estoy sólo a un paso de la locura mágica de los perseguidores de gigantes.    

INVENCIBLE



Me haré invencible. Desenterraré la pluma con la que otrora construía poemas en mis playas de azúcar. Viajaré a la noche y, en el camino –a modo de figuras- sembraré de palabras las enaguas de lo lóbrego. Revestiré parques con árboles inventados y convocaré legiones de mariposas metálicas. Batallaré en justas por besos de doncellas y, en sus pañuelos de encaje, dejaré la mácula de mi pendón y de mi sangre. Arrastraré barcos hasta los mares procelosos y allí, enarboladas las velas, me batiré en la cubierta con los tritones gigantes de mis ensueños. Sonreiré cuando deba y, cuando deba, dejaré que las lágrimas tomen los regueros designados. Seré humilde -pues es ésa gran valentía- y, en mi sencillez derrotaré la mirada de los serviles.

Porque si no vuelvo a mis playas de azúcar no seré capaz de acabar nunca tu poema. Porque si no me acerco a la noche, seguirá yermo el camino que lleva hasta tu vigilia. Porque si no invento parques quedarán demasiados otoños por deshacer. Porque si no me bato en justas no tendré jamás las cuitas de tus aliento. Porque si no sonrío no veré plena tu risa y, si no soy humilde, me olvidaré de quien no era antes de ser en ti.

Seré invencible niña con la rezagada razón, con la justificada esperanza, con el ardoroso intento, de que me venzas cada noche entre la saliva y sangre de tus labios desgarrados.

EL LINCHAMIENTO DE PROBO



Se llamaba Probo y se quitó la vida con cincuenta y un años, dos meses y veinticuatro días. Pocas cosas fueron interesantes en su vida. Pocas en su muerte. Si acaso que eligió el ahorcamiento como el acto definitivo de su existencia. Siempre me pareció éste un suicidio de pobre. Los ricos se atiborran de pastillas y güisqui de marca y los suicidas más bizarros saltan al vacío en una última pose heroica. Pero Probo se ahorcó. Quedó su cuerpo colgado como un péndulo de trapo. Tenía Probo una alopecia heredada, dos hijas ya mocitas, una mujer que lo quería, un bar donde tomar un medio templado y un puñado de amigos de los de toda la vida. Fue siempre buen compañero, buen padre y buen marido. No iba a misa pero creía en Dios y en la Virgen de su pueblo. Hacía ocho años que se había comprado su casita en las afueras. Nada suntuoso. Dos plantas y un huertecito trasero que escupía tomates y calabacines. Entregó al banco sus ahorros de toda la vida y aún así le quedó una hipoteca de ciertos quilates. Esto lo pagas tú con la gorra –le dijo aquel director de sucursal con olor a ambientador de anuncio y reloj de pulsera mayestático. Hace dos años cerró su empresa y Probo se quedó sin gorra. No perdió la sonrisa de día, pero se lo fueron comiendo –de dentro a afuera que es como duele- las sombras por la noche. Al inicio de su percance todos lo rodearon pero, como pasa con las miserias, acaban dejándote solo porque cada cual tiene su mijita… Y así penó Probo estos dos años y algunos días sueltos. Con los lunes echados al hombro y el despertador mudo. Y penó hasta que las manos se le quedaron vacías de no usarlas. Y penó hasta que llegaron las cartas del banco. Y hasta que el puchero fue quedando estrecho de carne. Y hasta que aquella noche no quiso más conversaciones con las sombras…   

        A la mañana. Una vez que su cuerpo volvió a tocar tierra y su María clamaba al cielo, el juez que levantó el cadáver dijo hay que hacer algo. El concejal del ayuntamiento que se presentó -porque era de recibo- dijo hay que hacer algo. El bancario del reloj mayestático dijo hay que hacer algo. Yo, que fui el primero en ver a Probo colgado del árbol de su huerto, los miré con sorna en las pupilas, y con voz de malquerencia les espeté con asco: No sé si habrá sogas para todos.

NO CALLES




No calles. No me castigues con tu silencio. No marches. No me castigues con tu distancia. No rías. No me castigues con tu indiferencia. Acaso si callas, no quedarán pétalos en la fuente y, si marchas se ajarán las horas en mi reloj de trapo y, si ríes volverán a mis ojos las sombras de los cuervos. Quédate y habla –serena y cálida como siempre fuiste- en este malecón de invierno que robamos al océano, en este anaquel de roble desde donde reposan todos los ensayos sobre la locura, en aquella primavera que prendí en tu ojal de adolescente. Porque hay tanto silencio en esta tarde que tengo miedo. Y afuera. Extramuros. Los peregrinos de la noche aguardan para robarme definitivamente el alma que fue tuya.

GOTA DE LLUVIA




La gota de lluvia quedó, tras el aguacero otoñal, prendida en la solapa de un platanero de sombra. Allí se estancó sin remedio su redondez primigenia. Su transparencia heredada. Su triste y vidriosa insignificancia. Nadie se quedó a esperarla. Vio marchar, desde su cautiverio, el enjambre acuoso de sus compañeras camino de los arroyos urbanos y los mares poderosos. Con su adiós ignorado, quedaban atrás sus sueños de ser gota de río abrupto o parte de reguero manso. Pero nadie la enseñó a trepar. Nadie la advirtió de los tropiezos del camino. Supo sí, desprenderse cuanto tocaron arrebato desde la altura finita de las nubes  pero ahora era, por el azar caprichoso, prisionera del agua que sostenía sus armazón invisible, atrapada en la piel destronada de la hoja caduca de ese viejo platanero.

Tal vez el viento en su bonhomía, antes de que el sol de otoño la consuma, le de el soplo que precisa. Tal vez su esfuerzo por hacer reguero entre los nervios viejos de la hojuela acabe por desprenderla pero, ¿cómo encontrar ahora  la turba de plata que arrasó el parque? ¿cómo conocer el camino que la haga partícula de la inmensidad con que soñaba? Te quedará pues, gota de lluvia, el destino de los insectos abandonados, de los pétalos consumidos, de las semillas fatigadas y las alas resecas… Te quedará la soledad desalmada de verte hecha aire cuando antes fuiste agua. Pero sólo entonces -antes del llanto- descubrirás la fortuna de que, siendo sólo aire, volverás nuevamente al cielo de donde nacen todas las lluvias de los parques.... 

SEÑORITA, USTED PERDONE



A usted señorita. A usted que pasa cada tarde mientras concreto mis pertrechos y me pierdo en un nuevo intento de alquimista insatisfecho. A usted a la que veo a vista de pájaro a aquel lado de la calle -cercana mi ara al balcón desnutrido de adjetivos. A usted que muestra coleta rubia, falda razonable y bolso en bandolera. A usted que no es guapa ni fea, ni alta ni baja, ni ancha ni estrecha, ni todo lo contrario... A usted que existe para ser sueño de cualquier vate zaherido y, en cuya boca y reflexión presagio, por ese orden, sonrisas y desalientos.

        Sepa que cualquier día de éstos en que me pille con el corazón desatinado y la luna ande rellenita de nácar, voy a bajar a preguntarle su nombre y a bañarme en sus ojos atlánticos y, si usted no lo remedia, voy a acabar con nuestro desconocimiento mutuo atrapando sus labios con mi mirada y su cintura con mi torpeza para que, a la postre y, si la alquimia de los versos no lo remedia, usted proteste por mi vesania y, tras su nueva marcha, yo siga esperando inútilmente su paso en mi aterido balcón como un colegial inacabado. 

AUSENCIA




No hay olores en esta tarde. No huele a lluvia. No huele a árboles. No huele a ti ni a tu rival. No huele aún a frío. Y mi mesa es un paisaje maltrecho de memorias. Una marisma de libros por abrir y por rozar. No me gustan las tardes sin olor porque todas acaban oliendo a miseria. Al perverso recuerdo de que la soledad es camarada de trinchera. Prefiero que las tardes huelan, aunque sea a lágrimas o a sábanas penitentes. Que traigan motines de olores entre el aire que se mueve. Lamentarme de perfumes. Tener que escapar del incienso o la canela. Dicen que esta ausencia traerá rosarios de lluvias. Yo los espero. Sin el chubasquero que me prestaste en la última desbandada de los emigrantes voladores. Ausente y viejo. Un poco más viejo sin olores. Un poco más ausente sin memoria.