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¿QUIÉN MATARÁ AL POETA?



¿Cómo deciros que yo no soy el poeta? ¿Cómo deciros que el poeta tiene mi barba, y mis manos y el desvelo de mis ojos, pero que yo no soy el poeta? ¿Cómo deciros que el poeta se fuma el tallo de mis cigarros, construye la sombra que me persigue y lee los libros con los que aprendo, pero que yo no soy el poeta? ¿Cómo haceros saber que el poeta riega mis terruños, troncha mis panes y alimenta a mi gato, pero que yo no soy el poeta?

Yo sólo soy ése que el poeta encontró bajo las polillas de una farola. Con la noche echada por encima y diez rones mezclados en el hígado. Con un billete de menos en el cinto y una caricia de más en la mejilla. Con unas sandalias gastadas y mucha arena de reloj entre los dedos.
Con una historia en el bolsillo y menos de cien palabras para contarla.

Yo ya conocía al poeta. Lo sufrí en mis años de novias adolescentes. Era el que regalaba versos a beso la docena.    
El que abría flores con los labios y botellines de cerveza con los dientes. El que siempre tuvo ínfulas de verbo y un destino enredado entre paréntesis. El que no volvió a rimar hasta que me encontró de nuevo…

Y me encontró tal y como os he contado. Atiborrado de noches bajo una farola. Ebrio de soledades contando inútiles firmamentos. Y desde entonces decidimos caminar juntos. Empobrecer el mismo sendero. Los mismos atajos. Detenernos en las mismas luces y escondernos en las mismas penumbras. Cuando la tenemos, tenemos la misma mujer y, cuando toca, lloramos el mismo desengaño. Juntos luchamos frente al águila que devoró infinitamente a Prometeo, pero nunca nos trocamos…

No lo hagáis. No debéis confundirme con el poeta. No somos ni seremos el mismo. Nos necesitamos y nos odiamos. Pero, como mucho, seré yo el que lo ajusticie una noche en que mis mariposas negras se cansen de tanto verso hueco y engolado…



EL HOMBRE QUE LLEGÓ A URGENCIAS A LAS 18:46



El hombre llegó a Urgencias a las 18:46 de la tarde del domingo. Iba pálido, andaba con desmayo y una mueca descompuesta arreciaba su mandíbula. Era Agosto. La entrada a Urgencias estaba desierta. La gente deja eso de ponerse enfermos para otros meses con menos calor y menos vacaciones. Noviembre, por ejemplo. Noviembre es un buen mes para caer enfermo. Es frío y lluvioso y, en Urgencias, sirven una temperatura muy templadita.

El hombre vio a dos celadores en recepción y preguntó si lo podía atender un doctor. Éstos se cruzaron la mirada. Se encogieron de hombros y, uno de ellos, el más hablador, le indicó con la cabeza que pasase hacia dentro. El hombre se adentró en un pasillo frío con luces color hospital. En el primer descansillo, descansó, en el segundo vio una puerta abierta sobre la que pendía una luz verde. Se asomó con discreción -él siempre fue un hombre discreto. Era un consultorio pequeño con un doctor grande y una enfermera mediana. Su toc-toc en la puerta llamó la atención de ambos.

-Adelante -dijo el médico mientras calibraba el volumen de su fonendoscopio.
-Adelante -dijo la enfermera mientras calibraba el volumen de una carrera en su media izquierda.
-Diga usted -dijo el médico con una sonrisa urgente en su rostro.
-Tengo un ataque de soledad -espetó el hombre a la vez que le resbalaba una lágrima tamaño abandono-grande por la mejilla.      

El médico se levantó y salió de detrás de la mesa del consultorio. Tenía piernas. Tendió al hombre en una camilla. La enfermera quedó en pausa -como una película cuando vas al baño. El galeno comenzó a auscultar el corazón del hombre. Bajó el volumen del fonendoscopio y negó tres veces con la cabeza. Se dirigió a la enfermera con esa cara de circunstancias que sólo saben poner los médicos y algunos curas de pueblo.

-No hay duda -espetó-, un ataque de soledad bastante serio. Tome el ordenador Camila. No se demore.

El hombre se sorprendió. No por el diagnóstico del doctor, si no por la poca cara de llamarse Camila que tenía la enfermera. Ésta ya estaba frente a la pantalla plana de la computadora esperando las indicaciones de su jefe.

-Dígame su número de seguridad social, su usuario y contraseña -solicitó el facultativo al hombre-. Conforme lo iba recitando la enfermera picoteaba en el teclado como una paloma de parque. Cuando acabó se quedó mirando al galeno. Éste no dudó lo más mínimo.

-Inyecte quinientos diez amigos en Facebook, trescientos cincuenta seguidores en Twitter y suba un centenar de “me gusta” a Instagram -todo lo indicó con premura, como si la crisis se estuviese agravando.

La enfermera picoteó con más bríos en el teclado. Al pronto se detuvo.

-Doctor los “me gusta” del Instagram ya no los recetas la Seguridad Social -señaló con la voz aturdida-, ¿subo un par de fotos de unas vacaciones caribeñas?

-Perfecto -fiscalizó el médico arrancando una sonrisa en la  sanitaria y bajando la palidez de la tez del enfermo- No tardará mucho en hacer efecto.

Al poco el rostro del convaleciente fue tomando un color más rosáceo y su voz se tornó mucho más segura.

-¿Mejor, verdad? -interrogó el galeno.

-Mucho mejor doctor, mucho mejor -contestó el hombre hasta con cierta arrogancia.

-Pues ya se pude levantar de la camilla. Y el lunes sin falta vaya a ver a su médico de cabecera. Hay que mantener los niveles de amigos y seguidores en parámetros normales.


A las 19:09 de la tarde del domingo, el hombre que había entrado a las 18:46, salió del Hospital con una seguridad notable en sus andares, la tez calma y un ligero silbar articulado en sus labios. Sin duda era otro. Ya no tenía ningún temor a llegar a su pisito de soltero. 

UN TIC-TAC PEQUEÑO



Tengo un reloj pequeño que se mueve por misteriosas convulsiones. Sí. Como lo oyen -como lo leen. No atiende este pequeño reloj al tic-tac ordenado de sus hermanos mayores, ni parece conocer de que es a él al que le toca medir el tiempo. Cuando me acuerdo, corrijo sus agujas y, cuando me vuelvo a acordar miro su esfera tuerta -pues adolece de cierta opacidad su parte izquierda- con la quimérica ilusión de que haya recuperado la disciplina. No hay manera. No tiene el uniformado tic-tac, si acaso le imagino un     tic-tic-tac o un tic-tac-tac…  

Tengo un cariño especial a este mecanismo danzante. Pues  -aún no gozando de buena salud mecánica, ni siendo renovada la motriz de su energía- jamás ha desfallecido en su inútil tarea, de mostrar unas agujas peregrinas que, señalan inciertos caminos que nada tienen que ver con el más sesudo de los tiempos.

Carece mi reloj de sonidos despertadores o de esferas más pequeñitas que midan otras magnitudes. Por no tener, ni tan siquiera cuenta con la saeta del segundero, pues en un accidente temprano la perdió y, junto a ello, se volvió tuerto.


Se esconde mi menuda pertenencia en un cajón olvidado de los que utilizamos para olvidar los recuerdos. Allí mide él el tiempo. Caprichoso e indómito. Con la fragilidad que tiene todo lo pequeño. Ajeno al tic-tac de los reglados relojes de la casa. Como un suspiro de espacio olvidado. Como un enseñante de que, tal vez, haya otra forma de medir los momentos.    

CON MI VOZ EN UN SUEÑO



Soñé que leía para doce mariposas blancas.
Para el batir de sus alas soñé que leía.
Mariposas blancas en celda de bronce.
Sus suspiros de leche a mi voz le caían.

Soñé que leía para doce estrellas blancas.
Para el fulgor de sus lágrimas soñé que leía.
Estrellas blancas en caravanas de oro.
Sus latidos de luces a mi voz pretendían.

Soñé que leía para doce amapolas blancas.
Para el cimbreo de sus tallos soñé que leía.
Amapolas blancas en ramillete de plata.
Sus pétalos níveos a mi voz requerían.

Soñé que cantaba para doce doncellas.
Para el latir de sus vientres soñé que cantaba.
Doncellas de aire en lienzos de nubes.
Sus recuerdos de amores mi voz me robaban.

¿HABLAMOS DEL AMOR?




No es fácil hablar de amor. Mucho menos escribir sobre el amor. Escribir sin pisar la siempre ingrata servidumbre de los tópicos. De lo ya dicho. De lo ya resuelto. Todo el mundo amó alguna vez. Todo el mundo fue amado alguna vez. Aun en silencio. Aun en la ignorancia de que lo eran. Y lo que ha sentido todo el mundo lo puede formular todo el mundo. Sin artificios. Sin malabares. Con la rotundidad que dan las palabras escritas en cueros.

He sido siempre un escribiente más al servicio del desamor. El amor me provocó las palabras justas. Supongo que porque, cuando amé, estuve demasiado ocupado para acordarme de la lírica. Demasiado loco para el léxico. Demasiado anhelante para detener el tiempo en un poema. Cuando la musa se apartaba, aun un poco, empezaban a acercarse las palabras. Como rapiñas apostadas. Siempre estuvieron ahí. Pero a ellas les gusta el salitre de las lágrimas… 


Quienes me conocen -quienes me leen- saben que escribo más desde el recuerdo. Que manejo mejor el vocablo desde la perspectiva de la distancia. La historia siempre se entendió mejor así. Y el amor no hace si no seguir el patrón de las grandes historias. Con sus personajes. Con su trama. Con sus traiciones. Con sus héroes. Con sus villanos. El amor se hace historias en cada instante en que se vive. No necesita de excelsos argumentos. Ni de profusas y cruentas batallas. Ni de emperadores. Ni de criaturas mitológicas. El amor es la reducción de todo lo enorme a la dicha más pequeña: tú y yo.

LAS GRIETAS DE LA RAZA



Somos frágiles. Tremendamente frágiles. Pasé la tarde en un Hospital donde se acumulaban camillas con personas que se habían roto. Unos más. Otros menos. Unos veteranos ya en esto de romperse. Otros recién estrenados en la rotura. Se les nota en las caras. Se les nota en el ánimo. Se les debe de notar en el alma. Porque nadie piensa que se va a romper. Es cierto que intuyes las grietas. Luego las sientes. Más tarde las ves crecer. Pero siempre crees -en tu yo más inconfesable- que la vasija aguantará. Que el barro del que estás hecho es de otra pasta que aquél del que están hechos los otros. Pero esta tarde vi vasijas de todos los tipos sobre las camillas. Vi vasijas que lloraban. Vi vasijas que se desesperaban. Vi vasijas que se resignaban. Y vi muchos alfareros remendones      -como aquél inolvidable del maestro Saramago. Todos con batas blancas. Para que se note el barro. Para que no se nos olvide de lo que estamos hechos…


Cuando me rompa quiero hacerlo en mil pedazos. Pienso que sólo así quedará entera mi alma… 

EL VERBO HACER



Esta noche me he traído a mi pequeña marquesina mi cuaderno-de-cosas-que-no-haría. Es un cuaderno casi inédito y de páginas escasas porque, por principio, no tiene muchas anotaciones. Creo que “hacer” debe de ser el verbo sobre el que gravite cualquier existencia. De conjugarlo en mayor o menor medida dependerá la altura vital de nuestra presencia en este mundo. Quien no hace no se equivoca en casi nada, salvo en una cosa, en “no hacer”. El infinitivo que propongo conjuga con todas las proezas del ser humano. También, es cierto, que con todas sus miserias. Pero la indolencia por costumbre debería de estar penada por las leyes divinas.

No me considero un indolente, pero si es cierto que lo soy en mayor medida que aquel jovenzuelo que, un día cruzó la veintena con agujeros en los bolsillos y estrellas en la cabeza. Es lo que tiene la edad. Uno va haciendo cada vez menos. Por la sencilla razón de que ya hicimos mucho -quien lo hizo claro...Y aquello que se hace ya con cierta edad, se magnifica hasta extremos que pueden resultar ridículos. No, amigos, amigas, no se es más joven por bailar con setenta años ¡Qué vitalidad! -grita el coro. Pero, por Dios, si yo no bailaba a los veinte, si no me recoge antes la parca -en uno de sus vuelos charter especial para fumadores- ¡Cómo voy a bailar a los setenta!

Hay otra cosa, aparte de bailar, que tengo anotada en mi cuaderno-de-cosas-que-no-haría: Yo jamás me leería. Sí, como lo han oído (más bien leído). Jamás sería un lector de mí mismo. No soportaría a un tipo que escribe una metáfora por cada frase y un calificativo por cada dos sustantivos. No soportaría a un tipo que trova al amor de manera tan lírica, tan desarraigada y tan utópica. ¡Ame usted más y escriba menos sobre el amor! -deberían de gritarme desde el anfiteatro…Y luego está, cuando filosofo, ¡uf!, qué difícil de soportar mis peroratas acerca de esto y de aquello, sin criterio, sin sintetizar conceptos… ¡tremendo!...

Bien me podrían ustedes reprochar con la asistencia de la razón: pues no escriba usted como a usted mismo no le gusta… Y ante tal censura, no podría por menos que decir: es que no lo sé hacer de otra forma…      

Por eso pienso que hay dos cosas que un escritor que se precie jamás debería de hacer: leerse y hablar en exceso.

Lo primero porque reducirá su trabajo a la miseria con su áspera, pero inevitable, crítica autodestructiva, lo segundo, porque el resto del mundo se dará cuenta de lo poco que vale cuando no le da tiempo a pensar lo que dice (si esto fuese el prospecto de algún medicamento aquí habría que advertir: no utilizar lo antedicho con los grandes. Porque amigo, amiga, ésos saben torear en cualquier plaza).

Creo que ya he hablado (escrito) suficiente por hoy. Recuerden siempre que aquello que digo es producto de un instante y de un estado. No piensen que necesariamente mañana diría lo mismo. Es lo que tiene tener una existencia tan contradictoria como la mía, siempre puede uno decir: ¡ah! pero eso lo pensaba ayer, ¿no sabe usted que yo soy un contradictorio?  Y me quedo tan ancho.


P.D. Sólo una cosa que se me quedaba en el tintero sobre hacer o no hacer: si me ven alguna vez hacerme un “selfie” les ruego llamen a Urgencias con presteza. Mi locura habrá llegado a límites del internamiento inmediato. Gracias.  

ENREDADA EN MI MEMORIA



Esta tarde entraste en mi memoria. Sin llamar. Como hacías siempre. Como un pajarillo que llega al jardín otoñal de un caserón desamparado.

Y cuando entras en mi memoria se descomponen todos mis azahares, y de mis manos brotan aderezos de piel y culpas y en, mi alma, un estallido de tristeza y fuego revienta la coraza de los años.

Llegaste esta tarde a mi memoria. Sin llamar. Como era tu costumbre. Con tu sonrisa invasora, con tus cabellos sin adornos     –rubios como el pecho de un querubín-, con tus ojos llenos de la miel de mil abejas.

Y al entrar nuevamente en el aire de esta morada te recuerdo entera. Entera y desnuda. Abierto tu cuerpo sobre las sábanas que, durante mucho, fueron tu ara y mi perdición. Y veo tu vientre pequeño y frutal, y tus pechos perlados y adolescentes, y tus muslos sosteniendo el cáliz de la primavera; y tus labios, tus labios conjurados para que, siempre, un beso tuyo supiese al último de los besos.


No veo más. Lanzo piedras para amedrentar mi recuerdo y, en el pozo que habitas, apenas veo ya un retazo de tu piel rosa entre un espejo y mi ceguera. Pero ha quedado el olor a cielo y a bosque en mi memoria. A la que llegaste esta tarde. Sin avisar. Como era tu maldita costumbre…  

ESOS INSOPORTABLES…



Me emplazaba a mí mismo en la noche de ayer a contarles  qué tipo de escritores no soporto. Un emplazamiento hecho a sí mismo se torna en un reto del que difícilmente uno se puede escabullir. Tiene el peso de la palabra que uno se dio y tomó. Con lo cual y, aun a costa de crearme enemigos pequeñitos –ningún enemigo grandote va a venir a leerme a mí, porque ustedes que me leen a menudo son lo más grande que tengo por acá-, tomo mi propio desafío como un boomerang que vuelve esta noche a mis páginas en blanco.

Como es noche de sábado y, no quiero yo andar perturbando en exceso festividades ajenas, voy a tratar de ser breve como un helado de un euro.

¿Quiénes tienen pues el deshonor –pudiese ser que el honor según el criterio que se tenga de quien esto suscribe- de ser para mí insoportables? ¡Tachán! LOS ESCRITORES QUE ESCRIBEN PARA ENTENDERSE ELLOS. Los he conocido a patadas. Tienen tanto lío en su interior que se deslían a base de injerir botes de tinta –una peculiar dipsomanía- para luego destilarlos letra a letra sobre el inocente papel en blanco. Suelen ser éstos una suerte de mezcla entre filósofos y, lo que yo llamo, ayudantes de vidas ajenas y, siempre que los nombró me viene a la cabeza un psiquiatra que me trató y que acabó inhabilitado por una severa depresión  –lo digo con cariño y respeto, que ciertamente se lo tenía yo a tan peculiar facultativo y, como no, a tan cruel enfermedad.

Pero estos escritores que les nombro tienen que escribir para entender lo que andan pensado. Son ególatras por devoción y naturaleza. Comienzan su aventura literaria normalmente con poemas que uno no sabe si está leyendo del derecho o del revés. Luego pasan a relatos espirales que, o uno los deja a tiempo, o puede acabar como ellos y, finalmente, terminan la mayoría en el obituario de una redacción de periódico –con perdón- o colgando su pluma para dedicarse a mirarse más en el espejo.   

Pero claro. ¡Quedan los que triunfa! Los que no se sabe porqué extraña selección natural empiezan a vender libros como churros. De no conocerse a sí mismos se convierten  en seres aparentemente sabedores de todas las inercias y mecanismos que zarandean a este mundo. Conocedores de áuras ajenas y de todos los secretos que llevan a la divina felicidad. Además se los pueden vender por fascículos, por docenas, por colecciones, en papel, en archivo de texto, en CD, nada es imposible para ellos...

Saben a los que me refiero. Se reconocen sus títulos en los escaparates de cualquier librería de su barrio. Porque todos sus tratados se pueden resumir en uno: “Si usted no encontró la felicidad es porque es tonto y yo, que no lo soy, le voy a enseñar a encontrarla”. ¡Qué atrevimiento!, podrán pensar muchos de ustedes.¿Cómo puede hablar así de …. fulanito, menganito y zutanito? ¡Pues sí! Hablo así porque es lo que pienso. Y para apuñalarme ya estarán otros, que no lo voy a hacer yo mismo.

Hablo con mediano conocimiento de causa. Los he leído casi a todos. Y sigo siendo el mismo infeliz con menos euros en el bolsillo y menos lugar en mis estanterías. A todos estos visionarios se les olvida reseñar algo al final de sus libros: “lo que yo ahora le digo lleva el ser humano diciéndolo, explicándolo y practicándolo desde hace milenios; pero yo se lo he explicado en forma de tebeo…”

Son así. No los soporto. Puede que me quede con una o dos excepciones. Verdaderos guerreros de luchas intestinas. Buscadores ilusionados de la piedra filosofal. Pero el resto… Como le oí decir una vez a un grande: si Dios se te sienta en la cabeza, tienes un problema…

Así que, mis (no odiados, que ese verbo no lo suelo conjugar) infumables escribanos, no vendan ustedes felicidades ajenas. Quédense con la suya. Disfrútenla. Pero, por favor, no la encuadernen.



P.D. Me quedan en el capazo de mi ignorancia otros amanuenses de letra propia y perfil característico. A ver cuando tengo ganas y hablamos un rato de ellos.

EL OFICIO DE ESCRIBIR



EL OFICIO DE ESCRIBIR

Desde que me convertí –al menos transitoriamente- en un anacoreta de costumbres urbanas, dóciles y elementales, cada noche tiene o no la condición de festiva, dependiendo únicamente del éxito que otorgo a la singular aventura de transcribir palabras, del interior que palpita, al papel que silencia –¡ahí quedó eso…!

Y es que siempre pensé que no todo el que escribe es escritor, por mucho que así lo defina la Real Academia, pero que sí lo era toda persona que escribe con la sana intención de relatar algo, con una formas determinadas, para despertar en otro cualquier emoción. No es fácil decidir a quién incluimos o no en el monto de los escritores por definición. Porque con la acepción que les he expuesto, una señora que deja a su marido una nota sobre la mesita de noche en que, le advierte de su inapelable decisión de no volver a verlo, sería una escritora. Ha escrito. Ha tenido la intención de contar algo. Lo ha hecho de determinada forma. Y ha despertado en otro una emoción –y ¡vaya con la emoción! ¿Ven? Es muy complicado esto de calibrar quién es escritor…

Hay quien a la definición anterior añadiría dos nuevas condiciones, la habitualidad y la exclusividad. Conocida mi habitualidad, no saben ustedes en la cantidad de ocasiones en que me han preguntado: pero, ¿aparte de escribir te dedicas a otra cosa? Esa es para el Universo de la Palabra la Gran Pregunta. Una pregunta que nadie le haría a Ken Follett o a don José Saramago –mucho menos a este último por razones tristemente obvias. Pero a mí sí. Y cuando manifiesto mi pobre condición de funcionario estatal, ¡ay amigos!, ahí pierdo ya toda mi condición de escritor. Aunque quien me haya interpelado, momentos antes, haya estado colmando de loas mis papeles. No hay nada que hacer. Para él/ella dejé de ser escritor para pasar a ser un funcionario que tiene el hobby de escribir. ¿A que sí?

Luego están aquellos que inquieren contemplando otros matices… Pero… ¿has escrito algún libro? ¡Ay! Segunda condición que no cumplo. Ya no me dejan lo de escritor ni como hobby… ¿Has ganado algún premio? ¡Zas! ¡Aquí los sorprendo! –me digo para mí.  ¡Sí señor! tal y tal y tal… (no sigo con más tales porque no los hay, no vale la redacción con la que gané en 6º de EGB). Y como los tales no son los que habitualmente se publicitan ¡Ay! Tercera condición a la papelera del desengaño. Y el interrogatorio que finaliza con una conclusión inapelable y muy andaluza: éste ni es escritor ni es ná… 

Sí señores/as, lo antedicho podía ser mi ensayo –pueril donde los haya- sobre qué es esto de ser escritor. Quienes a esta tarea se dedican habrán sonreído amargamente. Yo seguiré con mi noviazgo con las palabras. Por ahora no hay fecha para la boda, ni tenemos padrinos que nos sustenten ni oficiante que nos bendiga. Sé que la anécdota con la que voy a periclitar -¡toma! ¿ven? palabreja de escritor- esta minuta, está muy trillada, pero siempre la refiero cuando hablo de esto de escribir. Cuentan que, presentados en una recepción el torero sevillano “El Gallo” y don José Ortega y Gasset, el primero preguntó al segundo que a qué se dedicaba, suponiendo don José la carencia intelectual del torero –que no era ni mucho menos tal- le dijo que se dedicaba a pensar. El torero asintió y se giró para comentarle a su subalterno,…desde luego hay gente “pa” “to”…

Feliz madrugada. Feliz destino.
(Feliz atardecida América)   


P.D. Déjenme que les cuente otro día la clase de escritores que no soporto. Hay mucha tela que cortar.

PENSAR, ESE VERBO TAN DESCONOCIDO…




Voy a buscarme un lugar para pensar. Necesito soltar lastre. Soltar vida de la que no vale –como el colesterol malo. No recuerdo la última vez que pensé. La última ocasión en que, seriamente, me puse a pensar. He andado cavilando más o menos mientras estaba en otras labores, pero lo que se dice pensar, concentrando todo mi cuerpo en el verbo, no.

Sé que el verano no es bueno para pensar. Más bien se utiliza para "despensar". Se oye en estos días de forma frecuente:  "… me voy a desconectar un tiempo…" "…me voy una quincena a la playa a no saber nada de nadie…" "…voy a leer en estos días toda la lectura que tengo atrasada… " "…me marcho a disfrutar unos días con la familia…". Y claro, a uno le dan ganas de preguntar: qué  es desconectar, qué es no saber nada de nadie, cómo se va a leer usted en unos días lo que no ha leído en su puñetera vida y qué hace el resto del año usted con su familia… Y lo que es más importante ¿y a la vuelta? ¿volverá usted a ser el de antes de su quincena vacacional? Porque entonces, como decimos en mi tierra, para ese viaje no hacían falta alforjas…Pero uno, en su prudencia genética, calla, inclina el cuello y otorga.

Pensar es algo más. Es detenerse. Señalar la página a mitad de la novela. No hace falta que uno ponga posturas raras -que más que pensar en lo que debes, piensas sólo en cómo puñetas mantener el equilibrio. No. Lo único raro que usted debe de hacer es parar.
Porque pensar es repasar nuestra historia. La pequeña. La importante. La que escribimos cada día. Ésa de la que somos poseedores de sus páginas. Revisarla y preguntarnos con seriedad, ¿cómo va mi crónica?, ¿cerré ya aquel capítulo que llevo años queriendo cerrar?, ¿qué hice con aquel personaje que sigue apareciendo sin que nadie le dé vela que encender?. Porque no es fácil escribir una historia e ir dejando capítulos abiertos y personajes aparcados. ¿Se imaginan lo que sería una novela trazada de esa forma?

Mis queridos-queridas lectores-lectoras (no imagino que son ustedes muchos, me basta una salita algo coqueta con media docena de sillas) hay que ir concluyendo capítulos. Sabedores de que nuestra historia (al menos la mía) lleva ya muchos títulos escritos.

Hay que pensar en cómo dar con el final más adecuado para ese personaje que se resiste a abandonar la novela. Hay que acabar con ciertos lugares, paisajes, amaneceres, atardeceres; porque sólo acabando con ellos descubriremos que nos quedan nuevas páginas por escribir. No pretendamos hacer malabares con nuestra vida y colocar unos personajes sobre otros que no se han ido, nos nacerán monstruos de dos cabezas, de dos corazones y de ningún sentido. No pretendamos tener una historia manejando, a la vez, la vida de quince docenas de personajes. Libérese usted de capítulos. Y piense en cómo van a comenzar los nuevos. No tenga miedo a fantasear. La fantasía es imprescindible para estar gentilmente vivo. No tema hacer un giro literario en su novela. Lo grande de estar vivo es que podemos cambiar de personaje. Pero ¡ojo! eso conlleva, en la mayoría de las veces, también cambiar el elenco de quienes nos acompañan. Hay quien esto no lo entiende y, se acaba quedando con la soledad por toda compañera de obra, porque no avisó a nadie de su cambio. Es preceptivo. Si es necesario hasta ponga usted un rótulo: "Estoy de Reformas". Y, cuando finalice, comience usted la siguiente página de su vida con una amplia sonrisa, un lapicero y una gran goma de borrar.

Sí. He de encontrar un lugar para pensar. Ya lo dije. Este velero lleva mucho lastre, y he de soltar sobrecarga antes de embarrancar en el acantilado equivocado. 




© Fotografía del encabezamiento: Charo Guarino

MI ABUELO. UNA HISTORIA MÍNIMA.




Llevo días acordándome de mi abuelo. Porque al hablar estas mañanas de gorriones y grillos he recordado su particular relación con los seres minúsculos. Y es que nunca gustaron a mi abuelo animales que alzasen más de un palmo, pero disfrutaba del trato de todos aquellos pequeñajos que cabían en una mano.

Vivía mi abuelo en una caja desdentada de ladrillos y vieja de yeso, con una hermana enferma. Y, en la casa, tenía canarios por docenas, algunos verderones con sus caras de payasos, jilgueros de tez grana y un ruiseñor con mal de amores porque jamás le oí cantar. La casa de mi abuelo olía a alpiste y a estiércol de ave, pero a mí me encantaba ir. Me enseñaba cada jaula y me recitaba el nombre que había puesto a cada enjaulado. Nunca supe como diferenciaba a tanto animal con alas. Sobre todos a los canarios, pues siendo la mayoría dorados, a  mi me resultaban copias exactas unos de otros. Pero a mi abuelo no. Él los distinguía perfectamente. Luego de mostrarme los machos, alzaba a alguna hembra empollona y me mostraba unos huevos pequeñitos como canicas. Los tomaba con su mano huesuda y los colocaba al trasluz. A veces fruncía el ceño. Éste está huero –sentenciaba sin atisbo de duda. Y aplastaba el huevecillo para que yo comprobase que, efectivamente, no había ser alguno bajo el cascarón. Cuando le nacían los polluelos y, alcanzaban independencia, los vendía en una pajarería y me daba diez pesetas. ¡Qué contento me ponía yo! ¡Y que contento se ponía mi abuelo de verme a mi contento!  

Mi abuelo era un hombre parco en palabras. Alto y con porte de caballero decimonónico. Tenía un bigotito de perfecta traza bajo una nariz de ángulo elegante, y una voz algo aflautada que ha heredado mi hermano pequeño. No tenía muchas más historias mi abuelo. Había estado en la guerra pero no entendía de guerras. Había visto jugar a Di Stéfano pero no entendía de fútbol. Había pasado hambre pero no quería hablar de ello. Mi abuelo me hablaba de canarios, y de lagartijas, y de grillos y de un lobo que, según él, le había salvado la vida –pero nunca acababa la historia.

Siempre he pensado que mi abuelo hubiese sido un buen personaje para García Márquez. No necesariamente un Buendía, pero sí cualquier otro de su realismo mágico. Porque mi abuelo era así, un poco real y un poco misterioso.


Mi abuelo murió un día en que no caminó. En que se le cansaron las piernas y decidió parar. Así era mi abuelo de cabezota. Yo creo que se empeñó en morirse. Si no, pienso que aún estaríamos viendo al ruiseñor afónico de penas, en aquella casa desdentada de ladrillos.    

DEL DOMINGO, LA AUSENCIA…




¡Cuánto he trovado a las tardes del domingo!

A la tranquilidad atormentada que las devora. A la paciencia infinita de la araña que las teje. A la espesura calmosa de la sombra que las extiende. A la ancianidad precoz del aliento que las jadea.

¡Tardes del domingo!
¡Pequeños otoños en el latido de la vida!

Hojas desmayadas en las esferas de los relojes. Caravanas de hormigas en las cortezas de los árboles sensatos. Poemas retirados de las bocas de los amantes locos. Lluvias invisibles sobre los ojos del paisaje ciego.

¡Tardes del domingo!
¡Sois ausencia!

Ausencia de mi verbo y de sus ojos. De mi espada y de su boca. De mi yelmo y su saliva. De mi caricia y de su vientre.


Su cuerpo nunca estuvo en una tarde de domingo, y yo sigo teniendo su beso oculto en un rincón de mis sábanas olvidadas…  

AL OTRO LADO DE LA NOCHE



Hoy se escucha la nana de la noche. No sé si la apreciaron alguna vez. Supongo que sí. ¡Claro que sí !¡Hay veces en que pienso que soy el único lunático del planeta! Eso tiene la soledad… Uno mira a su diestra y a su siniestra y, al no ver otra sombra, piensa que la única es la que le acompaña fiel a su espalda. ¡Pero habrá tantas existencias que ahora escuchen este murmullo cándido!

Hoy, desde aquí, el cielo parece un ejército de alacranes blancos. Lo miro y sonrío. Como sólo sonríe un niño grande. Como si jamás hubiese visto tantas estrellas juntas. Lo trato de retratar en mi hoja de ruta, pero ya dije que soy muy mal dibujante. Así que cierro los ojos. Los aprieto. Y espero que quede ahí adentro ya para siempre. ¿Se han fijado que, cuando queremos que algo no se nos olvide, cerramos los ojos con mucha más fuerza de lo habitual? ¡Como para que la captura no se escape por la rendija! Tenemos unas manías…  

Y es que ciertamente somos curiosos los seres humanos. Yo me río tanto de mí mismo… Me levanto por la mañana y, antes de pasar a la ducha, lo primero que hago es mirarme en el espejo. ¿Pero qué pretendo comprobar? ¿Ver si me han crecido las orejas por la noche? ¿Cerciorarme que de no me ha aparecido un tercer ojo justo en mitad de la frente? Porque a mi barba selvática, a mis ojos de pulpo despistando, a mi nariz algo chatunga y a mis labios- siempre ligeramente agrietados- ya me los conozco de sobra. Pues nada. Cada mañana el mismo ritual. Eso mi gato no lo hace. Nano no se mira en el espejo. Se miró una vez cuando llegó a casa. Se observó detenidamente. Echó un vistazo tras el espejo. Y nada. No se ha vuelto a mirar. ¿Para qué? –dirá él. Si él ya sabe que es un gato níveo de cuatro patas. Pues nosotros, a los humanos me refiero, lo que nunca hacemos es mirar tras el espejo… ¿Y si hay alguien que nos lleva engañando toda la vida? ¿Alguien que ha crecido con nosotros y cuya única tarea en este mundo es que jamás conozcamos nuestro verdadero rostro? ¿A qué no lo habían pensado? (No, no corra ahora a mirar tras el espejo, si acaso antes de acostarse, que puede dar más repelús…)

Tenemos los humanos manías sorprendentes, ya, ya les iré contando otras en otras noches. Ahora voy a volver a la serenidad de lo oscuro. A seguir escuchando la brisa de lo ausente. A bañarme de la plata de las estrellas cerca de esta marquesita rubia. Yo. El que cada mañana aparece en el espejo. Pues, chanzas aparte, sigo siendo el mismo malandrín que ora está triste como un náufrago, ora ríe como un títere de circo. Eso es pasear por la vida. Esta ingrata compañera que me empuja a no sé dónde. Que me pone zancadillas y luego me tiende la mano. Que me besa y me maldice. La vida. Nada más y nada menos…