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EL MECÁNICO DE LA TRISTEZA




Hace cosa de un año (mes más, mes menos) lloraba yo mucho, así que decidí ir al mecánico a que me echase un vistazo al lagrimal. El taller no quedaba lejos de casa y lo recordaba con nostalgia (viéndome de niño, literalmente pegado a su escaparate, contemplando aquellos ojos huérfanos de rostros; unos brillantes, otros serenos y, los más, demandantes esféricos de otros ojos que los mirasen).

El mecánico era/es un hombre gordo –como casi dos hombres-, rústico en su figura pero delicado en su hablar -como un jilguero obeso-. Recuerdo que durante todo el rato que estuve con él, se secaba continuamente las manos con un pañuelito -de tela ligera y forma cuadrada- que debería contener lágrimas de la media Córdoba más apenada.

Me examinó con pericia el ojo diestro y me dijo que tenía una abundante pérdida de tristeza.
- ¿Sólo en un ojo? –le pregunté intrigado pues, si bien era yo persona de sentir, no lo era mucho de conocer sobre la anatomía de los sentidos.
- Probablemente en ambos, pero sepa que un solo ojo -puesto a drenar- llenaría un pantano de lágrimas. ¿Me lo va a dejar? Aún me queda un hueco en la agenda –dijo consultando una libretilla de hule con olor a llanto.
- Pues sí… Pero el otro me lo llevo puesto, más que nada por si hay algo que mirar -me resigné.

En aquellos días en que duró la reparación (primero de uno, luego del otro), apenas lloré (se ve que la tristeza se anda con cautela cuando sólo ve una salida en el fondo del túnel) y, desde entonces, cuando me vienen esos arrebatos de llanto incontenible, no dudo en acercarme a ver a este chamán de iris y pupilas.

Hoy he estado en el taller con Linda Daniela –ojos de selva-, un papagayo plañidero se ha extraviado en el verdor de su mirada, y no soporto ver más esos regueros de lágrimas en sus mejillas de caramelo.

- Bonitos ojos –ha enjuiciado el mecánico.
- ¡A mí me lo va a decir! –he exclamado dentro de un suspiro…


AGORAFOBIA



I
Un año sin salir de aquí. Anoche sentía los latidos de las paredes en el pecho. Es mucho tiempo hasta para la locura. Demasiado tiempo. Por eso esta mañana me he duchado y me he mudado de ropa (no recuerdo la última vez que lo hice). Me he propuesto llegar hasta el parque. Atravesar la maldita puerta de madera que fronteriza el pasillo y correr escaleras abajo. Dos cambios de acera -acaso tres en zigzag- y estaré allí. Junto a los árboles en los que escribí versos y maldiciones. No puedo pensarlo mucho más. Ya tengo el pantalón puesto. Ya tengo los zapatos puestos. Sólo tengo que correr. No puede haber monstruos en la escalera. No al menos más que aquí…


II
Lo he conseguido. Ya estoy sentado en un banco del parque. Todo gira. Me tiemblan las piernas y las manos. Sudo. Sudo demasiado para ser otoño. Pero estoy aquí. Los árboles verdes laceran un cielo de un azul que ya no recordaba –he olvidado tantos colores…-. No miro a nadie y nadie me mira. Hay un ruido de ¿chiquillos? al otro lado de dos olmos imposibles. ¿Había olmos aquí? He girado la cabeza y una reja enorme rodea esta isla de hojas y agua. Ahora pienso en que tendré que volver a atravesarla. Y si lo pienso, vuelvo a sudar. Profusamente. Gotas enormes que caen y levantan el barro dormido. Tengo los zapatos puestos. Tengo los pantalones puestos y un abrigo ligero. Puedo correr. Pero no puedo evitar la imagen de verme sin piernas. No quiero mirar. El camino a mi casa se estira en mi mente sin razón. Qué lejos queda ahora. Y aquí no tengo las pastillas. ¿Cómo no traje las pastillas? El sol no durará mucho y yo temo a la noche. Veo monstruos al otro lado de la verja. Caminan y hablan. Y son muchos. Y las lanzas del enrejado se hacen altas, cada vez más altas. Como una jaula. Me doy cuenta y lloro… ¡Dios! ¡Sólo he cambiado de cárcel…!

TÚ, LLUVIA





Llueve como si no hubiese llovido nunca. Como si al cielo se le hubiese olvidado y se recrease, ahora, en la dicha de sentir cómo puede verter agua. Es caprichoso el cielo. Y azul. Y testarudo. Y olvidadizo. Es un poco como tú, volátil y mágico. Si tú llovieras lo haría siempre de tarde en tarde y de grande en grande, porque no eres tú mujer de menudencias; cuando amas, amas mucho y cuando des-amas viertes -sin mesura- amantes de agua en los mares de tu memoria… Nunca piensas que, por inmensos que te parezcan, todos los océanos andan prisioneros en los acantilados del tiempo.


Llueve como si no hubiese llovido nunca…
…Y te recuerdo como si jamás hubieses dejado de empaparme…

EL VIERNES OMITIDO




No me ha llegado el viernes. He mirado por la ventana y aún hay una noche de jueves remolona con un guiso de nubes y espirales. Le pregunté a mi vecina de enfrente si dejaron un viernes para mí y me dijo que naranjas de la China –ella siempre dice que naranjas de la China, le preguntes lo que le preguntes...

Así que aquí ando, sin saber si seguir viviendo el jueves -que fue arisco y nada original- o si saltar al sábado -con el consecuente riesgo de que caiga en un bucle de esos de espacio-tiempo de los que hablan sin pudor los científicos.

Mientras me decido, le he dado de comer a Nano -que no perdona sus dietéticas bolitas haya o no viernes- y me he puesto a leer la prensa de hoy con las noticias de ayer (no creo que note mucho el cambio…).

P.D. Esta noche pretendía ver a Linda Daniela -ojos de selva-, si su viernes le ha llegado en tiempo y forma, a ver cómo le explico…


LOS LECTORES





Me gustaba leer para ti. Lo hacía con mi voz de madera. Sin estridencias. Tratando de alinear cada párrafo en mi garganta. De reojo, veía tus párpados de papel cerrarse, delicadamente, hasta que quedaban a poco más de una pestaña de soldarse. Y yo leía y leía. A veces, si el libro era escaso en hojas, con la mano liberada, apartaba una y otra vez el pelo amarillo de tu frente, y leía… “…hecha con todo el oro y con toda la plata…”. Cuando empecé a toser, ya nada fue lo mismo. La madera empezó a astillarse y los párrafos se me enganchaban -como garfios- en la garganta. Te diste cuenta la primera noche. Pero tus párpados se habían acostumbrado… Tú te habías acostumbrado y apartabas la verdad y la tos con un beso y una sonrisa plegada. Hasta que no pudo ser más…

Ahora eres tú quien me lee. Cuando se cerró la garganta, los líquidos me cerraron los ojos y a punto estuvieron de cerrarme el alma. Me lees despacio, como si lo hicieras para un niño. Lo haces con tu voz de nube temprana, de hoja verde…

Lees… Pero cuando toca el verso de un poeta muerto, una lágrima rueda por la misma pestaña que sostuvo tu párpado y tu vigilia.


LA EPIDEMIA




Dicen que está muriendo mucha gente de tristeza. Me lo cuentan los gorriones que marchan a La Habana. Me lo dicen los vientres nervudos y habladores de las hojas marrones de los parques. Dicen que hay una epidemia que arrambla con el brillo de los ojos y se hace agujas en las grietas de la sangren. Y yo, que he visto a tantas enfermeras llorar ante los ojos vacíos de los pájaros, me he puesto a cubierto bajo el trozo de piel que se empapa sobre mi mirada de contrabando.

SOMOS ARAÑAS...




Quedó la araña equilibrada en la hebra. 
Arrugadas las patas en su pecho de plomo. 
La cabeza inmersa. 
Los ojos vueltos a la nueva ceguera. 
Al fin, indiferente y lúcida. 
(Agotado el último aliento de seda en cumplir su destino inexorable…)

CHAO, TARDE




Marchó la tarde. Se apagó el faro impenitente –ya más pobre en amarillos-. Se borró el desfile de viandantes, de gorriones, de hojas secas, de remolinos de minutos apresurados.

Puso su mano la noche sobre la iglesia alta, sobre la montaña alta, sobre las tapias altas de los corralones donde el amor aún era joven. Puso su mano la noche en el hueco de las alcantarillas y en el centro mismo de la estrellas.

Ya canta la niña -ojos de selva- en su castillo de naipes fluorescentes…


EL LUNES Y CLORINDA




Se echa este lunes como un perro viejo. Como un lunar de otoño en la acera aún caliente –pasarán días antes de las lluvias y los vientos-. Voces vendedoras de jabones y aceitunas gorgotean junto al mercado –es final de mes y las bolsas no van llenas.

Entre todas las voces, una -gritona y burda-, hace agujeros en el techo de la mañana. Es la Clorinda, la otrora cantinera, una perdedora de sueños que amenaza con venderte la buena fortuna. Grita y grita. Ajena a los enfermos y a los que vivimos del silencio. Lleva romero en la mano y, las estampas de un santo inédito, le asoman por el escote hueco. La esquivan los mercaderes y la clientela, como a un animal con sarna. Huele mal. A aceite rancio. A orín. A malaje. Da trotes para cerrar el camino de los que pasan, de los que buscan pan para tres días… Salta y grita. Como bufona palaciega. Como una vasalla de Midas que todo lo convirtiera en desdicha…


Y yo escribo y escribo, ajeno a mi fortuna, sin saber si la Clorinda ha atado plomo en las alas de mis musas…

LA MIRADA DE NANO




Son muchas las ocasiones en que Nano, mi compañero-felino-vigilante, se sostiene hierático en el mínimo espacio que ocupa junto a mi mesa de escribiente. Y yo, viéndolo tan fijo en nada y tan fijo en todo, juego a sostenerme en los caprichosos colores de sus iris. Entonces él, que jamás evita mi mirada, se queda inmerso –profundamente inmerso- en un punto incierto de mis ojos. Sé entonces que ve algo en ellos... Algo más allá de lo que yo jamás vería…


Y así se alarga el planeta del tiempo hasta que, la sequedad de mi impaciencia, me hace claudicar en ese pulso de mirarnos fijamente. Es entonces, cuando en un absurdo disimulo de mi derrota, le digo siempre lo mismo: ¡qué raros somos Nano! Y él -al oír la exclamativa sentencia- se alarga, mal-pone sus orejas, separa la boca, lame la parte menos oportuna de su cuerpo y, volviendo a mi mirada, parece preguntarme: ¿qué razón te hace ver en mí la imagen de tu propia rareza…?

FACTURA EN VERSOS





Linda Daniela –ojos de selva- siempre me decía lo mismo: mira, aunque ni lo toques, te voy a cobrar por mi cuerpo, o sea, por mi piel, por mis pechos, por mi grasa, por mis muslos, por mis uñas, por mis labios, hasta por mis tendones si quieres; pero por éste –y se señalaba el lugar donde su corazón trasteaba-, por éste no te cobro, canalla, que ya me lo has pagado con tus versos…

MARINERO EN CIERNES




Yo compondría muchos poemas al mar. Y a sus casitas marineras. Y a sus barcas tan honestas.

Yo compondría muchos poemas al mar. Y a su existencia de escamas. Y a su abdomen planetario.

Y así, tal vez, escribiría diciendo: ¡Ay mar, preñez azul! ¡Ay mar, semillas de agua!... y otras naderías que se me ocurriesen…

Pero yo fui a nacer en el seco pliegue de un valle. Como un olivo. Como una espiga. Como la llaga de un camino. Y por eso tengo siempre este ademán de lejanía, de destierro, de nostalgia, de equivocación -como un bandoleón tocando una polonesa…

Cuando un día me vaya al mar, pintaré mi casa de blanco-niña, y mi tejado de azul-niña y mi barca de blanco-azul-niña; y por las mañanas, y por las tardes y, en la herida de la noche, me acercaré a su orilla costurera, y le diré, ¡Ay mar, hasta en las caracolas te eché de menos…! 

SÓLO ELLOS




Era una de esas noches
con garabatos de estrellas.
Nada en ella oculto.
Ni la pena.
Nada en él abstruso.
Ni la sombra blanca
de su sombra negra.

Era una de esas noches
con espuma de deseo
galopando por las venas...


AL ALBUR DE LA SEMANA



¡ Levántate Semana ! Tiende al albur del viento los telones infamados de tus trastiendas. Despliega o contén cirros a tu antojo. Derrocha sol o sé virulenta con la lluvia. ¡ Tú mandas !

Aquí abajo, tantos mortales, esperamos el designio de la septena en que agrupas la tirada de tus dados. No somos más que aquello que ocultas en tu despensa, en tu abdomen de horas y trampas… No somos si no la manada obediente que acude a la sirena de tus fábricas de esperanzas. Los carneros en el ara del probable sacrificio. Los mártires en la hoguera de las mariposas silenciosas…

¡ Sublévate Semana ! No podremos ser más si no te enfundas en un anárquico compromiso. Si no abres el cajón de los azares imposibles, si no marcas la baraja con serendipias caprichosas…

¡ Sublévate Semana ! Y no des al César lo que es de Dios y a Dios lo que es del César.

Si rompes la partitura de los tiranos ciegos, por ti y tu soberbia, yo, Semana, brindaría…

EXILIO




Tiene esta noche dientes
en encías de boca vieja
-afilados matarifes
que mascan carne de estrella-.

Por la sierra antes creyente
-hoy colmillo de luna hueca-
asoman quinqués de lobos
y lechos de madreselvas.

Las cenizas de las nubes
mortajas de niños velan,
y hay un grillo llorando
su cri-cri, su pena-pena.

Tiene esta noche dientes
y tienen hambre las fronteras.

ESCLAVA DE LA LUNA



Me pregunto si seguirás siendo esclava de la luna. Si seguirás esperando junto a aquella barra de espejos duplicados –piernas cruzadas y espalda de invierno-. Si beberás aún aquel champán afrancesado que derretía –inmisericorde- el velo de tu garganta. Si seguirás desnudándote –ojos en azul- en aquella habitación sin alma ni perchas de corales.

Me pregunto si aún mantendrás aquel rubio entre tus labios y, de ser así, si aún dibujarás cielos huecos con el humo. Me pregunto por tu anillo de la suerte –compositor de luces en aquellas paredes jacintinas-, y por tu voz, ¡cómo me pregunto por tu voz! -aquella escarcha nasal que tanto me estremecía…

Me pregunto por aquellos amaneceres cuando, invitada a mi morada, a mi alimento y a mi tálamo, confundíamos el amor y la pereza; por aquel pan blanco donde untabas tu sonrisa, y aquel pan negro donde untaba mis demonios… Y por el final de aquellos domingos de resaca marinera, agotados -por la inercia de tu tiempo y tu misterio- en la acera de la tarde impenitente.

Me pregunto por tu nombre, porque –aunque lo achacabas a mi memoria- me lo trocabas tantas veces…

Me pregunto -rehén de mi recuerdo- si existirás como existías, porque yo –pobre cambalache de versos y noches- busco, entre mis razones, tu burdel de primavera.


PERO HAY OTRO SEPTIEMBRE MÁS…



Hay otro septiembre. Siempre hay otro septiembre. Siempre traen todos los años y todas las estaciones otro septiembre.

Es el que anida en el vientre de las piedras y germina el feto de lo insignificante. El que gira en un grano de arena buscando el centro del horizonte. El que se detiene en el camino junto a la mariposa que miente su ceguera. El que late en las babas secas de las caracolas abandonadas.

El que nace entre las ruinas de los amores inconvenientes. El que convoca a las astillas de aquellas lágrimas que se sostienen en la carne…

Es el septiembre silente e insospechado. Marinero de papel en olas de mentiras. Menudo. Inquieto. Sabio. Turbio. Carcelero.

Es el septiembre al que escribo desde mi alma pequeña -encogida en el miedo de la dicha de los otros-. Es el septiembre al que –por destino- acaricio y padezco. Imparcial en mi contorno. Quimérico, noctívago y feroz.

Es el septiembre que sólo entenderán aquéllos que hayan visto, en sus ojos, los ojos de las orugas que devoran la gloria y la sesera.


OTRO SEPTIEMBRE




Es septiembre el párpado rendido de la mirada del verano. El último soldado de las siestas estivales –coraza de grises tornada en amarillos-. El penúltimo parto de las hormigas, el último emperador del medallón de oro -el que dictará el éxodo definitivo de los grillos melancólicos.

Es septiembre el olor a lápiz, a goma de nata, a baby de leche, a libro nuevo, a traqueteo de armarios… Es la vuelta a los ojos de la niña de la coleta castaño, al niño del mentón adolescente -ese amor párvulo que, por un tiempo, quedó a la vera de tres arroyos amarillos.

Es septiembre un mar indeciso que duda entre las orillas. Un amago al norte en las mañanas. Un eremita en el valle del sur por las tardes. Un farero encaprichado de las noches. Un telón que se levanta –siempre- sin que la comedia del otoño haya comenzado.


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Imagen: “Paisaje en Septiembre” JUAN JOSÉ FERNÁNDEZ-SANTIAGO (Óleo sobre tela)

INFINITAMENTE



Eres mi jueves. Eres la mañana de mi jueves. La tarde y la noche de mi jueves. Luego, en la madrugada, trocarás en mi viernes, y en su tarde y en su noche y en su nueva madrugada cambiante, y así -infinitamente- te convertirás en mis semanas y en mis meses, en el brocal amable de todos mis tiempos, y así –infinitamente-, serás el ábaco de piel y locura que acariciaré sin miedo hasta que mi sombra se funda –para siempre, para nunca- con todas las sombras del universo.


MARTES



Vuelve el martes. Y un panzón amarillo se ha tumbado en el cielo. Se le abrieron unos días al verano, una herida de brisa impostada y nubes cenicientas que hicieron arroyos de otoño en la pendiente de las noches. Un espejismo en la cañada… Mas ya ha vuelto el loco del sombrero amarillo y el medallón incandescente.

Es martes. Un martes más, un martes menos, un martes sin condición ni ventura al que -ya al mediodía- no le quedan cenizas de plata que me hagan mirar al cielo.

No me gusta contar días. Pero es un hábito que ocupa mi trastorno solitario, y así lo acometo, y así lo escribo. Desconozco la insana intención de mi acto. Pero hecho es y hecho queda…

Y aquí trasiego, de mis sombras a mis piedras, de mis piedras a mis laberintos, de mis laberintos a mis lunas… Sin hilos libertadores, sin más agua que la que estanco en mi sed y en mi infortunio. Mitad hombre mitad espectro. Hacedor de cuentos incontables, tejedor de ataujías invisibles, morador de este espacio silencioso donde los versos son turbios y tienen párpados las orugas…

Pero me he jurado no volver a confiar mi suerte a ninguna caricia de cera…


SEÑORITA, USTED PERDONE…




A usted señorita. A usted que pasa cada tarde mientras concreto mis pertrechos y me pierdo –inconsistente- en mi labor de alquimista malcontento.

A usted a la que veo, a vista de pájaro, a aquel lado de la calle –donde los gorriones devoran insectos y las farolas devoran sombras-.

A usted que muestra coleta rubia, falda razonable y bolso en bandolera. A usted que no es guapa ni fea, ni alta ni baja, ni ancha ni estrecha, ni todo lo contrario...

A usted que existe para ser sueño de cualquier vate ofendido y, en cuya boca y reflexión presagio, por ese orden, sonrisas y desalientos.


Sepa que cualquier día de éstos, en que me pille con el corazón desatinado y la luna ande desplegada de nácar, voy a bajar a preguntarle su gracia y su desgracia y, si usted no lo remedia, voy a acabar con nuestro desconocimiento mutuo atrapando sus labios con mis ojos y su cintura con mi torpeza para que, a la postre – y visto, tras los años, que la alquimia de los versos, no por infatigable es cierta- usted proteste por mi vesania y, tras su nuevo inicio en el sendero, yo me quede esperando –inútilmente- junto a la pena divertida de los gorriones colegiales… 

NORIAS



Minutos de hiedra…

Mis tardes que giran…

Silencios de siesta…

Muñequillas de sombras
-velitas que no prenden
en el alma de las rosas.

Mis tardes de madera
-molinetes de recuerdos
en el centro de la pena.

Risas opacas
-aguaceros de niños
en la orilla de plata.

Mis tardes de bronce
-solecitos que calzan
sandalias de pobre.

Enaguas de campanas
-cancioncilla de aire.

“Dientes sin almas.
Huesos sin carne.
La niña sin ojos
que viene a buscarte”.

Orfandades de hambre
-bocanadas de viento
preñado de alambres.

¡Ay tarde de piedra!

¡Ay lágrima hueca!

En tu boca de sal
mi barca navega.

ELLA, SIEMPRE ELLA



Esta mañana me has venido tú y tu perfil de geisha. Y, contigo, tu pelo dorado, intensamente dorado -como las piedras que se hunden en los ríos de sol-. Y, contigo, tus manos pequeñas –que siempre tuve miedo de arrugar con las mías-, y tu nariz escasa, y tu piel de niña, la que –con cualquier reflejo- imitaba la pálida albura de las muñecas.

Tú y tu corazón de geisha... Menudo como un firmamento de bolsillo. Como una constelación de intenciones diminutas…

Te me has venido esta mañana –como un “dulceamargo” despertar, como un recuerdo sonámbulo- y contigo se me venido, de repente, el sabor a fresa de tu lengua, tus vaqueros escasos, tu sonrisa con alas, tu cintura de hada…

Saliste –quién sabe para qué- de aquella casita blanca, con ínfulas de altisonante neón, y entraste en mi morada y en mi alma, como sólo dejo que entren las mariposas que conocen el secreto de mis sueños…

“Fue aquel tiempo en que el cielo olía a cielo y tú olías a azúcar. Fue el tiempo de todos los amaneceres que mis brazos han rodeado. De todos los espejos y de todos los caminos. Fue un tiempo para amar, pero fue un amor para todos los tiempos”.


Así te lo escribí entonces. Y así te lo escribo esta mañana de domingo donde tú, mi geisha inalcanzable, sigues sin salir de mis palabras, sigues empeñada en no volar de mi memoria…

OTRA TARDE




Se asomó a la tarde sin flores. A la tarde sin sueños. A la tarde sin alma.

Se sinceró con el viento y compartió camino con las sombras de las abejas campesinas.

Y agotado de portar silencios, se sentó a esperar la noche, como quien espera, a que la vida, sostenga los raíles al infinito de la risa...



ADDIO, AMORE MIO




No me sueñes.
Ya no estoy en tu universo.
Marché.
Como se marchan las palabras de la boca.
Como se marchan los grillos del verano.

Marché.
Y ya no estoy en tu risa.
Y ya no estoy en el hueco de tu blusa.
Y ya no estoy en la lumbre de tu pelo.

Borré el camino que descendía a tu cintura,
a tu blasón de húmedos soliloquios,
a tus pies pequeños
y a tu reflejo en el armario.

Borré los sueños
y aquellos puentes de Florencia,
la amargura de Alighieri
-que yo tanto conocía-
y los nombres de todas sus amantes.


Marché porque era más fácil mi partida.
Yo nunca olvido el camino a mi regreso…

GRISES EN AGOSTO




Vienen estos días de Agosto apagando con premura las tardes, como si sus fareros de cal anduviesen fatigosos, como si sus tesoreros de luz se hubiesen vuelto más avaros, como si los visillos incalculables -que desvelan la canícula- se entornasen ante el miedo de una luna cegadora.

Se hacen así los días más ásperos, escasos de tinturas y reflejos, ausentes de razones y sonrisas, como pardos lobos que trastean en los osarios de las Sierras…

Son tardes que lastiman la probidad de los solitarios, de los marineros sin sirenas, de las mocitas sin novio, de las abuelas sin rosario, de los poetas sin renglones y de los trovadores sin garganta.

Dicen, además, que llegarán tormentas secas, ruidos ominosos de sátiros que juegan a los dados, pléyades talladas en los cauces de los arroyos infecundos, molinillos de aspas transparentes y vientos diminutos en la memoria de las piedras.

Pero yo quiero que vuelvan antes los pintores inconscientes, los azules de mi ventana, mis gorriones aburridos, el estandarte blanco de tu risa, tu vientre laureado, tu cabello hasta tu hombro y, por qué no, aquella saliva hecha beso, en las amargas cortezas de mis manos y mi espalda.

Porque no te quiero gris Agosto, porque así yo no te quiero…
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Imagen: “Flor desmayada” (Dibujo de Francisco Pérez Soto –México-)

EN LA ORILLA



Se queda el agua en tu cabello
-ambiciosa y egoísta.

Se queda el sol en tu espalda
-amaestrado y vencido.

Se queda la arena en tu pecho
-seducida y furiosa.

Se queda la sal en tus manos
-mercadeando tu textura…


Y tú,
ola de vidrio sobre el acontecer improbable,
te quedas y sonríes
-amable sostén de piel infinita-,
como un totémico deseo
en el humilde principio de mi océano.

UN CUENTO PARA TI



¿Cómo contar nuestro cuento? Ya te he dicho muchas veces que soy un pésimo escritor de cuentos –se me revelan tanto los personajes…- Y aun conociendo mi imperfección, vas tú y, con tus oiditos sordos, me solicitas uno que nos abarque.

- Quiero que tenga un final feliz –me has propuesto exigiéndome...

- Y que haya dos amantes que destruyan nubes oscuras y oleajes ambiciosos –eso lo has dicho con la mirada en el cielo del salón…

- Y una princesa, ¡sí!, una princesa de ojos celestes y agua de azahar en los labios –y has sonreído, y han sonreído las paredes…

Y si hay una princesa, pon un príncipe apuesto, valiente y con una armadura de acero y oro –y yo que me miro y que me veo fuera del cuento…

Espera –has seguido diciendo- te anoto todo lo que quiero y, dicho esto, he visto correr tu cuerpo por el pasillo, medio vestida y medio desnuda –como sueles andar por la casa, indecisa entre hacer el amor o la compra…
Y yo aquí, esperando tu vuelta –aún sin saber si te has acabado de vestir o de desnudar- he comenzado a hundir el lápiz en la trama de la cuartilla…


“Érase una vez que se era, que ella –tan ignorante siempre de las orugas que viven en mis cárceles- me pidió un cuento, mientras se hacía -de nuevo- mariposa de aire por los pasillos interminables de la tarde…”

SIN REPROCHES Y VICEVERSA





Sin reproches. ¿Vale? Como si hubiésemos inventado los árboles. Como si nunca nuestras lenguas hubiesen traficado con los besos. Como si tu piel nunca se hubiese anclado a la mía. Como si los unicornios de agua nunca hubiesen existido…

Sé que me lo dijiste: “no lo hagas más…” Lo dijiste con tu voz distraída, como cuando decías “me vas a hacer que deje de quererte” o “algún día dejarás que me marche”. Siempre la misma voz, tranquila pero admonitoria –como un oráculo de caramelo-. La misma voz con la que abrías los “te quieros” o los “jamás encontraré a nadie como tú…” Tal vez por eso la ignoré tantas veces... Tal vez por eso y porque la acompañabas de esa sonrisa que compartes con los ángeles…   

Y yo con mis componendas de historias complicadas… Nunca las entendiste… Yo, el silencioso e implacable guardián de todas las puertas de tu cuerpo…

Un día tu voz dijo “adiós” y vi que ya no sonreías. Y cuando quise alcanzarte, me encontré con la humedad de tus pisadas. Habías llorado y yo –tras  aquella primavera- ni tan siquiera recordaba que llorabas…

Así fuimos. Como árboles fronterizos. Y hoy, ya te cuento, me parece que los hubiésemos inventado –tienen tanta memoria…-. ¿Sabes? Yo sigo viéndolos cada tarde, pero ya sólo escribo para una sombra triste y desnuda, una sombra -sin contrabandos- bajo el puerto alto de las hojas silenciosas…


Sin reproches. ¿Vale?

EL PESETA



Cómo deciros cómo era el Peseta. El Peseta era un cuento dentro de un personaje… Una persona dentro de una voz, de un olor, de una figura… Sin ser alto ni corto, ni ancho ni estrecho, ni moreno ni castaño, el Peseta era todo eso…

El Peseta era ancho de entendederas como los arcos de un puente romano. Todo para él tenía sentido y todo para él tenía respuestas. El Peseta jamás había abierto un libro ni jamás había escrito una palabra. Tenía firma de pulgar y todas las fechas selladas en un pasaporte de madera.

El Peseta ayudaba en la venta del carbón a Juan “el malamano” –un huraño vendedor de tiznes apagadas, inútil de la mano izquierda, que presumía de tenderete escaso en la calle de Los Frailes-. Y de eso se empleaba el Peseta, de mano izquierda, de siniestro, ni más ni menos, que ser la mano izquierda de alguien no debe de ser tarea nada fácil.

El Peseta contaba historias enlazadas que no acababan nunca. Y cuando digo nunca, lo digo en la más firme acepción de la palabra. Jamás le escuché terminar ninguna. Las trasteaba y las unía, las solapaba y ponía disfraz a los personajes, creaba nubes y las convertía en lluvia de espejos... Pero nada tenía final…

Y aun sabedores de esta utopía, cuando tarde sí, tarde no, “el malamano” se marchaba a que don Francisco -el practicante- le inyectara quién sabe qué oculto remedio en su apéndice desmadejado, los chavales de la plazuela nos arremolinábamos junto al dorado trazo del Peseta a buscar ese final infinito. Nos cobraba a ¡una Peseta la historia! –que de ahí le nació su mote- y nosotros –como luciérnagas en busca de más luz-, juntábamos -de perra gorda en perra gorda(*) - las diez necesarias para que se alzara el telón. Y ¡cómo se alzaba! ¡Qué sorprendente caudal de voz envuelto en humo de turba y misterios!
Así era el Peseta… Un hombre interminable… Hoy que, en el desánimo de esta tarde pegajosa, me inscribo -harto ya- en la amarga finitud de mi existencia, me he acordado de él, y de aquella carbonería, y de la calle de Los Frailes, y de todos los personajes inmortales que conocí –como asteroides de papel en aquel cosmos inventado-.
Cuando, hace años, alguien me habló de su muerte, yo miré la barriga del cielo... ¿Morir El Peseta? No me haga reír, aún andará distrayendo a la parca…

HAY NOCHE




Hay noche. Hay noche en la noche. Hay noche en el corazón de la noche. Hay noche en los espacios de la noche. En el ladrido negro de los perros sin cuello. En el pozo donde cayeron todos los amarillos de las estrellas. Hay noche…

Desde lejos, una caterva de amantes ignorados trae -bajo sus pliegues de piel antigua- cartapacios de epístolas devoradas por palabras. Y suspiran y hay noche…

Y menos lejos -casi en el vecindario- junto a un vaso pegajoso de misterios, un borracho queda oscuro de vacío. Se iluminaba de memoria y se quedó -de repente- a ciegas, como las orugas mansas de mis cuentos. Hay noche…

No sé ya cuántas noches como ésta tendré presas en el ábaco de mi insomnio. Ya no las hago decenas. Las inserto y me separo. Y en la luz que naufraga sobre mis manos, una mariposa negra, que voló hasta mi hombro desde el farol que mastica el tronco del naranjo, da sombra y me repite una y otra vez…


Hay noche… Hay noche…

VACÍO




Te espero cerca de la nada.
Te espero lejos de la nada.

Tan vigilante siempre,
como un soldado miope,
como un alacrán con miedo,
como un mártir en su espera
-mariposa caníbal de fuego-.

Tan rendido ya a las sombras,
que de su averno se me clavan
esquirlas brunas de flores
-desechos de alambre y fresno-.

De la sangre de mi arroyo
saltan -sedientas de viento-
gotas huecas de hojalata
que acallo a martillo y versos.


Y en este lugar de la noche
-refugio de grillos ciegos-
no hay mitad donde me hallo,
o todo cerca, o todo lejos…

Otra noche...



Está la noche oscura y recogida –como el velo en el cabello de una viuda de guerra-. Borrascas de silencios vibran más allá de los astros que se absorben, donde un enano que construye sueños, remueve en el vacío los ecos de una espera que  acabó siendo cenizas.

Es mi noche y son míos los andenes descalzos de todas las estaciones. Y son míos los relojes infartados, y las máquinas sin garruchas, y las dentaduras sin boca, y los lobos que aúllan –en versos- a la mitad podrida de la luna.

No escucho, no murmuro, no sueño, no compongo nanas para los niños que duermen en el útero de las aceras y, en mi escudilla de barro, por toda mascada, la sombra quieta que hace nido en las campanas de mis ojos.

¡Qué fiel es soledad de la noche! ¡Qué cierta! ¡Qué astuta! Cómo alza –hasta el negro- tu recuerdo, para que no le alcance el pincel de mis palabras… 

NUESTRAS PEQUEÑAS HISTORIAS






Me estaba acostumbrando a escribir historias dentro de ti. Historias como tú, pequeñas y de amable desenlace. No utilizaba pues escenarios ampulosos -por donde vagasen dioses ni titanes-. También había desterrado las luchas intestinas donde, cualquier artefacto punzante, pudiese herir la minuciosidad de tu piel transparente. Así que mis historias transcurrían por lechos tiernos y amaneceres circulares. Si acaso inventaba un rey, era pequeñito y de modales agradables, y siempre, siempre, repleto de una leal bonhomía. No quedaba lugar para brujas ni para servidores del mal o la codicia y, sólo en tus regresos, podían aparecer lágrimas que empañasen –con encanto- los renglones…

Me estaba acostumbrado a esas historias. No eran historias para todos. Las escribía para ti. En esos enormes compases que se abren entre las manecillas de mi tedio. Siempre las tejía a mano, con esa letra redondita que sólo utilizo cuando la fe me regresa a los quince años, con esas tildes minúsculas –lejos de la inquina de lo agudo-, con esos puntos suspensivos que dicen tanto al final de una frase que, por pudor, no se concluye…

Me estaba acostumbrando… Otra vez… Después de tanto tiempo de pregonar historias más bulliciosas –aunque bien es cierto que, quien tiene la virtud de soportarme, sabe que no soy yo escribiente de muchas vocinglerías -.

Hasta tenía mi cuaderno-de-historias-pequeñas. Un cuaderno laxo, con anillas en su cumbre y hojas de un medroso color gris. ¡Qué poco importaría a quien no conociese nuestro lenguaje! ¡Qué pueril! ¡Qué escaso! Porque mira que me cabían palabras cuando, a un te quiero, lo rodeaba con tu nombre…

Y ahora que pretendes irte ¡cómo lo voy a echar de menos! A ti y a mi cuaderno –ese monto de confesiones inconfesables…-. Lo dejé mutilado de una historia de la que no quise contar el final…


Si concluyes tu decisión, tal vez lo introduzca con sigilo en tu mochila. Y si un día lo descubres –más gris y más ajado-, quiero que seas tú la escribiente que decidas, en que “te quiero”, vas a poner los puntos suspensivos… 

TU REGRESO




Me preparo para tu regreso. La piel morena de luna y un rocío         -de agua-azahar- en mi pelo. Una rosa de viento en mi mano siniestra y mil fortunas para entregarte en la mano con la que escribo.

Me preparo despacio –que ya tengo toda la prisa-. El pantalón sin arrugas –todas en mis sienes-. La camisa si la orfandad de algún botón olvidadizo. La barba –cautiva del invierno- tan asedada como se puede asedar una selva.

Me preparo sin ensayos. Al albur de lo que tilde tu sonrisa. El abrazo en el alma –protegido para el momento-. El beso en el infierno –para que prenda sin demora-. Las caricias ya en tu vientre –que siempre me pudo la vehemencia-. Y dos palabras que te sabes –pero que no voy a dejar que se te olviden…


Me preparo sin saber y sabiéndolo todo. Sin esperar y esperándolo todo. Sin exigir y exigiéndolo todo. Sin impaciencia, pero puesto en pie –de puntillas- en la cumbre titilante de la estrella que he mirado, noche a noche, desde que marchaste con promesa de regreso…

LAS HOJAS MUERTAS



Hay domingos en que, cuando los tabiques que me techan se lamentan sin razones, marcho a mi parque amigo y conurbano y, en el banco al que llagué con aquellas iniciales, me quedo -sentado e  impropio- en un hospedaje tibio junto al último aleteo de las hojas que imitan a la muerte.

Es una serenidad imperfecta la que me evoca el verlas tan agónicamente pardas, tan agrietadas, tan rígidas -como pequeños féretros desordenados en un camposanto de huellas indolentes.

A la hora de la tarde el paisaje se vuelve aún más solemne y, detenidos los columpios con el peso de la nada es, su mínimo mecer, el único movimiento en ese mar de albero, flemas y colillas que dejaron los feligreses sordos de la domínica admonitoria.

Viendo como abajo -a ras de sendero y sueños- se expande el hado de la parca, extraña la ausencia de sollozos espontáneos si alzamos el horizonte, y vemos a las madereras colonias de las que fueron hojas y parte, indiferentemente engalanadas con sus verdes uniformes -rodeadas de gorriones aburridos cavando sus trincheras-.    

A la mitad circular de mis pensamientos, le hace secante un impúber -de pelo ralo- que, tomando un pámpano inconsciente de su muerte, lo convierte en cometa por un instante, hasta que se le hace cenizas al borde de la frágil aventura.

Cómo me lastima entonces ese definitivo desenlace de la nada, de la tierra en la tierra, pues a alguna hojuela -doy por seguro- la vi ser amago de flor en algún mayo y, posiblemente, ejercicio de verso en alguno de mis cuadernos.

Sólo cuando se avienen las sombras enormes que anuncia noche por el este y distingo, sobre sus nervios arrugados, el perfil ya silente de la luna, es cuando recojo -del banco y de su llaga- el todo y la nada que, otrora, desprendí de mi fardel y mis bolsillos.


Y, sin más responso que el silencio de quien vuelve, deshago el trecho que me llevó hasta el paisaje, pensando, que si alguna vez soy hoja, no pondré empeño por nacer en lo más alto de la espiga, pues no hay nobleza que no acabe frente a los ojos -sin brillo- de los insectos enterradores.  

¿QUIÉN FUISTE?





Aún, de vez en cuando, me detengo en ti y en ese recuerdo que trasiega por la buhardilla de mi memoria...

¿De dónde dijiste que venías?

Recuerdo la noche -el cielo de gala-, el restaurante que olía a marisco de tierra, la mesa en la esquina, el mantel azulado, tu risa de hada, el tinto en las copas, la peca en tu labio, y aquél acordeón que se empeñó en arrugarse entre las notas de Ojos verdes…

¡Qué pronto marchamos de tanto atrezzo!

Pero ¿de dónde dijiste que venías?

Recuerdo las sábanas -lunares y negro-, la nube de tu vientre, la ola de tu espalda; la espiral de tu pelo, la elipse en tus muslos, el círculo en tus pechos; el brocal de tu osadía…  

Pero ¿de dónde dijiste que venías?

Recuerdo la mañana. La habitación deshecha. La mermelada en tu nariz. La niebla del café. Mi dolor de cabeza. La ducha interminable -otra vez tu cintura-. El albornoz blasonado. La excéntrica melodía del teléfono. Tu voz cantarina -“ya voy, no me demoro…”-.

Recuerdo tu beso en mi pecho y mi adiós en tu costado, pero sigo sin recordar de qué lugar venías.

Y cuando hoy lo pienso y lo murmuro -interrogada mi memoria entre tu risa- más convencido me hallo de que, aún existen ángeles que marchan –sin dejar rastro-, confundidos para siempre entre los evangelios de los sueños…

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Ilustración: “Mujer desayunando” Lienzo de Guillermo Gonzalo Padilla (Argentina)

© Todos los derechos reservados

MI MARINERA...





Sigues empeñada en amarrar en mi puerto. A pesar de mi advertencias y de lo que diga tu horóscopo… Hasta esa señora bisoja que, por las noches se disfraza de oráculo, te avisó: “Veo un puerto, pero muy, muy lejano, en el centro de un mar infernalmente proceloso…”  

Tú dijiste que era el mío y, desde entonces no hay quien te lo saque de tu linda cabecita…

Ya me avisaron de tu sangre de corsaria…
Y yo ya supe de la ruta de tu piel interminable…

Mas yo, que te sigo advirtiendo…

Y tú que sigues empeñada…

¿Conoces acaso cuánta oscuridad cabe bajo el lodo de mis neblinas? ¿Qué sabes de la enfermedad del silencio que contagia el ácaro de las olas? ¿Te ha devorado alguna vez la tristeza hasta llegar al invierno de tu vientre?

¡No, no te tapes los oídos! ¡Ahora es cuando quiero ver tus agallas de corsaria!

Y sigo… Y no ceso de advertirte…

…Aquí no se detienen los hombres ni las aves. Y paso primaveras sin besar un solo pétalo. Y no tienen los otoños la virtud de sus dorados…

¿Sigues pensando que tienes hueco en esta locura?

Y callas, y lloras, y sorbes los mocos y asientes con la cabeza y el aliento.

Y yo, que me he vuelto más pirata desde que  descubrí el tatuaje en la esquina de tu nalga,  acerco -con intención incierta- mi barca interrogante a tu orilla de arena adolescente...

¿Levamos ancla, mi capitán? -me has dicho, ya con una sonrisa...


¡Mar adentro! -he gritado, mientras veo tu cara reflejada en la hoja de mi garfio... 

EL FINAL DE LOS CUENTOS





Yo nunca había escrito -con fortuna- un cuento. Pensaba que todos los cuentos tenían un inicio, un nudo y un desenlace. Así me lo habían enseñado en el colegio. Y así lo había leído yo. Caperucita roja, El gato con botas, Pulgarcito… Todos tenían sus tres partes correspondientes. Y siendo tal, mis cuentos se quedaban siempre cojos… ¡Cuánto me costaba encontrar un final! Ya que tenía la historia desenvuelta, empezaba y empezaba a pensar cómo podría terminar aquello. Sabía que lo importante ya estaba contado. Que lo fueron palomillas en mis sienes ya reposaban -con cierta decencia- sobre un rimero de papelitos con dos renglones y cuatro puntadas para coserlos a una carpeta… Pero, la última página, ¡siempre en blanco! Esperando ese final que suena como el tachán del músico que, atrás del todo de la orquesta, adivina el momento exacto para la gruesa unión de sus dos platos dorados. 

Pasé así muchos años... Pasaron así por mis manos docenas de historias inconclusas. Dejé batallando, o besándose, o a medio morir o a medio nacer a una pléyade de personajes -como muñecos de cera en un museo de horarios infinitos.


Mas un día comencé a amar. De verdad. No como en mis cuentos. Y un día que amé mucho, mucho, empecé a entender que, en la vida, hay incontables historias que, lejos de necesitar ningún tachán estrepitoso, terminan -únicamente- con una nota de violín sostenida en una nube… 

¿CÓMO SOY DE VIEJO?



No me suelo mirar al espejo. Llevo siempre mi cabello escaso de medida y, al no necesitar acomodo, no le veo mucha utilidad a visionarlo. Tampoco me afeito. Mi barba es montaraz y, en ella, se enredan hilachos -de la desmemoria de Aracne- a los que no acerco tijeras que los sorprendan. Mis ojos no van a cambiar porque se contemplen y, el resto de mi cuerpo -que no conoce taras ni esplendores-, queda fuera del reflejo. Así que, la inutilidad global de mi acicalado, hace que pocas veces me acerque a esa opacidad generosa, ésa tras la que intuyo a ese otro yo que me acompaña.

Pero hoy -por buscar un ensayo de sonrisa desacostumbrada- me quedé un rato frente a éste que soy. Y fue en ese instante cuando, en mi vesania aburrida, intenté recordar como sería aquella primera vez en que me encontré con un varón de cincuenta años. ¡Qué viejo lo vería! 

De seguro que me extrañarían las palomillas de sus ojos, tu tez calmosa, su vello blanquecino, sus ojos desfondados, el revoltoso capricho de sus cejas…

Quedaría inquieto en la profundidad de esa mirada tallada por el buril de los años y en su desbordada certeza de haber visto casi todo. Detenido al ver el pentagrama de su frente y las manchitas disformes que trazan -en las sienes- los compases patizambos.

Quedaría sin duda ligeramente acogotado…


Y hoy sólo eso cuento -¡para qué más!-, la puerilidad de que me he visto como vería entonces a mi abuelo. ¿Acaso soy ya tan viejo? No puedo acabar de saberlo. A mí ahora me falta el niño -que yo era entonces- para juzgar -sin desaciertos- cómo es como me veo…