Datos personales



Me he encontrado con ella. ¡Más de treinta años después! ¿A que no parece poco? ¡Casi setecientos meses! ¡Dios! ¡Con lo que duró aquel mes de abril! Aquél al que le cupieron una docena y mitad de primaveras…

Me ha rozado un “hola” demasiado sereno y demasiado lejano -como el que se le entrega a los desconocidos y a los cobradores de seguros. Pero era Ella. Sus ojos. Su pelo. Sus maneras. Su forma de inclinar la sonrisa -como un acento sobre la barbilla. Su forma de ponerse nerviosa cuando me veía y se mordía -con fuerza- el labio rosado y aún adolescente.

Por decoro y distancia, no he podido calibrarle un beso…

Tampoco le he preguntado mucho por nada y apenas puedo decir cómo es ahora -¡tanto me ha cegado su recuerdo! Sí me he dado cuenta de que es más alta de lo que recordaba o yo más bajo de lo que pretendo. Y, eso sí, los dos estamos algo más viejos.

Habrá advertido las canas con las que ahora se mezcla mi cabello, pero el de ella… ¡Cómo de amarillo sigue siendo su pelo…!

Sigue llevando el bolso en bandolera y ha añadido dos pendientes a su lóbulo izquierdo. ¿Qué cómo me he fijado en eso? Junto a él conté yo muchas historias…

No nos hemos hablado de crianzas ni de miedos. Ni de nuevos amores ni de llantos forasteros. La verdad es que casi no nos hemos hablado. Nos ha bastado vernos. Recordarnos. Descubrirnos entre el vertiginoso correr de las dos manecillas del tiempo.

¡Cuántos aprendimos juntos! ¡Cuánto supe entonces de Ella y cuánto sabía Ella entonces de mí! Y ahora, apenas dos sombras que se rozan. Un beso en la mejilla. Y un raído “hasta luego…” -no me atreví a decir: tenemos que volver a vernos…


Al irse, al contar cuatro pasos, se ha girado y ha tildado nuevamente la barbilla. Y es que sigue siendo tanto Ella…

EL RUBIO




Compone una sombra escasa y rizada. Media pierna clavada en la muleta y la otra desplegada en la acera -en una suerte de pose de volatinero. Unas gafas oscuras -a las que el sol teme- y una gorra al albur del viento. Es la “hormiga soldado” más vieja del barrio. Pero ya no tiene hormiguero. Y sus compañeros de hilera ya están bajo tierra -ya no laboran, ni defienden la bocaza de la ermita de arena, ahora sólo son huesos que conviven con larvas hambrientas…

Se inscribe en la acera de la puerta del mercado y tiende la mano -como tiende la pierna, que es todo él un rimero de apéndices deshechos y esparcidos. Un pañuelo en el suelo y dos céntimos panza arriba tendiendo la trampa…

Pero esta hormiga no pide una limosna para comer -que ya le aseguran el bastimento los curas marciales del comedor trinitario. Esta hormiga solicita el peculio para un medio de vino del Gallo -peleón y de bronce, amarillo como una armadura en el desierto.

“Dame hoy y mañana no vengo…” -dice. “Como si fuese un adelanto…“-apuntilla con gracia.

Pero ya nadie le presta una moneda, que se hartó el barrio de su falta de solvencia. Por eso me espera a mí cada dos días -que no soy hombre de despensa diaria. Y se le ríen los agujeros de los dientes cuando me ve doblar la esquina. Tan serio yo. Tan de negro siempre. Tan discreto tras mi barba de hombre discreto. Pero al verlo, también sonrío. Y le dejo uno y cincuenta en su mano cruzada por guiones infinitos. Y me mira a los ojos, y otro día que me dice que sí con la cabeza. Porque él no murmura que “Dios te bendiga”, ni “ay moreno que bueno eres…” Él se pliega de nuevo y cruza a la taberna de Plateros. A por la ambrosía que le completa las grietas del hígado.

Y a mitad de la calle se para y alza el hombro derecho. Como para ponerse recto. Para alinear la pierna y la muleta. Le salpica de ruido un coche y escupe en el suelo. Y en la ventanilla de Plateros se traga el oro que exorna la cáscara de la pena…

Hasta pasado mañana, Rubio. Algún día echaré tu sombra de menos… 


EPÍSTOLA DE AGUA




Mi estimada señora. Amarla es como deslizarse en un río tibio y bondadoso. Dejar a su vera el discreto atuendo que me arropa y entrar en su agua por el lugar menos resbaladizo. En ese instante, siempre mágico y algodonado, no espere que salpique de ilusiones las estrellas con un pueril chapoteo de caricias recurrentes.

Antes de inundarme, acostumbro a apreciar -con paciencia de amante de secano- el agua no más allá de mis marcas de pirata. Instruirme en el oleaje incorpóreo. En el correteo cantarín y constante de los espejos fraccionados. Disfrutar de la mesura de la corriente desde esa posición de privilegio y equilibrio. Desde ahí puedo apreciar mucho mejor la longitud del cauce, la anchura y forma de la ribera, el devenir de los peces que -engruesados de recuerdos- usted porta, al impredecible ritmo que marcan las brújulas de sus misterios.

No, ya no me gusta iniciarme a vuelapluma. Si no se conoce aún la profundidad del lecho, se puede acabar seriamente lastimado. No crea que no hay ocasiones en que -empapado ya de sus ojos brunos- no lo deseo con vehemencia. No crea que no cruza por mi pensamiento la idea de zambullirme sin miedo dejando todos mis pecados amontonados en la orilla. Pero ya he navegado mucho... En arroyuelos pequeños y en ríos profusamente caudalosos. Y es por eso que ahora, domesticada mi vesania, no me arrojo con la audacia del inconsciente.
Trasteo por la vida aún con las uñadas de otros cauces sobre mi cuerpo y no quiero que, aunque su agua parezca dulce, se vuelvan a formar estanques entre mis llagas.

Ahora que el tiempo impenitente se aloja en mi corazón y en la matriz de mis intestinos, conozco que, amarla en el inicio al albur de mis brazadas, no me hará anidar durante más primaveras bajo el dosel de su luna.

Así pues señora, perdone este exceso de celo que porto entre mis pliegues carcelarios mas, una vez cubierto por entero de su piel, sepa que tengo atildada mi promesa de recorrerla por entero. De conocer sus islotes mínimos, su biosfera planetaria, el vuelo interrogante de su brisa; a recibir el ahogo de sus pechos, a deslizarme por sus caderas, a morir entre su nacimiento y su delta y, si me acepta el desafío, a seguir hasta donde el océano nos lleve -comulgadas ya nuestras aguas con su venturosa salinidad.

Le puedo asegurar que, entonces, abriré corazón y velas, y conocerá conmigo, si es ése su deseo, todos los secretos que puse a salvo en aquellos recodos en que icé, con gallardía y esperanza, mis verdaderos estandartes.


Siempre suyo. Un pirata malherido.

DESLUMBRADOS



Estábamos tan acostumbrados a las sombras y nos encendieron el sol de pronto. Así sin avisar. Sin anestesiarnos. Sin previo convoco al oficio de amantes. Yo te conté los dedos de la mano. Tú me alisaste mi barba displicente. Yo te encontré un atajo en la cintura. Tú me encontraste un río en mis ojeras. Yo me sorprendí entre las columnas de tus muslos. Tú te arrellanaste en la blandura de mi pecho. Yo te robé un beso con mi nombre. Tú me devolviste una tarde con el tuyo. Yo me hice arroyo en tus cuevas jeroglíficas. Tú te hiciste vergel en mis aristas de varón.


Y se apagó el sol. Tan de repente como fue prendido. Nuevamente sin avisar. Pero, ya sabíamos tanto el uno del otro, que nuestras pieles no olvidaron jamás el camino.    

COMO TÚ HACES LAS COSAS ...




Me gustas cuando despiertan tus ojos.
Y cuando,
a eso de que el sol
te va vistiendo,
vas tú, y te desperezas.
¡De qué manera tan extraña lo haces!
¡Diría que quieres retorcer el Planeta!

Me gusta cuando estornudas,
porque pones nariz de animalillo,
y se te unen los hombros,
y se te pliega la frente,
y se te cierran -asidas al aire-
tus parvas manos de muñeca.

Me gusta cuando comes chocolate
y se te ríen los ojos y la barriga,
y frunces el ceño,
y te enojas -sin querer- conmigo
por mi cómplice sonrisa marrullera.

Me gusta cuando retozas por el parque,
y se te hacen esferas en las piernas,
y combas tu cintura en equilibrio,
y miro, en mi descanso,
el sudor que brinca de tu esencia.

Me gusta cuando bostezas
porque se te ha echado encima el día,
y te resbalas por mi hombro,
y, poco antes de anidar la noche,
apagas tus párpados de fresa.

Me gusta cuando haces
todas las cosas que todo el mundo hace
pero, es que tú las haces
-o a mí me lo parece-
increíblemente bellas…

SOÑAR EL TIEMPO





Tengo minutos interminables en mis días. Minutos largos como cauces metálicos que reflejan sombras infinitas. Minutos enlodados que no conocen de relojes ni de esferas. Que anidan en la ciudadela del sueño y en el descansillo de la tarde. Echados sobre mis hombros y perdidos entre mis dedos.

Cuando no me cabe más tiempo en las médulas que me sostienen empiezo a pensar en ti y en todo lo que tenemos pendiente: tomar un helado de chocolate bajo la lluvia caladora, zambullirnos en la ladera de una montaña fecundada por un arco iris de verdes, aprender el vuelo giratorio de los colibríes, alimentar de sueños el brocal de un pozo blanco, jugar -sobre nuestros cuerpos- a la gallinita ciega con los ojos abiertos, contar hasta veinte y que ninguno de los dos se haya ido, entender bajo una ancha luna el lenguaje de las cigarras, navegar en un bajel con las velas de colores, despertarnos desnudos y arrojar -hechas confetis- las sábanas por la ventana…

Hacer locuras... Locuras maravillosas... Locuras ingenuas que nos abrasen de risa la boca. Y amarnos... Amarnos hasta llegar a ese lugar del Universo donde, tras tu piel, existe el trazo originario.


Y entonces, sólo entonces, es cuando las manecillas del reloj giran y giran, contagiadas de la locura que tengo escondida bajo la hoguera de tu vientre.  

LA SONRISA DE LOS TRISTES




¡Cómo me gustas! ¡Y cómo me gustan tus historias que son más lindas que las mías! También más tristes… Pero eso no me importa… Sé que la vida une a los tristes. Como si fuésemos nubes de un gris invisible en mitad de una borrasca egoísta.

Pero, ¡cuánto se equivocan los otros humanos con los tristes! Y es que no somos los tristes esos seres azarosos que cabalgan cabeza gacha y manos desfondadas. ¡No! Los tristes reímos tanto o más que los alegres. Pero lo hacemos con nuestras sonrisas tristes. Ni demasiado abiertas ni demasiado cerradas. Justas en un equilibrio que sólo permite la tristeza. Y además, los tristes nos enamoramos tanto o más que los alegres. Pero lo hacemos con nuestros corazones tristes. Ni demasiado vanidosos ni demasiado comedidos. Justos para vibrar suaves en ese pentagrama del amor donde el beso y la caricia se alzan sobre las palabras presumidas. Porque, si de algo entendemos los tristes, es de conocer el misterio del silencio…

Yo no te conocí a ti en una tarde triste. Estabas vestidita de sol y hacías remolinos en el parque, con tus ojos negros, como el viento sobre el ala de un grillo. Me acerqué y supe que estabas triste. Así que te tomé de la mano y te propuse deshacernos -antes te había explicado que los tristes, llegado el momento, al ser como nubes nos deshacemos como ellas. Y como hiciste caso a mis razones de triste, ¡cuánto nos deshicimos aquella tarde…!

Tanto nos desvanecimos que nuestros hilitos de agua y sudor acabaron en la piedra del río y en el vaso ermitaño de un abuelo; en la melena estrecha de una montaña y en las raíces glotonas de un árbol centenario; en el mar que se pliega en un oleaje de latón y en la lágrima de un niño que no entiende el hambre de su hermano.

Nos deshicimos y nos hicimos. Hasta no sé cuántas veces… Y yo tracé sobre tu vientre las coordenadas de las estrellas que me dolían haber perdido y tú, sobre mi espalda, los versos más tristes que recordabas; y yo, sobre tus pechos, mi sed de niño triste y tú, bajo mi centro, tu voracidad de hembra triste… Y así hicimos de la tarde una tristeza y, de la tristeza un juego insaciable y prodigioso… Fuimos como dos gotitas en un charco que acaban hurgadas por la luna… Como dos trozos de memorias y pergaminos…


Como dos tristes que se desvisten sin mirarse, para devorarse luego, con infinita paciencia, en el ara celeste y asustadiza que observan, con inquietud, las almas tornadizas de los alegres…  

Y YO DANDO CONSEJOS...




No me venga usted con tantas emociones revueltas. Clasifíquelas. Hágalo como más le apetezca. De mayores a menores o viceversa. Del corazón a la razón o de su sesera a sus entrañas. Yo estoy acostumbrado a tenerlas todas y, a la vez, a no tener ninguna. Pero yo soy un ser extraño, no se deje  usted contagiar por mi desconcierto. Escuché una vez de un egregio doctor que, cuando muchas terminaciones nerviosas de nuestro organismo son cercenadas a la vez, el cerebro se colapsa, hasta tal punto que no sentimos dolor alguno.

Ya ve usted. Somos simple química. Probetas de laboratorio con pamelas y corbatas. Así que le aconsejo que primero tranquilice a sus instintos más terciarios. Son los más fáciles de domesticar -como bebés/perritos. Luego proceda con los secundarios y acabe    -¡ay acabe!- con los primarios -que esos sí que son alazanes desbocados en pos de quién sabe qué logro inimaginable.

Usted me pide un consejo y yo estaré gustoso en dárselo -aunque siempre pensé que si los consejos tuviesen el coste de un céntimo de real nadie prestaría ninguno. Pero para que yo le regale el mío, no me venga usted con ese amasijo de emociones que sólo acabarán escapando por sus bellos ojos en dos arroyuelos de sal y agua.

Usted quiere amar y no caer en el olvido. Comer y no engordar. Beber y no emborracharse. Respirar y no contaminarse. Dormir y no tener pesadillas. Besar y no quedar en una nube…

Eso no es posible amiga -o amigo, si tal caso se diese. La vida es un impuesto que se paga antes de amontonar caudales en la caja final. Un extraño impuesto, no me cabe duda. Pero es la vida a fin de cuentas. ¿A quién le pedimos responsabilidades porque sea así? ¡Aquí no va a dimitir nadie! Todos queremos vivir pero no queremos dejarnos la piel en el intento.

Ya me ve usted a mí. ¡Pura contradicción! Ora escribo que las orugas me raen las sienes, ora que sus manos -las de ella- me desperezan el alma. Dicen los psiquiatras que podría ser bipolar. ¡También tiene dos polos la Tierra y nadie la culpa por ello!

Así que ya sabe. Sin mirarse en mi espejo -por favor se lo suplico- hágase un hueco en este tranvía de desvaríos y sinrazones. Empuje y colóquese en el asiento que más le guste -pasillo o ventanilla. ¡O tome dos! Que al fin y al cabo estoy, puerilmente convencido, de que este trenecito misterioso debe de llevar a alguna estación en blanco y negro… 


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Ilustración: (filtrada y sin licencia conocida)


EL HOMBRE QUE SE SUICIDÓ UN POCO



Me cuenta que hoy un hombre se ha suicidado un poco. Dicen que lo vieron llegar hasta el río, se descalzó, y se introdujo en él hasta la cintura. Refieren que, con la mano diestra, se tapaba la nariz y que mantenía los párpados apretados hacia dentro -que hacía afuera es cuando se quiere ver en abundancia.

En el río hay siempre un par de pescadores urbanos -hasta cuatro si es primavera-, con cañas largas como para un océano y gusanos vivos como para una trucha obesa. Fueron ellos los que, tras contemplar la extraña actuación del presunto suicida, alertaron a las autoridades locales.

Personadas éstas en el lugar de los hechos, interrogaron a los denunciantes sobre la actitud del descamisado -pues también de su camisa se había desprendido. 

-Lleva ahí desde las ocho de la mañana -les indicó el pescador más osado y de mejor control horario.

-Pero, ¡si son las cuatro de la tarde! -soltó con asombro un agente que comprobaba la esfera de su Festina mientras se rascaba la cabeza.

El pescador se encogió de hombros. Los otros cazadores de escamas le siguieron en el gesto.
Un agente de refuerzo, recién llegado -no se sabe muy bien para reforzar qué- gritó:

-¡Maestro! ¿está usted bien?

-¿Todavía no estoy muerto, verdad? -preguntó el hombre del agua hasta la cintura, sin dejar de darles la espalda.

-¡Yo creo que no! -vociferó de nuevo el guardia municipal- ¡Lo estoy sintiendo hablar!

Esta vez todos se encogieron de hombros -hasta dos transeúntes que se habían arremolinado consigo mismos en la orilla.

Dicen que, al poco, el hombre -que era de edad temprana- comenzó a salir del río. Abrió los párpados, se destapó la nariz y se puso los zapatos y la camisa.

- ¿Pero qué ha hecho usted buen hombre? -volvió a interrogar el agente que antes vociferaba.

- Me iba a suicidar un poco -murmuró con cierto rubor el que, en otras circunstancias llamaríamos, a esta alturas de la narración, pobre inmolado.

- ¿Con la cabeza fuera del agua? -indagó con discreción uno de los pescadores.

- Era un ensayo. Ella me ha dicho que no tardará mucho en dejarme…

(El redactor de este artículo confiesa que también una vez se suicidó un poco y que, aunque aún siga respirando aire y humo y alientos ajenos, no ha recuperado aún toda su vida por entero…)

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Ilustración: Hombre del Río (El Hombre Río es una 
escultura flotante situada en Córdoba (España) de los 
escultores Rafael Cornejo y Francisco Marcos, que tallaron la 
figura de un hombre tumbado que posteriormente dejaron 
una madrugada, por sorpresa y sin conocimiento de ninguna 
Autoridad, en abril de 2006, anclándola al fondo para evitar 
su deriva. Ante la insistencia de los cordobeses y, pese a una 
actitud poco receptiva del Consistorio, aún sigue bañándose 
en el hechicero cauce que atraviesa a la ciudad Sultana)  

DÉJAME



DÉJAME

Déjame niña bonita
entornar un poco la puerta,
que está la luna de bronce
y hace frío ahí afuera…

Déjame niña bonita
entrar un poco en tu hacienda,
que está el cielo muy negro
y oigo que aúllan las piedras.

Déjame niña bonita
acercarme hasta tu vera,
que vengo de cazar sombras
y me persiguen sus cadenas.

Déjame niña bonita
hacerte sombras chinescas,
que tengo las manos duendes
de tanto mimar la tierra.

Déjame tú, mi amapola,
que te mire mientras duermes
y, a eso de que sea de día,
salpicar de besos tus mieles.



Ilustración: “Amparo” (Julio Romero de Torres)

LA CÁRCEL DEL TIEMPO



Sigo encerrado en este carcelón de paredes limonadas. Me cuentan que afuera, más allá de sus desconchados contornos, hay maravillas. Gente que viaja. Que escalan montañas. Que atraviesan selvas. Que se sumergen en oceánicas profundidades. Que vuelan por encima de las nubes. No sé si alguna vez hice algo de eso -mi amnesia es caprichosa y sólo me deja ver algunos trozos de memoria, y otros los aborrasco yo, como hojas secas de un parque a las que no les queda destino que ser tierra.

Ahora este carcelón des-decorado con libros, epítomes y maderas de ínfima nobleza es mi esfera y mi único refugio. No tengo mucho. No tengo poco. No necesito pescar ni cazar para alimentarme. Un hombre turbio de andares zambos me entrega a diario -bajo pago- el alimento. No es desagradable al paladar y contiene suficiente azúcar para el necesario riego que seduce a mi razón.

Me desplazo por las losetas indiferentes de estos caminos ajustados, ora con alpargatas ora descalzo que, aún dentro de estas paredes, se sienten los turnos de los tiempos. No coloco flores en primavera ni glóbulos de colores en Navidad. No sufro. No hablo. No callo. Elegí mi destino de una baraja de cartas trucadas -aunque yo conociese todas las señales…

No tengo un horario de visitas -¡de qué serviría!- pero, a la anochecida, atravieso la puerta con un cerrojo que chilla con estruendo y asusta a mi gato. Entonces se me viene encima toda la madrugada... Le temo lo indispensable. La conozco. Sé de sus atajos para evitar la locura. Es cuando escribo y murmullo a Dios y al demonio. Y espero impaciente el revoloteo de las hadas que cargan con metrallas de rimas a mis prosas domesticadas.

A esas horas, cuando todo se silencia ordenadamente, me erijo en un modistillo aplicado y me pongo a zurcir designios. De unos y de otros. Míos e impostados. De ayer y de mañana o de otro cualquiera de los tiempos infinitos…

Sé que algún día abandonaré este carcelón con baño y dos dormitorios. Será algún invierno. Probablemente. Cuando el frío estreche el tuétano de mis huesos.


Ya no estarás, lo sé. Pero, tal vez me sea suficiente, con volver a encontrar la noche estrellada que olvidé bajo los pétalos de una margarita que creció sin memoria ni ambiciones.

APRENDIZ



Te gustaba verme escribir. Te echabas sobre mi hombro a contemplar mi caligrafía interminable. Yo te miraba y sonreía. Con la sonrisa de un patito de charca que se cree bello cuando le aman.

- ¿Qué significa? -preguntabas con tu índice en el aura de una palabra.

- Aún nada -te decía. Y fruncías el ceño y lo convertías en un pétalo arrugado.

- Las palabras son como las personas, significan más o menos dependiendo de quien las acompañe -argumentaba con mi seriedad de rapsoda figurado.

¡Y reías! Porque sabías que me refería a ti, y a tus besos y a tu enjambre de lunares -ése que hacía constelaciones en tu cintura.

Yo, entonces, escribía muy rápido -que con el tiempo se ralentizaron mis ideas y mis renglones. Impetuoso y con una letra menuda que te hacía achinar los ojos para seguir mis intenciones.

- Las palabras son como las personas, no por ser más grandes tienen mayor importancia. ¿Ves? Ahora ésta, tan pequeñita, se ha vuelto la princesa de la estrofa -y tú volvías a sonreír, y ambos nos hacíamos grandes cuando tu boca se iluminaba.

Así concluí un poemario que aún es un rimero de hojas ocres y rendidas. En aquel otoño. Entre mis papeles y tu espalda. Entre mis manos y tus muslos. Entre mis palabras y tu falda. ¡Siempre tan corta tu falda!


¡Tanto tiempo tu maestro! Tú, ¡tanto tiempo mi novata! Que más tarde, en primavera, para mi desdicha y la de mis palabras, te me saltaste del nido a buscar océanos de plata. 

FUE DE MAÑANA...



Tú estabas aquí y yo acá. En este mismo sofá. Tú la blusa medio abierta y el alma medio cerrada. Yo  mis ojos en tu pecho y mis manos en tu falda.

Tú el silencio. Yo el silencio. La mañana, albor de trinos, en los tallos de la persiana. Las macetas del balcón, tierra sedienta de agua…

Tú, colmena de paciencia. Yo, ron agrio en las agallas. Siempre lo mismo... Como esperando a que bordaran en el cielo las campanas…

Las sábanas quedaron limpias. Quedaron limpias las distancias. Quedó limpio el sol desnudo con la noche en su solapa. Quedó tu saliva blanca hecha nido en mis entrañas.


Tú la blusa medio abierta... Y yo, medio rota el alma...