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SIN REPROCHES Y VICEVERSA





Sin reproches. ¿Vale? Como si hubiésemos inventado los árboles. Como si nunca nuestras lenguas hubiesen traficado con los besos. Como si tu piel nunca se hubiese anclado a la mía. Como si los unicornios de agua nunca hubiesen existido…

Sé que me lo dijiste: “no lo hagas más…” Lo dijiste con tu voz distraída, como cuando decías “me vas a hacer que deje de quererte” o “algún día dejarás que me marche”. Siempre la misma voz, tranquila pero admonitoria –como un oráculo de caramelo-. La misma voz con la que abrías los “te quieros” o los “jamás encontraré a nadie como tú…” Tal vez por eso la ignoré tantas veces... Tal vez por eso y porque la acompañabas de esa sonrisa que compartes con los ángeles…   

Y yo con mis componendas de historias complicadas… Nunca las entendiste… Yo, el silencioso e implacable guardián de todas las puertas de tu cuerpo…

Un día tu voz dijo “adiós” y vi que ya no sonreías. Y cuando quise alcanzarte, me encontré con la humedad de tus pisadas. Habías llorado y yo –tras  aquella primavera- ni tan siquiera recordaba que llorabas…

Así fuimos. Como árboles fronterizos. Y hoy, ya te cuento, me parece que los hubiésemos inventado –tienen tanta memoria…-. ¿Sabes? Yo sigo viéndolos cada tarde, pero ya sólo escribo para una sombra triste y desnuda, una sombra -sin contrabandos- bajo el puerto alto de las hojas silenciosas…


Sin reproches. ¿Vale?

EL PESETA



Cómo deciros cómo era el Peseta. El Peseta era un cuento dentro de un personaje… Una persona dentro de una voz, de un olor, de una figura… Sin ser alto ni corto, ni ancho ni estrecho, ni moreno ni castaño, el Peseta era todo eso…

El Peseta era ancho de entendederas como los arcos de un puente romano. Todo para él tenía sentido y todo para él tenía respuestas. El Peseta jamás había abierto un libro ni jamás había escrito una palabra. Tenía firma de pulgar y todas las fechas selladas en un pasaporte de madera.

El Peseta ayudaba en la venta del carbón a Juan “el malamano” –un huraño vendedor de tiznes apagadas, inútil de la mano izquierda, que presumía de tenderete escaso en la calle de Los Frailes-. Y de eso se empleaba el Peseta, de mano izquierda, de siniestro, ni más ni menos, que ser la mano izquierda de alguien no debe de ser tarea nada fácil.

El Peseta contaba historias enlazadas que no acababan nunca. Y cuando digo nunca, lo digo en la más firme acepción de la palabra. Jamás le escuché terminar ninguna. Las trasteaba y las unía, las solapaba y ponía disfraz a los personajes, creaba nubes y las convertía en lluvia de espejos... Pero nada tenía final…

Y aun sabedores de esta utopía, cuando tarde sí, tarde no, “el malamano” se marchaba a que don Francisco -el practicante- le inyectara quién sabe qué oculto remedio en su apéndice desmadejado, los chavales de la plazuela nos arremolinábamos junto al dorado trazo del Peseta a buscar ese final infinito. Nos cobraba a ¡una Peseta la historia! –que de ahí le nació su mote- y nosotros –como luciérnagas en busca de más luz-, juntábamos -de perra gorda en perra gorda(*) - las diez necesarias para que se alzara el telón. Y ¡cómo se alzaba! ¡Qué sorprendente caudal de voz envuelto en humo de turba y misterios!
Así era el Peseta… Un hombre interminable… Hoy que, en el desánimo de esta tarde pegajosa, me inscribo -harto ya- en la amarga finitud de mi existencia, me he acordado de él, y de aquella carbonería, y de la calle de Los Frailes, y de todos los personajes inmortales que conocí –como asteroides de papel en aquel cosmos inventado-.
Cuando, hace años, alguien me habló de su muerte, yo miré la barriga del cielo... ¿Morir El Peseta? No me haga reír, aún andará distrayendo a la parca…

HAY NOCHE




Hay noche. Hay noche en la noche. Hay noche en el corazón de la noche. Hay noche en los espacios de la noche. En el ladrido negro de los perros sin cuello. En el pozo donde cayeron todos los amarillos de las estrellas. Hay noche…

Desde lejos, una caterva de amantes ignorados trae -bajo sus pliegues de piel antigua- cartapacios de epístolas devoradas por palabras. Y suspiran y hay noche…

Y menos lejos -casi en el vecindario- junto a un vaso pegajoso de misterios, un borracho queda oscuro de vacío. Se iluminaba de memoria y se quedó -de repente- a ciegas, como las orugas mansas de mis cuentos. Hay noche…

No sé ya cuántas noches como ésta tendré presas en el ábaco de mi insomnio. Ya no las hago decenas. Las inserto y me separo. Y en la luz que naufraga sobre mis manos, una mariposa negra, que voló hasta mi hombro desde el farol que mastica el tronco del naranjo, da sombra y me repite una y otra vez…


Hay noche… Hay noche…

VACÍO




Te espero cerca de la nada.
Te espero lejos de la nada.

Tan vigilante siempre,
como un soldado miope,
como un alacrán con miedo,
como un mártir en su espera
-mariposa caníbal de fuego-.

Tan rendido ya a las sombras,
que de su averno se me clavan
esquirlas brunas de flores
-desechos de alambre y fresno-.

De la sangre de mi arroyo
saltan -sedientas de viento-
gotas huecas de hojalata
que acallo a martillo y versos.


Y en este lugar de la noche
-refugio de grillos ciegos-
no hay mitad donde me hallo,
o todo cerca, o todo lejos…