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EL MECÁNICO DE LA TRISTEZA




Hace cosa de un año (mes más, mes menos) lloraba yo mucho, así que decidí ir al mecánico a que me echase un vistazo al lagrimal. El taller no quedaba lejos de casa y lo recordaba con nostalgia (viéndome de niño, literalmente pegado a su escaparate, contemplando aquellos ojos huérfanos de rostros; unos brillantes, otros serenos y, los más, demandantes esféricos de otros ojos que los mirasen).

El mecánico era/es un hombre gordo –como casi dos hombres-, rústico en su figura pero delicado en su hablar -como un jilguero obeso-. Recuerdo que durante todo el rato que estuve con él, se secaba continuamente las manos con un pañuelito -de tela ligera y forma cuadrada- que debería contener lágrimas de la media Córdoba más apenada.

Me examinó con pericia el ojo diestro y me dijo que tenía una abundante pérdida de tristeza.
- ¿Sólo en un ojo? –le pregunté intrigado pues, si bien era yo persona de sentir, no lo era mucho de conocer sobre la anatomía de los sentidos.
- Probablemente en ambos, pero sepa que un solo ojo -puesto a drenar- llenaría un pantano de lágrimas. ¿Me lo va a dejar? Aún me queda un hueco en la agenda –dijo consultando una libretilla de hule con olor a llanto.
- Pues sí… Pero el otro me lo llevo puesto, más que nada por si hay algo que mirar -me resigné.

En aquellos días en que duró la reparación (primero de uno, luego del otro), apenas lloré (se ve que la tristeza se anda con cautela cuando sólo ve una salida en el fondo del túnel) y, desde entonces, cuando me vienen esos arrebatos de llanto incontenible, no dudo en acercarme a ver a este chamán de iris y pupilas.

Hoy he estado en el taller con Linda Daniela –ojos de selva-, un papagayo plañidero se ha extraviado en el verdor de su mirada, y no soporto ver más esos regueros de lágrimas en sus mejillas de caramelo.

- Bonitos ojos –ha enjuiciado el mecánico.
- ¡A mí me lo va a decir! –he exclamado dentro de un suspiro…


AGORAFOBIA



I
Un año sin salir de aquí. Anoche sentía los latidos de las paredes en el pecho. Es mucho tiempo hasta para la locura. Demasiado tiempo. Por eso esta mañana me he duchado y me he mudado de ropa (no recuerdo la última vez que lo hice). Me he propuesto llegar hasta el parque. Atravesar la maldita puerta de madera que fronteriza el pasillo y correr escaleras abajo. Dos cambios de acera -acaso tres en zigzag- y estaré allí. Junto a los árboles en los que escribí versos y maldiciones. No puedo pensarlo mucho más. Ya tengo el pantalón puesto. Ya tengo los zapatos puestos. Sólo tengo que correr. No puede haber monstruos en la escalera. No al menos más que aquí…


II
Lo he conseguido. Ya estoy sentado en un banco del parque. Todo gira. Me tiemblan las piernas y las manos. Sudo. Sudo demasiado para ser otoño. Pero estoy aquí. Los árboles verdes laceran un cielo de un azul que ya no recordaba –he olvidado tantos colores…-. No miro a nadie y nadie me mira. Hay un ruido de ¿chiquillos? al otro lado de dos olmos imposibles. ¿Había olmos aquí? He girado la cabeza y una reja enorme rodea esta isla de hojas y agua. Ahora pienso en que tendré que volver a atravesarla. Y si lo pienso, vuelvo a sudar. Profusamente. Gotas enormes que caen y levantan el barro dormido. Tengo los zapatos puestos. Tengo los pantalones puestos y un abrigo ligero. Puedo correr. Pero no puedo evitar la imagen de verme sin piernas. No quiero mirar. El camino a mi casa se estira en mi mente sin razón. Qué lejos queda ahora. Y aquí no tengo las pastillas. ¿Cómo no traje las pastillas? El sol no durará mucho y yo temo a la noche. Veo monstruos al otro lado de la verja. Caminan y hablan. Y son muchos. Y las lanzas del enrejado se hacen altas, cada vez más altas. Como una jaula. Me doy cuenta y lloro… ¡Dios! ¡Sólo he cambiado de cárcel…!