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CASI UN CUENTECILLO DE NAVIDAD




Ya se le viene al día otra bocanada de noche -pensó en voz alta, con su verbo de engolado rapsoda-, pero no tuvo interés en mirar hacia la calle donde, desde hacía un par de semanas, el ayuntamiento había colgado (de lado a lado de la acera) un cordel que sustentaba cantarinas luces de colores, fuentecillas con trazas esféricas que le arrojaban azules y amarillos sobre el erial de su terraza desvaída. 

Siendo esto así, la oscuridad no era la acostumbrada para un invierno neonato que, sin gabán en cielo, lloriqueaba de frío recién parido. Así que, impasible al gorgoteo de los colores y conocedor de la violada oscuridad de la noche, se encogió de hombros y continuó bisbiseando su lectura.

Leía en ramilletes de renglones, en saltos de atrás hacia delante, en círculos y hasta en zigzag, y así, la última novela, la última historia que -de otros- le ocupaba iba desnudándosele de intrigas frente a sus ojos pequeños y miopes. Como siempre -entonces y ahora- cada cierto número de páginas soltaba las gafas sobre el escritorio y, una vez masajeado el puente de la nariz -siempre de un rosado incómodo-, dejaba caer un rato la frente sobre la palma de la mano -abierta y lenitiva, como el sustento incansable de toda su existencia...

Del tal guisa se encontraba cuando sonó el timbre hasta en tres espaciadas ocasiones antes de que se percatarse de que, aquella melodía mecánicamente extravagante que dejaron los anteriores inquilinos, avisaba de que alguien le requería ¿inoportunamente? a su puerta. Se levantó con la pausa de quien sufre la quemazón del dolor en la cintura y el gris como único color en el pensamiento y, acabado el pasillo y girado el picaporte, tres chicuelos escurridos, pertrechados con zambomba y pandereta (el tercero sólo miraba y tendía la mano) le entonaron -¿le desentonaron?- medio villancico con peces, burritos y alguna otra especie navideña.

Les sonrío desangeladamente, como sólo sonríe quien está vacunado de la tristeza, y buscó en el vaciabolsillos plateado de la entradita unas monedas con que comprar una sonrisa, o a lo peor, un desengaño de avaro desacostumbrado… 

Una vez colocada la recompensa en la mano del recaudador del trío, se detuvo instantáneamente el compás de los instrumentos y tras tres inclinaciones de cabezas medio rapadas, vio marchar a los “intérpretes” escaleras arriba, con la seguridad de que buscaban en el inmueble nuevos trueques musicales.

Antes de cerrar la puerta miró el patio de luces y lo vio más anchuroso y más evidente que de costumbre. Desde las plantas altas se descolgaban enredaderas verdes, troncales matojos que parecían oxigenar toda la galería. En las puertas que se asomaban al vacío, aretes rojos y campánulas purpurinas…

Y al fin miró al cielo, como queriendo comprobar que después de tanto tiempo aún seguía ahí, y vio la techumbre de la noche, y algo similar a media estrella, y se alegró de que aquella propuesta vecinal de cubrir los patios de luces no hubiese prosperado. Y respiró, y los pulmones se le llenaron de un tiempo limpio, de un instante al fin comprensible y pensó, con sinceridad de muerto, que no era él nadie para cuestionar la dulce felicidad de los semejantes… 


Feliz Navidad. Feliz destino.  

CÓRDOBA EN ABRIL




De tu luz, mariposas de alas imposibles.
De tus tardes, cicatrices de oro en los naranjos.
De tu río, vientres de ninfas adolescentes.
De tus callejas, el eco del beso pregonado.
De tu noche, la nana alárabe de Al-Zahra. 

A Córdoba, en abril, le crecen -inconscientes- los amantes…  

EL HOMBRE-TRISTE





Nunca conocí a un hombre más triste. Triste en sus hombros. Triste en su boca. En sus párpados. En sus andares. Hasta comparado con el ahogo de una mariposa, él me parecía triste… Así, dicen, que se le amanecían las mañanas tristes y, tristes, se le echaban encima las noches.

Conocí su casa triste. Con ventanas de un añil triste y un aire triste que se le encerraba entre las paredes verdes-triste.

Dicen que compraba con tristeza y, con tristeza, malvendía aquello que se le iba quedando triste: gabanes tristes, zapatos tristes, jubones tristes…


Al llegar un invierno triste, dicen que puso un plato triste en un triste mantel y, sobre plato y mantel, engulló –por descuido o hartazgo- más tristeza de la que debía y, cuentan, que antes del alba, quedaron tan tristes sus ojos, que tuvo que venir una parca triste a acompañarlo -por caridad- para siempre en su tristeza…