Nunca conocí a un hombre más triste. Triste en sus hombros. Triste
en su boca. En sus párpados. En sus andares. Hasta comparado con el ahogo de
una mariposa, él me parecía triste… Así, dicen, que se le amanecían las mañanas
tristes y, tristes, se le echaban encima las noches.
Conocí su casa triste. Con ventanas de un añil triste y un
aire triste que se le encerraba entre las paredes verdes-triste.
Dicen que compraba con tristeza y, con tristeza, malvendía
aquello que se le iba quedando triste: gabanes tristes, zapatos tristes, jubones
tristes…
Al llegar un invierno triste, dicen que puso un plato triste
en un triste mantel y, sobre plato y mantel, engulló –por descuido o hartazgo- más
tristeza de la que debía y, cuentan, que antes del alba, quedaron tan tristes
sus ojos, que tuvo que venir una parca triste a acompañarlo -por caridad- para
siempre en su tristeza…
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