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LA ENFERMERA QUE NO TENÍA MEMORIA (ÚLTIMO CAP.)



CAPÍTULO FINAL

A las diez menos cuarto de la mañana del domingo catorce de Noviembre una ambulancia y un coche del 091 se encontraban en el número once de la calle Ayala. Antonio el portero avisó a la policía cuando comprobó, en su limpieza rutinaria, que la puerta de Elena Trazas - esa solterona que vivía con una gata - se encontraba entreabierta y pensó que era mejor no arriesgarse a ver que razón podía haber para ello. Cuando el agente de turno abrió - con las precauciones aprendidas en la Academia - la puerta de par en par, le pareció que todo podía ser una falsa alarma. Todavía desde fuera, comprobó que, aparentemente, todo se encontraba en orden: la cerradura no aparecía forzada, y no había ningún indicio que apuntara a la existencia de algún acto delictivo. A su lado un oficial barbilampiño con cara de oruga aletargada y las punteras de los zapatos juntas, como un reloj que marcara las horas hacia dentro, llevaba la pistola en la mano y un poco más atrás, Antonio,    - el conserje que entregaron con las llaves -, no se atrevía a acercarse demasiado por si las moscas... El primer policía entró en el piso - era claramente más decidido que el segundo, al que se le notaba a legua su bisoñés en el Cuerpo -. Cuando los dos estuvieron dentro del salón con barra americana, Antonio hizo un esfuerzo de curioso reprimido y puso el pie y la mirada bajo el quicio de la puerta abierta. Al fondo, la puerta del dormitorio se encontraba totalmente cerrada, y un maullido que, al principio, confundieron con el llanto de un crío no cesaba de advertirse en la estancia. Es el gato - aseveró el portero desde su posición sin riesgo de curioso -. El policía con cara de oruga giró el pomo de la puerta - que a lo mejor quería una medalla recién entrado - y encontró el cuerpo de Elena tendido en la cama. Nadie hubiese sido capaz de inclinarse en señalar si estaba muerta o dormida. El agente se acercó a Elena mientras gritaba a Antonio, con los nervios ligeramente perdidos “Llame a una ambulancia por el amor de Dios...”. Se echó sobre el pecho de esa mujer a camino entre el sueño y la muerte y, al mismo tiempo que sentía el latido casi imperceptible del corazón, vio sobre la mesita de noche, la misma donde una estampa de Santa Bárbara esperaba a ver si tronaba y se acordaba alguien de ella, un bote con dos pastillitas rosas. Dios, se ha atiborrado de alguna porquería - dijo mientras señalaba al otro agente el envase casi totalmente vacío de comprimidos.

La ambulancia tardó lo suficiente en llegar como para que fuera demasiado tarde. Los masajes cardiacos fueron inútiles. Deben de llamar al forense de guardia... - dijo con voz grave el doctor que le puso a Elena, cerca de sus labios gastados, un espejito que encontró sobre la cómoda - ...ya saben que en estos casos ha de intervenir... Se llamó al forense, y uno de los policías bajó al coche para pedir instrucciones a su superior.

El coche del forense - de color oscuro por supuesto - tardó algo más en llegar, -¿qué prisa podía ser necesaria ya?-. Elena se hubiera sorprendido si hubiese visto entrar junto al forense al doctor Ruidera y tras él al doctor Camino. Fue éste último el que desayunando casualmente con el forense    - por cosas de la amistad - identificó las señas indicadas con las de su paciente Elena María Trazas Valle, la enfermera cincuentona de La Concepción, y el que llamó a la Clínica por el teléfono móvil de su colega para confirmarlo. De allí partió el doctor Ruidera hacia la calle Ayala cuando Jacinta le dio la noticia con la gravedad de quien anuncia un duelo al sol... Todos llegaron a la vez. Hasta el comisario de zona. Todos entraron a la vez en el piso. El forense se acercó al cuerpo inerte como correspondía a su función. Comprobó el pulso y cruzó unas palabras con el doctor de urgencias. Luego abrió su maletín rechoncho y sacó unas cuantas bolsitas de plástico de diferentes tamaños. El doctor Ruidera, a sabiendas de que no era muy correcto lo que hacía - aun previamente identificado como médico y compañero de la muerta - se acercó donde yacía Elena y donde el forense echaba el frasco con las pastillas rosas en la primera de las bolsitas.          

- ¿Anfetaminas?

- Ansiolíticos -le respondió el forense- una dosis que mataría a un caballo. Le ha ido debilitando el corazón hasta parárselo en seco. Un ejemplo de suicidio fácil y al alcance de cualquiera.

El comisario tomó palabra en la conversación, mientras el doctor Camino, desde su obcecación de psiquiatra desconcertado, se andaría preguntando si las hormonas habrían tenido algo que ver en la decisión de arrancarse la vida.

- Doctor, - el comisario se dirigió a Ruidera - me han dicho que usted la conocía.

-  Trabajaba conmigo en la Clínica de la Concepción, en la consulta externa de Dermatología. Era una buena enfermera... - el doctor Ruidera se calló que también era una gran persona, porque eso siempre se dice de los muertos...

- ¿Conoce alguna razón para...?

- No. - Ruidera fue tajante.

El doctor Ruidera se notaba visiblemente afectado, como si él mismo hubiese tomado partida en la muerte. Estaba fijo en el cuerpo de Elena sobre la cama y le llamó la atención el que esa gata de color pardusco lo mirara como culpable de algo - Es absurdo, pensó, los gatos no miran, ven simplemente. La figura de Elena estaba nítidamente dibujada sobre las sábanas. Pensó que el forense había dejado entrever las palabras exactas para definir su muerte “...se ha ido apagando poco a poco...” . El pelo largo, el mismo que siempre llevaba recogido con horquillas y gomas, quedaba a su amor, como chorreado por el catre pequeño. No se podía decir, a modo de novela rosa, que la muerte había respetado toda su belleza - la muerte no regala belleza y Elena nunca la tuvo -, pero sí era cierto que la gravedad de sus rasgos de ser solitario no hacía desagradable la escena de su cuerpo inerte sobre el lecho.

El forense tomó del lateral derecho de la cama, el más cercano a la ventana pequeña que sólo dejaba ver un trozo ridículo de un Madrid cansado y a medio despertar, un tomo de cuartillas que apenas se habían desordenado. Comisario - inquirió antes de introducirlas en una bolsita, más grande que la primera, que ya tenía preparada. El comisario las tomó con cuidado y las pasó con un rápido movimiento de los dedos índice y anular, a modo del que mezcla la baraja antes de repartir. Son cartas de amor - sentenció. Al doctor Ruidera le cambió el rictus de su cara, podía esperar cualquier cosa, pero cartas de amor en el lecho de Elena no cabía dentro de sus cábalas.

- Es curioso... - el comisario se hablaba a sí mismo, pero con esa costumbre que tienen los detectives de serie de televisión, que hacen que los demás piensen que les están hablando a ellos. Aún con las cuartillas en la mano se dirigió a un pequeño buró que escondía su antigüedad en la esquina más remota de la estancia. - Es curioso... - repitió frotándose el mentón sin afeitar - Miren esto - al inquirir la presencia indefinida de alguien, tanto el forense como Ruidera se acercaron al escritorio - Observen, ¿ven estos triángulos que se repiten en cada una de la parte superior de estas cuartillas en blanco que hay aquí? Son exactamente iguales a      éstos. - El comisario habló jactándose en su apreciación, como si hubiese desenmarañado el asesinato del siglo. Era cierto, sobre el buró se amontonaban en un orden perfecto varios libretos de cuartillas blancas con los mismos triángulos que figuraban en las ya escritas. Sobre ellas un bolígrafo ramplón, de los que anda por cualquier lapicero de un colegial. El comisario tomó el bolígrafo e hizo un garabato sobre una de las cuartillas - ¡Ajá!, me juego la placa a que estas cartas están escritas por esa pobre desgraciada, pero no me pregunten aún porqué...

El doctor Ruidera dio un paso atrás. Un paso grave. Podía en aquel momento haber tomado la palabra y dejar a ese comisario de cine negro barato con la boca abierta, si es que el comisario hubiera visto algo más allá de su cigarrillo de sobras ya apagado. Él sí sabía el por qué. Elena una vez se lo confesó y él le dio la razón mientras curaban a un chiquillo que quiso quemarse a lo bonzo por un desengaño amoroso, “el amor se monta a galope en los lomos de la locura...”

Ruidera pidió al comisario si podía ver la fecha de las últimas cartas. Es un presentimiento,    - dijo lo más humildemente posible para que nadie, sobre todo el detectivesco personaje, pensara que quería quitarle su privilegiado puesto de pensador concluyente -. El comisario se las tendió con un gesto malencarado. - Falta la última... - dijo antes de que Ruidera las tuviera totalmente en su poder.

El doctor Ruidera lo comprobó por pura rutina. No falta, simplemente no existió nunca...- pensó para sí. Dejó las cartas al comisario y preguntó si podía ser útil para algo. Nadie le contestó. Cuando salía por la puerta de la estancia se dirigió en voz baja al doctor Camino que seguía sumido en sus pensamientos hormonales.

- Dios mío, sólo olvidó escribirse, sólo olvidó mantenerse viva, sólo ella lo podía conseguir. ¿Sabe doctor?, la ha matado su falta de memoria...

El doctor Camino no entendió absolutamente nada.

A lo lejos, entre su tazón vacío de leche y su recipiente sin  una sola bolita con sabor a pescado, Sorpresa maulló - con su sentido distinto al del resto de los humanos -, Ruidera   se sintió sobresaltado por aquél desconsolado maullido que parecía dirigido a él, cuando se cruzaron sus ojos grises con los del animal entendió. Ya sé que tú lo sabías...

FIN


EL PERRILLO MARRÓN

Ahora que se arriba la mañana hay en la acera de enfrente un perrillo viejo lazarillo de un ciego imaginario. Es un perrillo marrón. ¿Por qué todos los perros mediocres son marrones? Nunca he visto un perrillo abandonado de una blancura nívea, o de un negro azabache. La verdad es que el marrón es un color prosaico, inexpresivo, nada lenitivo con las metáforas más agraciadas de los poetas de siempre. Pues sí, este perrillo es marrón. Ni tan siquiera una sucinta mancha de color disímil salpica su pelaje romo y alopécico para hacerlo algo más interesante. El perrillo me ha mirado y yo, desde mi balcón de segunda, le he lanzado algo parecido a un chiflido cariñoso –nunca supe silbar bien. Pero el perrillo lo ha entendido y ha agitado su cola escasa a modo de saludo, a modo de un buenos días, a modo de qué tal caballero… Sinceramente me han dado ganas de bajar y subirlo a mi piso –también de segunda como mi balcón- y alimentarlo con un buen tazón de leche y unas galletas ¿Comen eso los perros abandonados o sólo los hombres abandonados? No sé. Pero como yo respeto la soledad ajena a diferencia de tanto imbécil que cree que la soledad siempre es proterva, me he contenido y nuestro leve encuentro ha concluido con un adiós algo estúpido de mi mano diestra. Y ahí ha quedado el perrillo con su colilla de infante y su pelaje escaso. Cuando he entrado me he mirado en el primer espejo de la casa. Sí, ciertamente yo también voy teniendo un tono pardo bastante ramplón…

LA ENFERMERA QUE NO TENÍA MEMORIA (CAP.IV)

CAPÍTULO IV

Antonio, el portero de la finca, andaba algo escamado con las continuas preguntas de Elena sobre si no había visto a nadie depositar correo en su buzón -¡Qué leche esperará la solterona ésta!, si sólo recibe las notificaciones de los intereses que le mandan los catalanes esos de La Caixa, que también manda cojones mandar los ahorros de los de aquí para los de allá arriba -. No cabía ningún genero de duda en que la persona enviada - quién sabe si cualquier chiquillo a cambio de un par de monedas - se cuidaba muy mucho de no ser vista - siguiendo con toda seguridad indicaciones previas -, y no cabía la tesis de que el doctor Ruidera lo hiciera de propia mano. Lo cierto es que las cartas se reiteraban día a día, cada vez más pasionales, cada vez dando a entender que el momento del desenlace quedaba más cerca...

...la amo Elena, qué más puedo decir. ¿Qué más puede un ser humano expresar con tal alta sinceridad? Cada día soporto menos el no decírselo cuando tengo cerca el olor limpio de sus cabellos aún mojados...

... se preguntará el porqué me oculto tras unas cuartillas de colegial. Déjeme tiempo. Sólo un poco más. Se lo contaré cuando la tenga en mis brazos. Cuando el tiempo sea nuestro, cuando esa propiedad divina no pueda ser arrebatada por nada ni por nadie...

Párrafos como éste eran delineados frecuentemente en las cuartillas blancas, que ensobradas, como presas del propio celo que las guardaba, se abrían en las manos de Elena. Ella, por su parte, seguía con sus propias indagaciones para cerciorarse de que nada de lo que pensaba podía ser una fantasía, una más de tantas por las que se había dejado rodear a lo largo de su vida. Así había descubierto que todas las  cuartillas eran exactamente iguales, con tres triángulos imprentados  que se superponían entre sí en una de las esquinas superiores. Buscó en las papelerías más cercanas al domicilio del doctor ese tipo de distintivo, pero la búsqueda fue inútil, nadie recordaba haber visto nunca ese tipo de marca. Estaba claro que el arsenal vino de lejos y estaría bien provisto.

 El doctor Ruidera había vuelto a la Clínica tras aquel día en el que marchó dejando desatendida la consulta. Su madre había estado muy enferma, así que tardó unos cuantos días más en aparecer por la consulta. Como único hijo tuvo que atenderla hasta que anduvo algo más recuperada, tras lo que pidió al director que le cediera una enfermera hasta que la recuperación fuese total, a fin de que él pudiese volver a atender su trabajo. El director, que no pasó por alto la necesidad de la presencia en la Clínica de Ruidera, accedió con gusto a la pretensión del dermatólogo, y una joven, recién llegada, fue encargada a domicilio del cuidado de la anciana. En cuanto estuvo repuesta la enferma, la joven fue remunerada según estipulación previa - y algún que otro emolumento graciable por el trastorno ocasionado - y Ruidera volvió a la tranquilidad de sus labores.

En esos días, en una de las cartas, Elena leyó un párrafo que apuntalaba aún más la procedencia de las mismas

... anoche recordé una frase que alguna vez leí de alguien, amada Elena, ¡juventud, cuyo recuerdo desespera!... En estos días en visto la vejez de cerca y le aseguro que su cara no es nada agradable...


Mientras todo esto ocurría, Elena seguía con su destino en la consulta junto a Ruidera. Que ella recordara – aunque eso no fuera mucho de fiar -, sólo el día que olvidó el pedido de gasas para la consulta comprobó que su memoria seguía siendo la de siempre. Sin embargo Sorpresa si llevaba ya un buen tiempo recibiendo su ración diaria mañana y noche - que se le veía más alegre y bruñida -. Cada noche acompañaba a su ama a la liturgia de leer aquello que le escribía su amado, la epístola sagrada sin la que la vida de Elena ya carecería de sentido.

...Anoche, volví a soñar con usted, mi amada Elena, si usted estuviera en todos mis sueños, no me importaría quedarme dormido toda la eternidad...

Elena repetía una y otra vez párrafos como éstos. Lo hacía bocarriba en la cama, casi desnuda, con los ojos cerrados y la imagen del doctor de ojos grises dibujada en lo más alto de su dormitorio.

Durante meses las cartas seguían siendo depositadas en el buzón con más o menos verticalidad, todo dependía del tamaño del sobre que, si bien éste variaba a menudo, la cuartilla, - una siempre -, era la misma, con aquellos tres rombos superpuestos en la parte superior derecha. Sin embargo, las relaciones entre el doctor Ruidera y Elena no variaron lo más mínimo, timidez y cortesía jugaban por toda la consulta a lo largo de la jornada. No hubo más sesiones de cine para ambos. Incluso Elena parecía haber perdido la afición, sólo un par de films le hicieron derramar alguna lágrima prisionera. Eso sí, seguía siendo una entusiasta de las hamburguesas - que además siempre fueron una forma de evitarle el engorro de preparar su     cena -, incluso llegó a tomar nuevamente alguna con pepinillos que le supieron a gloria, que el amor, pensó con acierto, no tiene porqué tomar perfecciones geométricas...

Una noche en que la tormenta se explayó sin miramientos por todo el cielo madrileño, Elena se permitió el lujo de volver en taxi a casa. Atrás, en la Clínica de la Concepción, había dejado entre la luminosidad intermitente de los rayos, como si de una película de terror se tratara, a una Jacinta más soñolienta que nunca. El doctor Ruidera había abandonado esa misma tarde con cierta premura la consulta por mor de ser ponente en el quinto certamen de la Asociación Europea de Dermatólogos. El certamen, que tenía lugar en la aderezada sala de conferencias del hotel Eurobuilding,  era una gran ocasión para el respaldo definitivo de Ruidera. Elena llevaba días ilusionada en ver a Ruidera, tras la amplia mesa de madera noble, exponiendo con su voz tersa sus investigaciones sobre la reproducción de los tejidos cutáneos, ante un foro tan cualificado como internacional. Prácticamente todo el personal de cierto rango de la Clínica estaría allí y, aunque el doctor Ruidera se había cuidado personalmente de invitarla, un “curioso” sorteo había dejado a Elena sin la posibilidad de asistir a la ponencia. El sorteo, amañado por algún trepa sin escrúpulos - que los había a puñados -, y en el que Elena no estuvo presente por estar atendiendo una quemadura de segundo grado a una señora que parecía haber olvidado que el agua hirviendo no es como para echársela por encima, dio como resultado la designación como “servicios mínimos”, durante la ausencia autorizada del resto, de la presencia en la Clínica de dos doctores, - uno de ellos de clara hostilidad hacia Ruidera y al que le trajo al fresco el no asistir al Certamen -, cuatro auxiliares - incluida Jacinta, que de ir, de seguro se hubiese dormido en los sillones de la sala - y tres enfermeras: la joven que cuido de la madre del doctor, Genoveva, la que entendía más de vacas que de personas - por eso de proceder de los campos asturianos - y Elena que llegó a clavarse sus uñas cortas en la palma de la mano cuando le transmitieron el resultado que el supuesto azar había arrojado. Elena se juró contar lo acontecido al director y al propio Ruidera en cuanto le fuera posible - pero a nadie extrañaría que al día siguiente se le hubiese olvidado, ¡cosas de su memoria!

Pasaban con creces las doce de la noche cuando  Elena y la tormenta se encontraron sin necesidad de presentaciones en las escaleras exteriores. Elena abrió su paraguas, pero ante la vuelta insolente de éste y el cariz del temporal, alzó la mano solicitando los servicios del primer taxi de la parada. Cuando se volvió a preguntarle el destino de la carrera, Elena comprobó que, el taxista, era un joven malencarado con un olor a ajo rancio que impregnaba todo el vehículo. Durante el trayecto, Elena pasó por el cine de siempre, donde aparecía, bajo los carteles doblados por la lluvia, el anuncio de una nueva reposición de Casablanca, - sin mí habrá unos seis...- pensó, y hasta creyó sentir el himno de la Francia deseosa de ser libre mientras aguardaban el verde en un semáforo cercano. La hamburguesería estaba cerrada, tras los cristales se adivinada la figura del encargado haciendo caja, con el corbatín rojo ya deshecho, mientras dos señoras entradas en años recogían del suelo con fregonas casi desvencijadas las pisadas de mostaza, y una chica con un gorrito ridículo pero muy americano, echaba en un cubo grande los vasos aplastados de Coca-Cola...

Cuando el taxista emitió un sonido gutural, Elena interpretó  que estaban ya en el lugar por ella pretendido. Bajó del taxi con su paraguas desbarillado y, otra vez el olor a coles le confirmó que el chaval que no hablaba - que a lo mejor por eso tenía cara de búho viejo - no había equivocado el destino. A Elena no le importó que el taxista tuviese cara de ave de noche, ni que le cobrase un suplemento por la hora intempestiva -a pesar de que, por su falta de costumbre, no entendiera mucho porqué pagar más por el mismo recorrido, será por la luz de los faros, pensó -, no le importó tampoco que las coles siguiesen bullendo como si quisiesen que su vapor se aliara con la tormenta para hacerse dueño del bajo cielo de Madrid, ella esperaba, llave en mano, girar la cerradura lascada del mismo buzón, y encontrar el sobre donde la cuartilla doblada le hablaría de cielos eternos, de venturas inimaginables y de caricias emotivas...

Cuando la cerradura dio la media vuelta suficiente, Elena llegó a arañar hasta tres veces el fondo vacío de la pequeña caja metálica. El agua que la había empapado en el corto recorrido hasta la puerta se mezcló con un sudor frío, enfermizo. Dejó la puertecilla abierta, totalmente caída, inservible para custodiar nada - ni tan siquiera la liquidación mensual de intereses de La Caixa -. El olor a coles, más fuerte que nunca, la hizo vomitar en el rellano del primer piso. Se adivinaba algún ojo tras cualquier mirilla iluminada, tiene huevos la cosa, la solterona viene borracha...
                         (Continuará...)

LA ENFERMERA QUE NO TENÍA MEMORIA (CAP.III)

CAPÍTULO III





De los primeros rayos de sol que entraron por la ventana del dormitorio, sólo el último - que llegaría tarde a la salida - se recreó en los párpados cerrados de Elena. Sorpresa llevaba un buen rato maullando suave desde su prudencia de gata bien enseñada - no recordaba la pobre un hambre tan machacona -, y, haciendo honor a su nombre, se extrañaba de que su ama, aún anduviese en brazos de Morfeo. Elena se despertó con el sabor de la luminosidad en su paladar. Un ligero movimiento de un cuello dolorido por una noche más larga de las habituales, le fue suficiente para temer lo que comprobó nada más abrir los ojos: las manecillas del despertador señalaban las nueve de la mañana. La lectura de lo que ella consideraba una catástrofe, - no acontecida en veintiséis años de servicio -, fue rápida: hacía más de una hora que debería de estar en la Clínica. En aquel momento a Elena no le cupo sino incorporarse, mojar sin miramientos su cara de agua limpia en el aseo de media bañera y, olvidándose otra vez de Sorpresa y de sus bolitas con sabor a pescado - que al final iba a conseguir que se hablara de la primera gata mártir -, recorrió con un número de pulsaciones, que ella misma hubiera considerado preocupantes en cualquier enfermo, el camino al trabajo.

Tras el mismo mostrador de madera pulida Jacinta - que con la misma actitud podía esperar a una preñada con dilatación suficiente para parir allí mismo, que a alguien que no llegara a su hora - movía la cabeza con gesto de desaprobación, - como si alguien le hubiera encomendado a ella lo que tenía o no que aprobar.

- El doctor Ruidera comenzó hace más de media hora la consulta, le acompaña Pilar, que hoy era refuerzo en Urgencias y no parece que haya mucho movimiento... - Jacinta no hablaba: gruñía. Era uno de tantos de   sus gestos de pistolero desafiante. Echaba sus codos y dejaba caer los gruñidos en cascada, como eructos ruines e  incontrolados.

- El tráfico...

- El tráfico es el mismo de todos los días Elenita, vamos a dejarnos de coñas, si se te han pegado las sábanas, pues eso, que sólo Dios es perfecto hijita - Jacinta creía mucho en Dios, aunque habría que ver lo que Dios podría pensar de ella -. No era de extrañar este tratamiento casi vejatorio. La intachable conducta de Elena levantaba no pocos recelos entre los compañeros, que era sabido por todos que si ya no ocupaba el puesto de enfermera-jefe era porque Rebeca, la designada en su momento, tenía unos muslos prietos y largos que traían de cabeza al director, y un arte de alta cabaretera para enseñarlos y para decir, dejando las sílabas reposar ligeramente en sus labios, lo que usted mande don Arturo..., y seguro que don Arturo mandaba más de la cuenta...

Elena tomó en la cafetera automática de la planta baja el primer café del día. Era el singular café de todos los hospitales, que uno sabe que lo es porque lo pone en la máquina, que si no se podían hacer todo tipo de cábalas para adivinar el nombre de aquel líquido pardusco. Como ausente, quedó de pie en el pasillo con olor a desinfectante. Sorbo a sorbo, su memoria le trajo la carta a su fantasía de niña, y entonces apareció la sonrisa plácida en su rostro, tampoco es para ponerse así por haber llegado algo tarde... Arrojó el vaso de plástico a la papelera y se encaminó a la consulta de dermatología. Por el pasillo, donde algún enfermo descansaba - no se sabe muy bien de qué - en su silla de ruedas, alisó como pudo los pliegues de su falda, - que en fragor solitario     de la noche ni tan siquiera se había desvestido -, mientras se colocaba la bata blanca y la identificación correspondiente, al mismo tiempo que apuntalaba su pelo con varias horquillas que rescató perdidas de algún bolsillo. Tras unos golpes de cortesía, Elena abrió la puerta de la consulta, los ojos de color indefinido del doctor Ruidera se apartaron de la espalda de un enfermo con claros signos de una psoriasis galopante  y se posaron en los suyos...

- Elena, ¡gracias a Dios!, me tenía usted ciertamente preocupado...

¡Santa Bárbara bendita!, el doctor Ruidera preocupado por su tardanza. ¿Qué temería? ¿Tal vez un desplante infinito al amante recatado? A Elena, entre pensamiento y pensamiento, le volvió a galopar el corazón...

- El tráfico – dijo sacando las palabras como si anduviese tirando de ellas.

- ¿Qué me va a decir a mí?, un verdadero infierno ¿verdad? Muchas gracias por su ayuda Pilar, Elena seguirá atendiendo la consulta...        - Pilar, una zaragozana con cara de rana seria, dirigió una mirada nada agradable a la enfermera titular de la consulta y, con un gesto de hipócrita cortesía que no engañaba a nadie abandonó la sala.

El enfermo con la espalda desnuda, mostrando sin pudor su piel descamada, atendía a la conversación sin saber muy bien si ésta le daba derecho a protestar por el aparente desinterés o no. Antes de que pudiera seguir dilucidando sobre si estaba recibiendo la atención, el doctor Ruidera volvió a colocar su ojo derecho tras la enorme lupa que quedaba fijada al brazo de la camilla. - Es un caso de psoriasis avanzada - el doctor hablaba ahora para Elena - el foco se ha localizado en la parte dorsal, pero no hay que descartar una extensión rápida, fundamentalmente hacia las articulaciones...

A Elena, todo ese diagnóstico, tantas veces escuchado, le traía al fresco. Por una vez su profesionalidad había sido derrotada en noble lid. Supo que había que dar cita para un mes después, era lo habitual en esos casos, así que la inercia le permitió seguir en las nubes...

Mientras el doctor Ruidera se lavaba las manos se dirigió al enfermo con su mesura natural - Amigo, el caso no es excesivamente preocupante, aun pensando en la molestia, debe tener claro, y hacer que los demás lo sepan, que la psoriasis no es una enfermedad contagiosa y mucho menos grave. Debemos parar su más que posible extensión a otras partes del cuerpo. Vamos a comenzar con un tratamiento de sujeción que actúe lo más rápidamente posible, pase por aquí en unos quince días para ver si el efecto de los corticoides es el esperado. Elena asintió con la cabeza, pero ya estaba tomando nota del nombre del enfermo justo un mes después de la fecha y traspasando ésta a una tarjeta que le fue entregada.

- ¿Parece que no ha pasado usted buena noche, Elena? - El doctor Ruidera hablaba mientras lavaba sus manos bajo el chorro de agua limpia.

- Sí... Bueno es que... Sorpresa está algo pachucha ¿sabe?       - Elena no hubiera sabido contestar otra cosa aunque le hubieran dado toda una vida para pensarlo.

- ¿Sorpresa?...

- Sí, es el nombre de mi gata, creo que se lo he comentado en alguna ocasión - en aquél momento Elena cayó en la cuenta de que el animal llevaba varios días sin recibir su ración habitual- ¡Santa Barbara bendita!... – aunque no había tronado se volvió a acordar de la Santa.

- ¿Ocurre algo?

- No, no nada, acabo de recordar algo que he de resolver sin falta, pero lo haré esta tarde aprovechando que libro  - Elena se guardó muy mucho de confesar al doctor lo verdaderamente ocurrido, aunque no iba a pasar mucho tiempo para que éste comprobara que la memoria de Elena seguía siendo todo un problema para ella. Jacinta, entró en la consulta al estilo de como se entra en un salón del viejo oeste americano - le falta escupir, había pensado Elena en muchas ocasiones.

- Doctor, un señor que dice haber sido atendido por usted le ruega sea tan amable de aclararle si los meses son ahora de quince días - la cargante ironía de Jacinta instigaba cada una de sus frases hasta hacerlas algunas veces un jeroglífico casi indescifrable.

- Siento no entenderle Jacinta...

- Verá, al parecer usted le ha dicho que vuelva pasados quince días a la consulta y, al parecer, la enfermera Trazas, le ha apuntado en la fichita que lo haga dentro de un mes. Supongo que, de ser cierto lo que dice el paciente, se habrá de seguir el criterio que impone la jerarquía medica.

- Así es Jacinta, pídale disculpas en mi nombre y sea tan amable de rectificarle la fecha - el doctor Ruidera sabía que pedir amabilidad a Jacinta era como pedir a un psicópata que no disparase a las cabezas ajenas porque eso no estaba bien.

Cuando Jacinta cerró la puerta de la consulta, el azoramiento había llegado a tal límite en Elena, que no parecía que pudiera quedarle más sangre que la que se concentraba en su cara.

- Lo siento doctor... la precipitación...

- No se preocupe, no tiene más importancia, pero intente concentrarse algo más en el trabajo. No me gustaría que tuviese problemas. ¿Cómo siguen las visitas al doctor Camino?

- Bien supongo, - Elena no se atrevía siquiera a levantar la mirada de las losetas blancas -, pero el tratamiento es lento. De todas formas lo de hoy...

- No se preocupe más. Un desliz sin importancia. ¿A quién no le ha ocurrido eso alguna vez? - Al oír aquellas palabras Elena recordó cuando el doctor Ramiro no encontró sus gafas aquella mañana de hace veintiséis años. Tampoco aquello le pareció al doctor importante... - Anoche yo también tuve problemas en conciliar el sueño -prosiguió Ruidera-. La vida es difícil   y la cabeza gira y gira, como en      aquel tango argentino, alrededor de explicaciones que nunca nos van a llegar. Si muchas veces viésemos desde fuera lo absurdo de algunas de nuestras actuaciones nos reiríamos de nuestra propia estupidez, pero supongo que eso es un eterno reto a batir. ¡Vaya perorata, eh! , discúlpeme Elena, ¿qué le pueden importar a usted mis problemas, sobre todo si los encierro en una filosofía tan barata?

Elena le hubiese suplicado al doctor que siguiera hablando hasta que su voz de barítono joven se hubiese agotado para siempre. 

- No doctor. Tiene toda la razón en lo que dice, yo también me pregunto en muchas ocasiones sobre cuestiones de ese tipo, supongo que todos los hacemos, pero... -Elena estuvo a punto de decir ¿cómo no me van a importar?, ¿cómo no me van a importar sus problemas ahora que empiezo a entender que usted y yo no somos tan distintos?. Le salvo la sensatez. Tal vez la campana en el cuadrilátero de la conciencia. Tenía suficientemente claro que el doctor necesitaba poner en orden sus ideas. Si la había elegido a ella para hacérselo más fácil, ella iba a estar allí. En el lugar justo que él señalara.

- Agradezco que una vez más sea comprensiva - el doctor bajo el tono de su voz hasta hacerlo confidencial,  no abundan las personas como usted.  Elena estaba fuera de sí, hubiera agarrado al doctor por la bata y le hubiera gritado que lo amaba. Eso ocurría siempre en las películas. Ese era invariablemente el instante previo al primer beso. Al beso eterno. Luego el THE END...

- No tiene que agradecerme nada doctor, soy yo la que me siento realmente a gusto compartiendo con usted la consulta - el azoramiento de Elena tomó tal cariz tras la confesión, que alguien podía haber apostado a que algún vaso sanguíneo de su cara andaría a punto de romperse y se derramaría por entre las losetas pálidas, inamovible punto de referencia en la mirada de Elena que seguía sin atreverse a enfrentarse a los ojos grisáceos, como de felino manso, de Ruidera-. Sentiría que tuviese problemas en la Clínica - Elena buscaba cualquier artimaña noble para intentar saber de dónde podía venir el desvelo reciente del doctor.

- No, no tiene nada que ver con el trabajo, lo cierto es que desde hace un tiempo... ¡Dios mío!, las once y cuarto, hace más de media hora que debería de haber hecho una llamada importante. Discúlpeme. ¿El próximo paciente?... - rebuscó entre sus papeles perfectamente ordenados - ...sí, a las once y media, le ruego vaya preparando lo habitual.

Cuando el doctor Ruidera salió de la consulta Elena cayó desplomada en la camilla. Cuarenta y siete años de su vida eran insuficientes para explicar una angustia como la que sentía. Es usted doctor Ruidera, es usted... esto es un puzzle complejo donde las piezas van encajando... no pueden ser fantasías mías... ¡claro que no!..., eso sólo pasa en las películas...

El doctor no volvió a aparecer en todo el día por la Clínica. Las citas previamente concertadas fueron anuladas con la consiguiente irritación de los pacientes. A eso de las tres, Elena seguía sentada en la camilla de la consulta.

(Continuará...)


LA ENFERMERA QUE NO TENÍA MEMORIA (CAP.II)



CAPÍTULO II

Hace apenas dos años que llegó a la Clínica de la Concepción el doctor Ruidera Cambá, un dermatólogo interino de rasgos albinos y acento gallego. Por aquello de que la vida es caprichosa, Elena fue encomendada, por expreso deseo del director, a la consulta del recién llegado y, entre dermatitis y dermatitis, comenzó a experimentar un sentimiento extraño que nadie antes le había presentado... El doctor Ruidera era una persona entrañable, intachable en su trabajo y, a decir de todos, de porvenir más que prometedor. Su trato con los pacientes era ejemplarizante y sus diagnósticos, calificados de certeros, se cerraban en la inmensa mayoría de los casos con tratamientos exitosos que alegraban a Elena hasta tal punto que, a veces, hasta le daban ganas de aplaudir. Elena se sentía realmente encantada con su adscripción a la consulta y, por primera vez en veintiséis años de estancia en la clínica, sintió tener, más que un superior, un compañero - que no eran pocos los que se pasaban la vida eludiéndola por si se enganchaba demasiado la solterona... -. El doctor Ruidera se preocupaba por ella cuando, más de una mañana, Elena llegaba con los ojos rojizos, señal inequívoca de sus intranquilas noches de desvelo - que ya dijo el poeta que las batallas de amor son lides para campos de plumas -. Y hasta una tarde de marzo, en que la consulta fue breve, ambos se fueron a ver, la enésima reposición de la película Casablanca en el mismo cine de siempre, ése donde tantas veces le asomaron a Elena las lágrimas cuando las hélices del avión comenzaban a girar esperando la decisión irrevocable de una Ilsa increíblemente bella. Pero ese día, en que el doctor Ruidera se presentó en la sala con un cartucho inmenso de palomitas y dos refrescos de cola, estaba tan entusiasmada de no sentirse sola, que hasta le dieron ganas, cuando llegó su escena favorita - la que acontece en un “Rick’s Cafe” abarrotado de sórdidos alemanes - de subirse en el asiento abatible y cantar al lado de aquellos  franceses invadidos, para que todos se enterasen de que ella, como aquéllos, también había sido invadida, aunque de forma bien distinta. Luego, dejada entre las últimas arrugas de la pantalla la desconsoladora despedida y la oportuna amistad del gendarme con cara de buena persona, Elena supo que el doctor Ruidera odiaba los pepinillos - que nunca le supieron más amargos los de su hamburguesa - y al final, como hombre galante, la dejó en casa, donde Elena estuvo buscando las llaves en el      bolso ante la mirada tranquilizante del doctor durante un rato que se le hizo eterno, cuando al fin las encontró - que se hubiera muerto allí mismo de no hacerlo -, dio unas buenas noches azoradas y comenzó a oler a las coles hervidas de siempre mientras se perdía en la penumbra de la única bombilla que alumbraba el portal.

Al día siguiente, a eso de las cinco de la mañana, Elena tenía ya puesto el mismo traje de flores que lució en la boda del doctor Amado. Se había dejado suelto el pelo y hasta anduvo recatadamente delineando el perfil caído de sus ojos. Cuando se creyó bella, anduvo delante del espejo girando y girando como la bailarina de juguete que andara presa de su peana musical, hasta que el maullido humilde de Sorpresa, le recordó que el pobre animal había sufrido otra noche de vigilia obligatoria. Elena le anduvo un buen rato dando explicaciones y le prometió que jamás la olvidaría - como si ella pudiera afirmar eso de algo por muchas ampollas de fósforo que siguieran alimentando su desnutrida memoria - y que, además, la llevaría con ella a donde fuese y, cuando la conversación hubo terminado, ya desde la puerta se volvió sonriente y, emergida de entre la misma nube de siempre, contemplando esos ojos de gata que parecían comprenderlo todo, le dijo sin reparos y con todo el calor abochornado en sus mejillas: “ya verás cuando le conozcas...”

Cuando subía uno a uno los peldaños de la Clínica Elena tuvo un fatal presentimiento que despreció pronto - que no es bueno tener mucho tiempo dentro los malos presagios, que se lo acaban comiendo a uno -. Al llegar al mostrador, Jacinta - una ayudante de clínica mitad mujer mitad Jonh Waine -, le advirtió con cierta sorna: “el doctor Ruidera ha llamado. Tardará algo más en llegar, ha ido a recoger a su prometida al aeropuerto, me comentó que prepararas las fichas de las citas de las nueve y las diez menos cuarto...” Elena creyó adivinar una sonrisita de satisfacción en el cuatrero vestido de auxiliar... Recorrió el largo pasillo hasta llegar a los ascensores, pulsó el botón de llamada, esperó unos segundos, montó en el primero que llegó, y en cuanto la puerta estaba cerrada, en solitario, lloró tres plantas...

Días después supo que el doctor Ruidera tenía novia desde hacía nueve años en Granada, y que los desposorios podían acontecer en cuanto ella terminara su tesis sobre Kelsen y la supuesta ausencia del concepto de equidad en su filosofía. Todo ello le fue relatado con pelos y señales por una compañera de trabajo presentada voluntaria para dar la noticia, que no faltaron espontáneas a la labor; se trataba de la solterona, y la solterona era buena presa para descargar algo de mala leche, que de eso casi nunca falta.

Durante las siguientes semanas la memoria comenzó a jugar malas pasadas a Elena. Se le perdían historiales de pacientes - algunos de pago, que eso sí que dolía a los gerifaltes de la clínica -, las citas eran apuntadas de forma errónea, algunos análisis enviados a la Ruber o a la Paz eran devueltos por falta de datos en los formularios que los acompañaban. El doctor Ruidera comenzó a preocuparse. Él sabía lo de la memoria de Elena - era la única persona con la que Elena se sinceraba en ese sentido, aparte de la aquélla ya vieja referencia al doctor Ramiro y de las largas charlas con Sorpresa -, pero nunca como ahora había afectado tanto a su trabajo. El doctor Ruidera le sugirió unas vacaciones       - llevaba más de cinco años rechazando el descanso estival, para alegría de alguna que otra aprovechada -, un pequeño descanso que la alejara del estrés propio de la clínica. La negativa fue rotunda no me ocurre nada, serán otra vez las hormonas...

Desde sus cuarenta y siete años de soledad, Elena encontró toda la sensatez del mundo a la insensatez de sus ilusiones vanamente creadas, pero, por suerte o desgracia, el amor no entiende de razones, que ya dicen que la razón esta hecha para otras cosas...

Un veinte de octubre Elena volvió al cine del barrio. Reponían Casablanca. Tres parejas, con caras de estudiantes, que apenas llegaban a los veinte y ella, que los había pasado de sobra, se encontraban frente a la pantalla apaisada. Elena volvió a oír la Marsellesa, volvió a sentir El tiempo pasará, volvió a contar los cigarrillos que apuraba Rick, volvió a sentir la lluvia mezclada con el olor a gasolina del último avión y, al final, como siempre, encontró el THE END ocupando toda la pantalla. Por primera vez en su vida quedó en el cine hasta que el último título de crédito dejó la sala totalmente a oscuras, luego la luz, y algo más tarde, un acomodador vestido de general pobre que le preguntó si se encontraba bien. Elena no contestó. Cuando salió del cine, la lluviosa noche de Octubre le dio en la cara como si estuviera esperándola. Comió una hamburguesa sin pepinillos y emprendió un lluvioso camino a casa. La luz pobre del portal le avisó que había llegado. Elena se quedó un rato mirando el casquillo de la bombilla y se preguntó como seguía aguantándose en el mismo cable deshilachado desde hacía tantos años - las cosas más importantes necesitan a veces poco sustento, pensó con un presuntuoso aire filosófico en el rostro -, y cierto que, aquella noche, la luz tenue fue importante para ella. Sin su mínima presencia no hubiera podido entreadivinar que en su buzón asomaba un sobre blanco. Sorprendida porque la correspondencia bancaria - que otra no era la que llegaba - le había sido entregada esa misma mañana por Antonio, el portero de la finca, - ese del que Julia, la del segundo, decía que parecía que lo entregaron con el inmueble - abrió la pequeña cerradura metálica y recogió el sobre que reposaba en vertical sobre la pared cromada. En la parte frontal se leía con claridad meridiana Para Elena. El sobre no estaba timbrado y carecía de remite, no cabía duda de que alguien lo había dejado furtivamente en el buzón. Un ligero escalofrío recorrió la espina dorsal de Elena. Llegó incluso a pensar en dejar la carta en el buzón y esperar a la claridad del día - donde las sombras no existen, o al menos no se atreven a salir tanto - para abrirlo, pero en un gesto decidido lo dobló, lo introdujo en el bolsillo de su abrigo recio de miliciana, y comenzó a introducirse en el olor a coles con cierto desazón...

Sorpresa la esperaba en la entradita volviéndole a recordar que el hambre le apretaba las tripas. Fue reconfortante encontrar a alguien conocido, la tomó en brazos y pasó con ella al dormitorio. Allí, sentada en su cama de soltera, abrió el sobre y comprobó que, por todo contenido, guardaba una cuartilla a medio doblar. Suspiró en un acto de relajación - a fin de cuentas qué daño puede hacer una cuartilla... -. La desdobló y sintió como la cabeza se le llenaba de sangre, de una sangre densa y turbulenta...




Mi amada Elena:

No puedo ocultar por más tiempo lo que siento por usted. Me gustaría estar presente cuando leyera estas líneas para disculpar mi osadía, pero el amor tiene la virtud de hacer del hombre más prudente el más temerario. Le ruego que no sienta desasosiego alguno por la presente, quien esto escribe maldeciría mil veces su torpeza si así fuese. Tómeme, si así lo piensa, por un loco, en el amor de galopa a lomos de la locura... Pero la gran locura que me envuelve es la que me produce el no tenerla ahora más cerca. Mis noches de desvelo son eternas, y en esa eternidad sólo usted es la diosa que idolatro. La vida nos está esperando mi amada Elena, nos espera con los brazos abiertos, como lo hace la vida cuando le da por sonreír. Tenga por cierto, por lo más cierto del mundo, que haré lo imposible por conquistar su corazón y, desde ese logro, embarcarnos en la aventura más fascinante de la vida, esa que estaría reservada a los dioses si no hubieran tenido el noble gesto de compartirla con nosotros.

Siempre suyo 

Leyó aquellas letras inclinadas tantas veces que ya las repetía de memoria. Era él. No podía ser otro que él. Conocía su letra a la perfección - eran muchas las recetas que le había visto extender - y aunque, por presunta discreción, la letra estaba ligeramente distorsionada, - el amor a veces es ágil en esconderse -, no había podido borrar los rasgos fundamentales de sus eles altas, de sus vocales casi machacadas, de sus puntos y acentos desordenados...

                        (Continuará)

LA ENFERMERA QUE NO TENÍA MEMORIA (CAP.I)

CAPÍTULO I


Elena María Trazas Valle nació hace cuarenta y siete años en un pueblecito de la provincia de Badajoz. Elena - que el tiempo le acabó simplificando el nombre por eso de que la sencillez nunca está de sobra -, era hija del boticario que a más ranas torturó por toda la comarca y nieta, por parte materna, del primer Juez de Paz que anduvo por aquéllas tierras demarcando linderos y amojonamientos.

Elena estudió con las salesas hasta el PREU en un colegio de Almendralejo - el pueblo con más olor a licor de toda Extremadura -, y luego, por eso de que los padres no andaban mal de cobre, marchó a Salamanca a estudiar enfermería, cargada con dos maletas de ropa de abrigo, una muñeca de madeja a la que faltaba un ojo, y una fiebre de treinta y ocho que le trastocó todo el viaje.

Hoy Elena, después de que los años hayan ido irremediablemente cayendo, vive en Madrid, en un pisito con aseo de media bañera, dormitorio de soltera color provenzal, y un salón-cocina tipo americano. El piso, que se pierde en un reguero de escaleras oscuras con olor a coles hervidas, es más que suficiente para ella y para su única compañera: una gata llamada Sorpresa con siete años y cinco vidas, que un par de ellas ya las gastó por entre las ruedas del autobús.

Elena trabaja en la Clínica de la Concepción de Madrid desde que el doctor Ramiro le hizo aquella entrevista en la que comprobó, que a esa muchacha recién salida de la Escuela de Enfermería le acompañaba, además de la tenencia de un expediente académico sobrado, un sentido de la responsabilidad muy acorde con el trabajo que se le iba a exigir. Además, Elena no tenía novio, cosa que el doctor Ramiro, equivocado o no en eso de las apreciaciones, consideraba transcendental para una dedicación plena a la labor médica. Lo que en aquella ocasión el doctor Ramiro se calló - tampoco era cuestión de pregonárselo a la afectada - era que, a tenor de la poca belleza con que los genes habían dotado a la aspirante, ese novio podría tardar todo el tiempo del mundo en aparecer.

Al final de aquella entrevista, Elena, con su innata sinceridad, y aún a sabiendas de que su futuro profesional podía andar en juego, le confesó al doctor Ramiro uno de sus pocos defectos - que la fealdad que se sepa no tiene porqué serlo - “Mire de lo que yo ando muy mal es de memoria...” El doctor Ramiro rió con toda su risa de hombre serio mientras desplegaba en el sillón sus muchos kilos, y se lamía su calva brillante con esas manos blancas y largas que Dios sólo parece dar a los médicos... “Vamos mujer si llevo yo buscando mis gafas toda la mañana, y lo que quedará...”

Desde aquella entrevista, en la que definitivamente no fue óbice la memoria, Elena ha asistido a varios miles de partos - que ya son niños traídos a este mundo -; habrá empleado gasas como para envolver la tierra y algún que otro planeta más; y habrá derramado mercromina por rodillas y codos ajenos como en una guerra de cien años. Todo esto y más, lo cuenta con orgullo su tía Jacinta - que sigue cuidando de cuatro olivos retorcidos en el pueblecito extremeño - que, aunque no es andaluza, es una exagerada para eso de hablar de su sobrina, que salió lista la muchacha y ahí está, codeándose con los mejores médicos de la capital...

Cuando termina la jornada Elena va a un cine de barrio de los pocos que van quedando en Madrid, que justo le pilla de camino a casa, y ve una película de ésas en blanco y negro que hacen llorar, y en las que inmediatamente después del último beso aparece el THE END, y luego, sin esperar nunca los títulos de crédito - que a ella le trae al fresco quien hizo los decorados de la salita donde él le dice a ella que la desea con toda el alma, y ella le dice a él que lo amará siempre... -, se va al burger de al lado donde se pide una hamburguesa con queso y pepinillos, y luego se va a casa y se acuesta pronto, con la hamburguesa todavía girando en el estómago, y le reza a Santa Bárbara, no por si truena, sino porque es la patrona de su pueblo, que es de lo poco que no ha olvidado de él; que a padre y a madre se los llevaron a lomo los años, que es como los años se llevan a los viejos cuando antes no se los ha llevado a empujones alguna enfermedad. Cuando Santa Bárbara ha recibido la plegaria acostumbrada, Elena deja la Santa a un lado y se erige, en una fantasía mágicamente secreta, en la protagonista de la película aún fresca en su retina, y se siente mesada en sueños por esos galanes de canas encendidas y ojos azulados y, cuando sueña, hasta se le eriza la piel, y Sorpresa, - que como es gata tiene      el sentido más desarrollado que las personas - se le acerca y le ronronea al oído, y ella la aparta con ternura, para poder seguir en esa nube de celuloide, en la que se monta como si fuese un carrusel de feria con un bono de paseo infinito.

Elena María, además de sus más que respetables haberes mensuales, tiene unos ahorritos considerables en La Caixa de la calle Castilla que le rentan lo suficiente como para hacerse ilusiones de cambiar    pronto su pisito por una casita en Somosaguas, La Moraleja, o en cualquier otra urbanización con césped y piscina   de las que andan prodigándose por      los alrededores ricos de Madrid, que     la prodigalidad por los alrededores pobres no necesita de promotores ni constructores...

Elena, después de los veintiséis años que separan ya aquélla entrevista y, a pesar de que el doctor Ramiro no encontrara aquélla mañana sus gafas, sigue preocupada por su falta de memoria, y recuerda, con la chanza que le permite su inquietud que, siendo estudiante, y desesperada por la dificultad para memorizar la amplia panoplia de huesos, arterias, venas y músculos que nos andan por “los adentros”, tuvo la feliz ocurrencia, en los preliminares de un examen que exigía un alto conocimiento sobre la musculatura de la anatomía humana, de “bautizar” las cosas más usuales con el nombre de éstos para, de esa manera, andar en una continua repetición de los mismos. De esta rudimentaria forma de estudio, el despertador se convirtió en el digástrico, la tostadora en el matesero, la mantequilla en el mirtigorme, el equipo de sonido en el sartorio, y así hasta completar la extensa relación de extraños sustantivos que nos permiten reír, comer o hacer un corte de mangas. Luego, cuando caminaba por el césped mil veces pisoteado de la Ciudad universitaria, se decía para sí misma, para no abandonar el repaso, con silente elocuencia cantarina

Cuatro musculitos niña
se te mueven al andar,
el sóleo, los dos gemelos
y el delgadito plantar...

Era otra regla mucho más poética y ocurrente que había compuesto, con cierta musiquilla incluida, un tal Francisco Javier, un compañero, con nombre de santo, que andaba dando tumbos por los últimos cursos, y al que no se le podía negar la vena artística en esto de las reglas mnemotécnicas.

Durante todos estos años la obsesión por su falta de memoria ha seguido siendo clave en la vida de Elena. Atrás quedaron aquéllas reglas que   fueron repetidas para huesos y arterias, como atrás quedaron demasiadas fiestas sin compañero, y cientos de lunas solitarias, que contar eso ya sería harina de otro costal ... Hoy Elena, como mujer hecha y derecha que se precie, espanta la soledad como puede y, cuando no puede, va y llora un rato, sin excesos, con el comedimiento al que tanto enseña la soledad.

Su particular defecto lo ha suplido Elena con una concentración que le supone un agotamiento diario, inusual hasta para un trabajo de su responsabilidad. Merced a este celo a la hora de sus quehaceres profesionales, éstos sólo se han visto menoscabados en contadas ocasiones por su distintiva deficiencia y, cuando ello ha ocurrido, su competente destreza ha sido suficiente para mermar en lo posible los efectos producidos. De unos años para          acá Elena visita cada miércoles la consulta privada del doctor Camino, un especialista en psiquiatría y, en particular en trastornos de la memoria. Desde aquellas primeras consultas hasta la fecha, Elena ha tenido mejoras muy puntuales, pero a la vista de que la mejora no ha alcanzado los resultados pronosticados, el doctor Camino, aunque la sigue atiborrando de fósforo y algún que otro revitalizante del riego sanguíneo, mantiene que todo puede deberse a trastornos de tipo hormonal    - teoría muy frecuente en los psiquiatras cuando no tienen ni pajolera idea de por dónde meterle mano a la psique del paciente.

Lo que más desquicia a Elena es que, habida cuenta de la exacerbada aplicación que mantiene en sus labores médicas, cuando éstas no anda de por medio, la “desmemoria” se suelta las riendas y le produce verdaderos estragos. Así, no es raro verla poner el pisito patas arriba buscando cualquier documento extraviado que, al final y, una vez rezada la oración de San Antonio - de carrendilla y sin error, que si no el santo, que debe de ser un caprichoso, no concede la gracia - puede aparecer en el lugar más insospechado. Por desgracia para ella, Sorpresa es la que más sufre con el despiste congénito de su ama, que no son pocos los días en que su tazón de leche y su ración de compuesto con sabor a pescado no acaban de llegar, que el animal se ha ido acostumbrando al hambre      cual penitencia sacerdotal tan frecuente como involuntaria.

                        (Continuará...)