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Otra noche...



Está la noche oscura y recogida –como el velo en el cabello de una viuda de guerra-. Borrascas de silencios vibran más allá de los astros que se absorben, donde un enano que construye sueños, remueve en el vacío los ecos de una espera que  acabó siendo cenizas.

Es mi noche y son míos los andenes descalzos de todas las estaciones. Y son míos los relojes infartados, y las máquinas sin garruchas, y las dentaduras sin boca, y los lobos que aúllan –en versos- a la mitad podrida de la luna.

No escucho, no murmuro, no sueño, no compongo nanas para los niños que duermen en el útero de las aceras y, en mi escudilla de barro, por toda mascada, la sombra quieta que hace nido en las campanas de mis ojos.

¡Qué fiel es soledad de la noche! ¡Qué cierta! ¡Qué astuta! Cómo alza –hasta el negro- tu recuerdo, para que no le alcance el pincel de mis palabras… 

NUESTRAS PEQUEÑAS HISTORIAS






Me estaba acostumbrando a escribir historias dentro de ti. Historias como tú, pequeñas y de amable desenlace. No utilizaba pues escenarios ampulosos -por donde vagasen dioses ni titanes-. También había desterrado las luchas intestinas donde, cualquier artefacto punzante, pudiese herir la minuciosidad de tu piel transparente. Así que mis historias transcurrían por lechos tiernos y amaneceres circulares. Si acaso inventaba un rey, era pequeñito y de modales agradables, y siempre, siempre, repleto de una leal bonhomía. No quedaba lugar para brujas ni para servidores del mal o la codicia y, sólo en tus regresos, podían aparecer lágrimas que empañasen –con encanto- los renglones…

Me estaba acostumbrado a esas historias. No eran historias para todos. Las escribía para ti. En esos enormes compases que se abren entre las manecillas de mi tedio. Siempre las tejía a mano, con esa letra redondita que sólo utilizo cuando la fe me regresa a los quince años, con esas tildes minúsculas –lejos de la inquina de lo agudo-, con esos puntos suspensivos que dicen tanto al final de una frase que, por pudor, no se concluye…

Me estaba acostumbrando… Otra vez… Después de tanto tiempo de pregonar historias más bulliciosas –aunque bien es cierto que, quien tiene la virtud de soportarme, sabe que no soy yo escribiente de muchas vocinglerías -.

Hasta tenía mi cuaderno-de-historias-pequeñas. Un cuaderno laxo, con anillas en su cumbre y hojas de un medroso color gris. ¡Qué poco importaría a quien no conociese nuestro lenguaje! ¡Qué pueril! ¡Qué escaso! Porque mira que me cabían palabras cuando, a un te quiero, lo rodeaba con tu nombre…

Y ahora que pretendes irte ¡cómo lo voy a echar de menos! A ti y a mi cuaderno –ese monto de confesiones inconfesables…-. Lo dejé mutilado de una historia de la que no quise contar el final…


Si concluyes tu decisión, tal vez lo introduzca con sigilo en tu mochila. Y si un día lo descubres –más gris y más ajado-, quiero que seas tú la escribiente que decidas, en que “te quiero”, vas a poner los puntos suspensivos… 

TU REGRESO




Me preparo para tu regreso. La piel morena de luna y un rocío         -de agua-azahar- en mi pelo. Una rosa de viento en mi mano siniestra y mil fortunas para entregarte en la mano con la que escribo.

Me preparo despacio –que ya tengo toda la prisa-. El pantalón sin arrugas –todas en mis sienes-. La camisa si la orfandad de algún botón olvidadizo. La barba –cautiva del invierno- tan asedada como se puede asedar una selva.

Me preparo sin ensayos. Al albur de lo que tilde tu sonrisa. El abrazo en el alma –protegido para el momento-. El beso en el infierno –para que prenda sin demora-. Las caricias ya en tu vientre –que siempre me pudo la vehemencia-. Y dos palabras que te sabes –pero que no voy a dejar que se te olviden…


Me preparo sin saber y sabiéndolo todo. Sin esperar y esperándolo todo. Sin exigir y exigiéndolo todo. Sin impaciencia, pero puesto en pie –de puntillas- en la cumbre titilante de la estrella que he mirado, noche a noche, desde que marchaste con promesa de regreso…

LAS HOJAS MUERTAS



Hay domingos en que, cuando los tabiques que me techan se lamentan sin razones, marcho a mi parque amigo y conurbano y, en el banco al que llagué con aquellas iniciales, me quedo -sentado e  impropio- en un hospedaje tibio junto al último aleteo de las hojas que imitan a la muerte.

Es una serenidad imperfecta la que me evoca el verlas tan agónicamente pardas, tan agrietadas, tan rígidas -como pequeños féretros desordenados en un camposanto de huellas indolentes.

A la hora de la tarde el paisaje se vuelve aún más solemne y, detenidos los columpios con el peso de la nada es, su mínimo mecer, el único movimiento en ese mar de albero, flemas y colillas que dejaron los feligreses sordos de la domínica admonitoria.

Viendo como abajo -a ras de sendero y sueños- se expande el hado de la parca, extraña la ausencia de sollozos espontáneos si alzamos el horizonte, y vemos a las madereras colonias de las que fueron hojas y parte, indiferentemente engalanadas con sus verdes uniformes -rodeadas de gorriones aburridos cavando sus trincheras-.    

A la mitad circular de mis pensamientos, le hace secante un impúber -de pelo ralo- que, tomando un pámpano inconsciente de su muerte, lo convierte en cometa por un instante, hasta que se le hace cenizas al borde de la frágil aventura.

Cómo me lastima entonces ese definitivo desenlace de la nada, de la tierra en la tierra, pues a alguna hojuela -doy por seguro- la vi ser amago de flor en algún mayo y, posiblemente, ejercicio de verso en alguno de mis cuadernos.

Sólo cuando se avienen las sombras enormes que anuncia noche por el este y distingo, sobre sus nervios arrugados, el perfil ya silente de la luna, es cuando recojo -del banco y de su llaga- el todo y la nada que, otrora, desprendí de mi fardel y mis bolsillos.


Y, sin más responso que el silencio de quien vuelve, deshago el trecho que me llevó hasta el paisaje, pensando, que si alguna vez soy hoja, no pondré empeño por nacer en lo más alto de la espiga, pues no hay nobleza que no acabe frente a los ojos -sin brillo- de los insectos enterradores.  

¿QUIÉN FUISTE?





Aún, de vez en cuando, me detengo en ti y en ese recuerdo que trasiega por la buhardilla de mi memoria...

¿De dónde dijiste que venías?

Recuerdo la noche -el cielo de gala-, el restaurante que olía a marisco de tierra, la mesa en la esquina, el mantel azulado, tu risa de hada, el tinto en las copas, la peca en tu labio, y aquél acordeón que se empeñó en arrugarse entre las notas de Ojos verdes…

¡Qué pronto marchamos de tanto atrezzo!

Pero ¿de dónde dijiste que venías?

Recuerdo las sábanas -lunares y negro-, la nube de tu vientre, la ola de tu espalda; la espiral de tu pelo, la elipse en tus muslos, el círculo en tus pechos; el brocal de tu osadía…  

Pero ¿de dónde dijiste que venías?

Recuerdo la mañana. La habitación deshecha. La mermelada en tu nariz. La niebla del café. Mi dolor de cabeza. La ducha interminable -otra vez tu cintura-. El albornoz blasonado. La excéntrica melodía del teléfono. Tu voz cantarina -“ya voy, no me demoro…”-.

Recuerdo tu beso en mi pecho y mi adiós en tu costado, pero sigo sin recordar de qué lugar venías.

Y cuando hoy lo pienso y lo murmuro -interrogada mi memoria entre tu risa- más convencido me hallo de que, aún existen ángeles que marchan –sin dejar rastro-, confundidos para siempre entre los evangelios de los sueños…

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Ilustración: “Mujer desayunando” Lienzo de Guillermo Gonzalo Padilla (Argentina)

© Todos los derechos reservados

MI MARINERA...





Sigues empeñada en amarrar en mi puerto. A pesar de mi advertencias y de lo que diga tu horóscopo… Hasta esa señora bisoja que, por las noches se disfraza de oráculo, te avisó: “Veo un puerto, pero muy, muy lejano, en el centro de un mar infernalmente proceloso…”  

Tú dijiste que era el mío y, desde entonces no hay quien te lo saque de tu linda cabecita…

Ya me avisaron de tu sangre de corsaria…
Y yo ya supe de la ruta de tu piel interminable…

Mas yo, que te sigo advirtiendo…

Y tú que sigues empeñada…

¿Conoces acaso cuánta oscuridad cabe bajo el lodo de mis neblinas? ¿Qué sabes de la enfermedad del silencio que contagia el ácaro de las olas? ¿Te ha devorado alguna vez la tristeza hasta llegar al invierno de tu vientre?

¡No, no te tapes los oídos! ¡Ahora es cuando quiero ver tus agallas de corsaria!

Y sigo… Y no ceso de advertirte…

…Aquí no se detienen los hombres ni las aves. Y paso primaveras sin besar un solo pétalo. Y no tienen los otoños la virtud de sus dorados…

¿Sigues pensando que tienes hueco en esta locura?

Y callas, y lloras, y sorbes los mocos y asientes con la cabeza y el aliento.

Y yo, que me he vuelto más pirata desde que  descubrí el tatuaje en la esquina de tu nalga,  acerco -con intención incierta- mi barca interrogante a tu orilla de arena adolescente...

¿Levamos ancla, mi capitán? -me has dicho, ya con una sonrisa...


¡Mar adentro! -he gritado, mientras veo tu cara reflejada en la hoja de mi garfio... 

EL FINAL DE LOS CUENTOS





Yo nunca había escrito -con fortuna- un cuento. Pensaba que todos los cuentos tenían un inicio, un nudo y un desenlace. Así me lo habían enseñado en el colegio. Y así lo había leído yo. Caperucita roja, El gato con botas, Pulgarcito… Todos tenían sus tres partes correspondientes. Y siendo tal, mis cuentos se quedaban siempre cojos… ¡Cuánto me costaba encontrar un final! Ya que tenía la historia desenvuelta, empezaba y empezaba a pensar cómo podría terminar aquello. Sabía que lo importante ya estaba contado. Que lo fueron palomillas en mis sienes ya reposaban -con cierta decencia- sobre un rimero de papelitos con dos renglones y cuatro puntadas para coserlos a una carpeta… Pero, la última página, ¡siempre en blanco! Esperando ese final que suena como el tachán del músico que, atrás del todo de la orquesta, adivina el momento exacto para la gruesa unión de sus dos platos dorados. 

Pasé así muchos años... Pasaron así por mis manos docenas de historias inconclusas. Dejé batallando, o besándose, o a medio morir o a medio nacer a una pléyade de personajes -como muñecos de cera en un museo de horarios infinitos.


Mas un día comencé a amar. De verdad. No como en mis cuentos. Y un día que amé mucho, mucho, empecé a entender que, en la vida, hay incontables historias que, lejos de necesitar ningún tachán estrepitoso, terminan -únicamente- con una nota de violín sostenida en una nube… 

¿CÓMO SOY DE VIEJO?



No me suelo mirar al espejo. Llevo siempre mi cabello escaso de medida y, al no necesitar acomodo, no le veo mucha utilidad a visionarlo. Tampoco me afeito. Mi barba es montaraz y, en ella, se enredan hilachos -de la desmemoria de Aracne- a los que no acerco tijeras que los sorprendan. Mis ojos no van a cambiar porque se contemplen y, el resto de mi cuerpo -que no conoce taras ni esplendores-, queda fuera del reflejo. Así que, la inutilidad global de mi acicalado, hace que pocas veces me acerque a esa opacidad generosa, ésa tras la que intuyo a ese otro yo que me acompaña.

Pero hoy -por buscar un ensayo de sonrisa desacostumbrada- me quedé un rato frente a éste que soy. Y fue en ese instante cuando, en mi vesania aburrida, intenté recordar como sería aquella primera vez en que me encontré con un varón de cincuenta años. ¡Qué viejo lo vería! 

De seguro que me extrañarían las palomillas de sus ojos, tu tez calmosa, su vello blanquecino, sus ojos desfondados, el revoltoso capricho de sus cejas…

Quedaría inquieto en la profundidad de esa mirada tallada por el buril de los años y en su desbordada certeza de haber visto casi todo. Detenido al ver el pentagrama de su frente y las manchitas disformes que trazan -en las sienes- los compases patizambos.

Quedaría sin duda ligeramente acogotado…


Y hoy sólo eso cuento -¡para qué más!-, la puerilidad de que me he visto como vería entonces a mi abuelo. ¿Acaso soy ya tan viejo? No puedo acabar de saberlo. A mí ahora me falta el niño -que yo era entonces- para juzgar -sin desaciertos- cómo es como me veo…