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LA TRISTEZA POR LA TRISTEZA



Alguien dijo que había que tener cuidado con la tristeza, porque ésta se podía convertir en un vicio. También algún gurú de urbe soterrada me advirtió sobre los contagios de la misma. Y un chamán -roedor de alucinógenos- me conminó a evitar las lágrimas de las hembras pues, según decía, son más dañinas que el cantar maligno de las sirenas. En mi escaso tránsito por las almas grises he conocido a plañideras de lujo. Aquéllas cuyo salitre ocular bien podía costar más que todo Potosí –antes de que lo arrasáramos los iberos, claro. Tiene esta especie de mujer una estrategia definida y estudiada. Como una apertura de ajedrez. No se defienden –y eso que suelen jugar con negras. Atacan con su llanto mínimo e  incisivo. Te hacen ver a través del tamiz de su mirada acuosa y te ves desvalido y pálido. Demasiado débil para el contraataque. A lo más tiendes un pañuelo de papel reciclado y te quedas con cara de imbécil sin remedio, pensando qué leches has hecho para merecer ese ajeno desahogo. Suele pasar especialmente por las redes –éstas que llaman sociales porque la sociedad, como tal, hace tiempo que ya quedó extinguida y ahora existen estos reinos de taifas para que no nos demos mucha cuenta de lo que quedó extinto. Decía en esta reflexión -que me anda quedando ancha como la sotana de un novicio en ayuno- que, en estas redes –curiosa palabra siempre que la pienso- conoces a la interfecta y te coloca encima un problema de tamañas dimensiones que te sientes como Sísifo a media montaña –o subes o te despeñas, sin más opciones. Has de decir, llegado el momento, no señora o señorita, no me traslade usted al paraíso de sus lágrimas ni al averno de su desgracia, que yo ya gasté las mías y, por conocer infiernos, tengo los pies brunos de su roce contra el fuego. Déme usted una sonrisa amplia como el universo conocido, trasládeme a cualquier cuento de hadas, sírvame una tapita de luna joven o una caracola con un mar infantil prisionero que yo, en equidad obligada y complacida, pondré a sus pies –sin apenas reparar en el brillo de sus ojos- todo aquello que atesora el cofre de mi pobreza.

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