Hay tardes en que me pongo a manejarme entre mis libros. En que me dedico a esa otra labranza en que se desbroza polvo y se siembran –acá y allá- palabras que germinarán de nuevo sobre los anaqueles a los que se le encomienda su reposo. Suelen ser tardes plomizas –como la que se dibuja hoy-, quebrado el cielo y mi espectro, cerrados los sueños por descanso de los delirados y abierto el regueruelo siempre desmayado de la melancolía.
Son mis libros un ejército de ideas, un imperio de pensamientos, un coloso desmembrado en páginas y lomos, en cubiertas y cueros, en celulosas y prólogos. Me gusta su olor a tierra de tinta, a lodo de párrafos, a agua mansa y estancada que quedó encerrada en tantos finales interrogantes. Mientras los cambio caprichosamente de lugar, los voy girando y concretando y aspirando su vaho de durmientes y celebrando sus colores y apreciando su tamaño. De tal forma que me tomo la particular tarea de descolocarlos de criterios y uniformidades, de manosearlos, de hurgarlos y revolverlos, de palparlos y estrecharlos, disfrutando del crujir de sus cortezas siempre convocadoras.
Esta tarde -ya construido el arco iris de tintas y llenas mis manos de palabras- los distingo sereno mientras invierto sus sombras lineales y, es entonces, terminado mi quehacer, cuando no puedo por menos que sonreír ante el espectáculo magnificente de su existencia primigenia.