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AGORAFOBIA



I
Un año sin salir de aquí. Anoche sentía los latidos de las paredes en el pecho. Es mucho tiempo hasta para la locura. Demasiado tiempo. Por eso esta mañana me he duchado y me he mudado de ropa (no recuerdo la última vez que lo hice). Me he propuesto llegar hasta el parque. Atravesar la maldita puerta de madera que fronteriza el pasillo y correr escaleras abajo. Dos cambios de acera -acaso tres en zigzag- y estaré allí. Junto a los árboles en los que escribí versos y maldiciones. No puedo pensarlo mucho más. Ya tengo el pantalón puesto. Ya tengo los zapatos puestos. Sólo tengo que correr. No puede haber monstruos en la escalera. No al menos más que aquí…


II
Lo he conseguido. Ya estoy sentado en un banco del parque. Todo gira. Me tiemblan las piernas y las manos. Sudo. Sudo demasiado para ser otoño. Pero estoy aquí. Los árboles verdes laceran un cielo de un azul que ya no recordaba –he olvidado tantos colores…-. No miro a nadie y nadie me mira. Hay un ruido de ¿chiquillos? al otro lado de dos olmos imposibles. ¿Había olmos aquí? He girado la cabeza y una reja enorme rodea esta isla de hojas y agua. Ahora pienso en que tendré que volver a atravesarla. Y si lo pienso, vuelvo a sudar. Profusamente. Gotas enormes que caen y levantan el barro dormido. Tengo los zapatos puestos. Tengo los pantalones puestos y un abrigo ligero. Puedo correr. Pero no puedo evitar la imagen de verme sin piernas. No quiero mirar. El camino a mi casa se estira en mi mente sin razón. Qué lejos queda ahora. Y aquí no tengo las pastillas. ¿Cómo no traje las pastillas? El sol no durará mucho y yo temo a la noche. Veo monstruos al otro lado de la verja. Caminan y hablan. Y son muchos. Y las lanzas del enrejado se hacen altas, cada vez más altas. Como una jaula. Me doy cuenta y lloro… ¡Dios! ¡Sólo he cambiado de cárcel…!

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