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EL MECÁNICO DE LA TRISTEZA




Hace cosa de un año (mes más, mes menos) lloraba yo mucho, así que decidí ir al mecánico a que me echase un vistazo al lagrimal. El taller no quedaba lejos de casa y lo recordaba con nostalgia (viéndome de niño, literalmente pegado a su escaparate, contemplando aquellos ojos huérfanos de rostros; unos brillantes, otros serenos y, los más, demandantes esféricos de otros ojos que los mirasen).

El mecánico era/es un hombre gordo –como casi dos hombres-, rústico en su figura pero delicado en su hablar -como un jilguero obeso-. Recuerdo que durante todo el rato que estuve con él, se secaba continuamente las manos con un pañuelito -de tela ligera y forma cuadrada- que debería contener lágrimas de la media Córdoba más apenada.

Me examinó con pericia el ojo diestro y me dijo que tenía una abundante pérdida de tristeza.
- ¿Sólo en un ojo? –le pregunté intrigado pues, si bien era yo persona de sentir, no lo era mucho de conocer sobre la anatomía de los sentidos.
- Probablemente en ambos, pero sepa que un solo ojo -puesto a drenar- llenaría un pantano de lágrimas. ¿Me lo va a dejar? Aún me queda un hueco en la agenda –dijo consultando una libretilla de hule con olor a llanto.
- Pues sí… Pero el otro me lo llevo puesto, más que nada por si hay algo que mirar -me resigné.

En aquellos días en que duró la reparación (primero de uno, luego del otro), apenas lloré (se ve que la tristeza se anda con cautela cuando sólo ve una salida en el fondo del túnel) y, desde entonces, cuando me vienen esos arrebatos de llanto incontenible, no dudo en acercarme a ver a este chamán de iris y pupilas.

Hoy he estado en el taller con Linda Daniela –ojos de selva-, un papagayo plañidero se ha extraviado en el verdor de su mirada, y no soporto ver más esos regueros de lágrimas en sus mejillas de caramelo.

- Bonitos ojos –ha enjuiciado el mecánico.
- ¡A mí me lo va a decir! –he exclamado dentro de un suspiro…


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