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EL ABRIGO QUE PROTEGE DE LA SOLEDAD



Hoy me he puesto el abrigo de los días en que arrecia la soledad. No recordaba que el tejido fuese tan fastidioso. Pica mamá –recuerdo decir de niño con aquellos suéteres de lana recia que mi madre me tejía para el frío. Pues te aguantas –y me aguantaba, claro.  El abrigo me esconde las manos y apenas deja mis tobillos ridículamente al aire  –supongo que debí de comprarlo pensando en un crecimiento inmediato. Con mi abrigo sigo solo pero ahora sólo parezco la sombra de alguien que está solo. El paño de mi abrigo es negro –como el cielo cuando está negro- y tiene cuatro botones que se abrochan a la vez que se reza una oración que recuerdo de memoria. Me contaba mi abuela que era una rogativa para espantar a la soledad. Así que yo la musito despacio y con respeto, porque todo lo que me decía mi abuela era cierto. He descubierto un agujero en el codo derecho de mi abrigo. Alguna polilla solitaria –he pensado y me he quedado tan a gusto como quien resuelve un problema matemático. A veces llego a pasearme varios días con mi abrigo puesto. Son aquéllos en que la soledad se ha hecho fuerte y me responde con descaro a mis intentos de espantarla. Esos días me siento Señor de un castillo sitiado. Pero, al estar solo, no tengo vasallos que me protejan y que eviten con sus saetas el acoso enemigo. Y es que es  proterva la soledad cuando no la quiero. Pero claro, cuando la quiero, es una compañera de viaje estupenda. Apenas pregunta y, si lo hace, es para recordarme que hablo conmigo mismo. Así que cuando viene -sin convoco previo- me da no sé qué echarla con cajas destempladas. Así pues, sin ser Señor, ni tener vasallos, y siendo ésta –la soledad digo- tan contestataria, mejor ponerme el abrigo.

Un día lo llevé al tinte pero, la señorita que se escondía tras los vapores de una plancha gigante como medio tren, me decía no saber como se limpian los abrigos para la soledad. Debe de ser con algún canto de chamán urbano –le dije con cierta altivez. Pero me miró de hito en hito y pasó a atender a una cliente que llevaba un abrigo con la piel de un animal muerto. Así que salí de la tintorería con cara de no entender nada, pero igual de solo.

Bueno, el caso es que tengo puesto mi abrigo. Esperando a que vengas a quitármelo. Pero claro, para desabrochar los botones tendrás que conocer la oración que me enseñó mi abuela y, para eso, antes te tendré que enseñar muchas cosas de mi ridículo lenguaje.  


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