Siempre me trajiste a tu terreno. A tu espacio. A la
corriente de aire que se quedaba silente sobre tu falda. Al agua que trasegaba
por tus manos. Siempre me hiciste decir las palabras justas -¡cuántas veces
hubiese querido gastar toda mi tinta sobre la desnudez nívea de tu página…!
Hablé el lenguaje inventado que destilabas bajo la elipse de tus labios. Callé
con la palabra oculta que bautizabas bajo tus lágrimas. Y te amé… Te amé con la
locura necesaria, magnética y tibia que aprendí de los infantes. Acomodé tus
cabellos a mi forma y tu espalda a la forma de mis manos. Acomodé mis sábanas a
tu sueño y tu aliento a la brisa de un otoño… Caminé contigo como camina el
viento. O la lluvia. O el olor al perfume interminable que desciende por los montes
ya sembrados. Te amé con la locura que ciega y entristece. Con el alma de los
necios. Con la virtud del humilde. Siempre en tu terreno. Siempre al albur de
la corriente de aire que seguía durmiente sobre el paño de tu falda...
Aún hoy falta claridad en este mar por el que navego. Aún
son oscuras las aristas de los juncos y necias las palabras que se escapan. Aún
no sostengo firme el timón de mis cuartillas. Pero hoy conozco la estrella. La
estrella que señala sin equívoco el reguero lechoso de la luna y el camino al
final de la ceguera.
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