Voy y vengo. Subo y bajo. Me
alejo y me acerco. Me escondo y aparezco. Río con algo que alguna vez me hizo,
de verdad, reír. Sueño que calculo la probabilidad de que mi sueño se vuelva
cierto. Compongo prosas que copulan sobre los renglones. Mantengo ser pirata de
océanos de secano y adiestrador de críticos envidiosos. Soy extraño. Hasta para
mí. Hasta para los otros extraños. Pero eso me hacer ser, porque me niego a que
nadie traduzca mis silencios como una deserción de la vida.
Ahora llevo varias mañanas
sin pasear. Así que ya no escondo historias en los huecos de los árboles. Las
que escribo, las guardo en mis cajones, junto a las sábanas limpias con olor a
naranjos. Pero las más, quedan atrapadas en mi cabeza, compuestas y sin destino
cierto. Ateridas por el hielo que ablanda mis sienes. Ordenadas en el caos del
que ahora soy un irreprochable prisionero.
Puedo llegar a ser tan
ejemplarizante cautivo, que yo mismo construí la celda donde habito, donde
duermo y donde pienso, donde me apago y me despierto. Apenas una irregular
ventana desde donde oteo un trozo de ajenas existencias. Apenas una silla que
suplica un tapizado. Apenas un baño donde lavo mis pecados…
Todo lo que es ahora, acaba
siendo luego, y mañana se parece demasiado a ayer. Todo noviembre tiene una
primavera arrepentida y han decapitado al otoño sobre el severo calendario.
Todos los caminos quedan lejos de Roma y, en París, ya no saben lo que es un
evangelio. Dicen que la Luna
va sellando sus cráteres, y que Saturno regala anillos crepitantes a las
estrellas casaderas.
No sé nada de todo esto, yo
sigo en mi celda componiendo canciones de amor para los tenores mudos.
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