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EL PESETA



Cómo deciros cómo era el Peseta. El Peseta era un cuento dentro de un personaje… Una persona dentro de una voz, de un olor, de una figura… Sin ser alto ni corto, ni ancho ni estrecho, ni moreno ni castaño, el Peseta era todo eso…

El Peseta era ancho de entendederas como los arcos de un puente romano. Todo para él tenía sentido y todo para él tenía respuestas. El Peseta jamás había abierto un libro ni jamás había escrito una palabra. Tenía firma de pulgar y todas las fechas selladas en un pasaporte de madera.

El Peseta ayudaba en la venta del carbón a Juan “el malamano” –un huraño vendedor de tiznes apagadas, inútil de la mano izquierda, que presumía de tenderete escaso en la calle de Los Frailes-. Y de eso se empleaba el Peseta, de mano izquierda, de siniestro, ni más ni menos, que ser la mano izquierda de alguien no debe de ser tarea nada fácil.

El Peseta contaba historias enlazadas que no acababan nunca. Y cuando digo nunca, lo digo en la más firme acepción de la palabra. Jamás le escuché terminar ninguna. Las trasteaba y las unía, las solapaba y ponía disfraz a los personajes, creaba nubes y las convertía en lluvia de espejos... Pero nada tenía final…

Y aun sabedores de esta utopía, cuando tarde sí, tarde no, “el malamano” se marchaba a que don Francisco -el practicante- le inyectara quién sabe qué oculto remedio en su apéndice desmadejado, los chavales de la plazuela nos arremolinábamos junto al dorado trazo del Peseta a buscar ese final infinito. Nos cobraba a ¡una Peseta la historia! –que de ahí le nació su mote- y nosotros –como luciérnagas en busca de más luz-, juntábamos -de perra gorda en perra gorda(*) - las diez necesarias para que se alzara el telón. Y ¡cómo se alzaba! ¡Qué sorprendente caudal de voz envuelto en humo de turba y misterios!
Así era el Peseta… Un hombre interminable… Hoy que, en el desánimo de esta tarde pegajosa, me inscribo -harto ya- en la amarga finitud de mi existencia, me he acordado de él, y de aquella carbonería, y de la calle de Los Frailes, y de todos los personajes inmortales que conocí –como asteroides de papel en aquel cosmos inventado-.
Cuando, hace años, alguien me habló de su muerte, yo miré la barriga del cielo... ¿Morir El Peseta? No me haga reír, aún andará distrayendo a la parca…

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