Hoy se me ha perdido el día. Me sorprendió el despertar
truculento. Miré por la ventana y, simplemente no estaba. Sólo quedaba un cielo
oscuro sin luna ni lamentos. Un cielo de ésos que puede pertenecer a cualquier
día de cualquier esfera habitada. Al seguir la mañana y encontrarme sin día en
el que emplazarme, he recurrido a la memoria para poder seguir viviendo. Y las
ventajas de recurrir a la memoria son que uno puede dibujar las cosas con la
patina que se le antojen. Así que esbocé un día verdoso como el final de tu mirada y tranquilo como la nana de un infante.
Le colgué dos estrellas altas y un sol generoso que aún me sostiene en la
templanza. Le borré el gris de la paleta de colores –como ocurre cuando te sueño-
y agregué al lienzo una fina capa de incertidumbre, porque es ésta la que me
hace seguir escribiendo... Mas ahora, cuando el mediodía inventado va perdiendo
su fuerza primigenia, me asusta que la ausencia de jornada deje mis bolsillos vacíos de poemas. Y
que las penas brunas que aquejaron la noche regresen al espacio que desocupe mi
memoria. Antes de ello buscaré en mis bolsillos infinitos, trastearé en mis
recuerdos de baúles y respiraré el polvo del trastero, porque un día, así como
así, no se puede extraviar en el litigio que mantengo con la duda.
SÍ, TU ERES...
Callado te miro, tan callado como cuando pasa el viento. Sonriente
admiro tu alegría y afligido compito tu tristeza. No soy tuyo porque te quiera,
lo soy porque me dejas quererte. Porque sabes adelantar tu labios a los míos y
así hacer de un beso la melodía atávica de la complacencia. Tú te pintas de azul
cuando necesito ver el mar y te haces parda si sueño las montañas. Eres la
primera en decir te quiero y la última en olvidarlo. Enciendes cada mañana el día
y te dejas prendida en una luz tenue para que no me asusten las noches del
invierno que frecuento. Dibujas risas en las sábanas y locuras en las lunas de los
espejos. Eres infantilmente contagiosa. Infatigablemente indispensable. Eres
quien creo que eres y nunca más voy a preguntártelo…
INVIERNO EN EL RELOJ
El invierno es un dios que hace níveo cuanto toca. Adolece el
invierno de tardes de brasero y de noches brunas como cuervos. El invierno
sostiene un bolero en la sangre de los amaneceres y cuando enfría, sólo el
calor de unos ojos amables permite volver a las sendas olvidadas. En invierno,
los gorriones errantes se abrigan con cortezas de árboles heridos, los mismos
en los que se revuelven soñando los insectos con la savia. Tiene el invierno paseos
cortos y cafés eternos. Charlas templadas en las chimeneas de los campos y un
olor a humo como de maderas asadas. En invierno lo lejos parece más lejos, y
aquella melodía que entonaste en tu pianola de juguete se pierde en el quejido
de un horizonte audaz y silente. Todo es más callado en invierno. Sólo el
ulular del viento despliega, de cuando en cuando, coloquios infinitos. Y en
invierno mis palabras son más frías. Y mis silencios son más largos. Y tus
manos más necesarias…
UNA PÁGINA EN GRIS
Malvivo con mi facilidad para desintegrarme. Para
descomponer cada trozo de mi cuerpo, de mi espacio y de mi mente en partículas
diminutas y volátiles. No aprendí a hacerlo. Es, simplemente, un defecto de fábrica.
Me desarticulo en torno a un silencio recio y disconforme. Varado en una playa
donde no ha lugar para ningún horizonte. No necesito presencias. Sólo queda
asegurada mi existencia amarrada a un espejismo alineado con la luna. Conozco
cuando el proceso se pone en marcha. Como una máquina bastarda. En ese instante
preciso en que todo va a quedar quieto mis gestos y mis palabras pesan como el metal
de que se hacen los recuerdos. No atino a componer estrofas y me resguardo solo
con el abrigo de la pena. Cada luna parece más deslucida que la que recuerdo y
cada día más hosco que el que le adelantó en el tiempo. Y la máquina bastarda
bufa. Alquitranando mis manos con los versos que no escribo. Todo preciso. Todo
estudiado desde el hediondo lugar donde se componen las miserias. Y un día, sin
que el amanecer se haya preñado distinto, una grieta se cierra y, donde había
vacío, aparece cielo. Pero ya no me elevo ni resurjo de cenizas algunas. Las dejo amontonadas en la
playa imaginaria que inventaron los duendes de la sonrisa. Pavesas de mi
existencia, de mi imperceptible existencia con las que, un día, se podrá construir
mi pergamino lapidario.
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