Malvivo con mi facilidad para desintegrarme. Para
descomponer cada trozo de mi cuerpo, de mi espacio y de mi mente en partículas
diminutas y volátiles. No aprendí a hacerlo. Es, simplemente, un defecto de fábrica.
Me desarticulo en torno a un silencio recio y disconforme. Varado en una playa
donde no ha lugar para ningún horizonte. No necesito presencias. Sólo queda
asegurada mi existencia amarrada a un espejismo alineado con la luna. Conozco
cuando el proceso se pone en marcha. Como una máquina bastarda. En ese instante
preciso en que todo va a quedar quieto mis gestos y mis palabras pesan como el metal
de que se hacen los recuerdos. No atino a componer estrofas y me resguardo solo
con el abrigo de la pena. Cada luna parece más deslucida que la que recuerdo y
cada día más hosco que el que le adelantó en el tiempo. Y la máquina bastarda
bufa. Alquitranando mis manos con los versos que no escribo. Todo preciso. Todo
estudiado desde el hediondo lugar donde se componen las miserias. Y un día, sin
que el amanecer se haya preñado distinto, una grieta se cierra y, donde había
vacío, aparece cielo. Pero ya no me elevo ni resurjo de cenizas algunas. Las dejo amontonadas en la
playa imaginaria que inventaron los duendes de la sonrisa. Pavesas de mi
existencia, de mi imperceptible existencia con las que, un día, se podrá construir
mi pergamino lapidario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario