Vestía rancio. Como visten los poetas que no batallaron en
ninguna guerra y, bajo su brazo, se lastimaban las hojas sueltas e inquietas emborronadas
de una tinta bruna como el fondo de su alma. Tenía estampa de soñador de barcos
y engastador de olas –por mucho que fue siempre de secano su paso incierto de
camaleón borracho. Caminaba acompañado de jadeos sibilantes y, al respirar, uno
se daba cuenta de que el aire se le había gastado de tanto soplar a las nubes. Tenía
ese mirar nocturno que sólo tienen aquéllos que buscan adverbios tras las
estrellas. Era el poeta que sólo escribía a los árboles. Se hartó de romperse
el alma contra las almas forasteras. Se hartó un día de escribirle versos
fieles a aquellos ojos mentirosos. Se hartó de trepar por el recuerdo de su cuerpo y, en su delirio de amante, decidió escribir solamente a los árboles
campechanos que le lindaban el camino:
¡Ay árboles compañeros!
De vuestra savia y vuestra sombra
colmo mis venas y mi descanso.
Pues ya no soy hombre.
Que empiezo a sentir cortezas
en mi corazón acorralado…
¡Ay árboles compañeros!
De vuestra savia y vuestra sombra
colmo mis venas y mi descanso.
Pues ya no soy hombre.
Que empiezo a sentir cortezas
en mi corazón acorralado…
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