Hoy, al despertar, me ha venido como en un vómito la sangre endurecida
de Lorca y el dolor infatigable de Miguel –aquél que amara en Orihuela. La
esterilidad de los campos yermos de Machado y el verso cansino –por estéril- de
Neruda. Se me ha hecho la noche en un torbellino de estrellas asesinas y me he
sentido frente al pelotón que pisó –como
hormigas- a los poetas que acabaron derrotados. No es distinta mi derrota. La
conozco. La mastico como un tabaco que se escupe y que retorna. Es hedionda.
Hacedora de un destino que me ha hecho estrechas todas las veredas y amarga el
agua de todos los ríos y de todos los besos. La derrota que grita que me calle.
La derrota a la que grito que, postrado en mi silencio, no dejaré de nombrarla
con mi tinta y con mi llanto porque, sólo así, conseguiré ahuyentarla –con la brevedad del tiempo- hasta los parajes
donde fornican con el demontre los lobos malditos que devoran la sombra de mi
estampa.
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