Datos personales

UNA NUBE CON FORMA DE CABRA



Porque, a veces la locura, también hay que llevarla con sentido del humor.



Tenía esta tarde olor a nubes y a café de puchero. Es una pena que yo no pueda tomar café. Me altera el sistema nervioso según los especialistas y ello, me puede llevar a tomar decisiones equivocadas (¡hasta a enamorarme!). Así que como no puedo tomar café, por mucho que me apetezca, me he dado un atracón de nubes. Y como vigía de un faro que nunca existió he estado en mi balcón –humilde, enlosetado y bajito- contemplando nubes enormes como sábanas de fantasmas enormes. He contado nubes de todas las formas posibles. Pistolas, vacas, corazones, pucheros, azadas…

A eso de que andaba yo con este catálogo de figuras y estaba contemplando una nube igualita a una cabra, apareció en el balcón de al lado mi vecino Hipólito (tiene ese nombre qué se le va a hacer) y, siendo como es, un hombre versado y de universal conocimiento, al comentarle yo mis descubrimientos, me señaló con su voz de maestro jubilado que ha fumado Celtas toda la vida, que eso que yo veía no era tal y que, tal asociación, tenía un nombre: Pareidolia. ¡Toma ya! Más raro todavía que el suyo (con todos mis respetos a los Hipólitos que haberlos hailos).
Ríete tú del nombre que le han ido a poner a algo que yo ya hacía de pequeño y que resulta tan fácil. Porque, pongamos por ejemplo, si yo estaba viendo una nube en forma de cabra (de las normales, o sea, sin denominación de origen) es porque la nube tenía forma de cabra. ¿O no? No es tan difícil de entender. Nadie puede ver, en una nube con forma de cabra, a una abuela haciendo ganchillo. Digo yo. O sea que yo estoy “pareidolizando” simplemente por ver lo que todo el mundo ve. ¡Vaya absurdo! ¿No?

Con todo lo dicho se me vino a la mente (yo tengo una mente en que las cosas van y vienen sin preguntarme antes) una vez, de tantas, en que fui al psiquiatra. Era tal un señor envarado con barba abundante (al parecer es requisito imprescindible para ser un buen terapeuta) que llevaba un traje de cuadritos infinitos (como un sudoku grandote). Pues el buen señor, una vez expuestos mis antecedentes (que son muchos y no vienen al caso) tuvo la ocurrencia de comenzar a mostrarme papeles con manchas. Sí, como lo oís, o sea, como lo leéis. Pero lo peor no fue eso. Fue este hombre de barba mayestática y me preguntó que qué veía allí. Como era incierta la pregunta y no señaló muy bien, yo miré hacia la mesa, pensando que, ni loco (porque se suponía que ése era yo), querría que le dijese que se le había manchado un papel. Así que empecé a enumerarle objetos que recorrían el escritorio: un abrecartas, una carpeta azul, un Montblanc granate, un móvil, un portafotos… Al decir lo de el portafotos me detuvo. Así que, en mi pobre ignorancia (que no locura) pensé que había acertado. No, no Sr. Luque –me espetó. Le quiero decir que qué es lo que usted ve en el papel. Imaginaros. Abrí los ojos como dos almejas de las grandes. Y en un susurro apenas audible y, no sin antes tomarme un tiempo, señalé: ¿una mancha? El terapeuta se removió en su sillón de cuero y me miró como quien mira a un venusiano. ¿Sólo ve usted una mancha? –me volvió a inquirir. Sólo se me vino una cosa a la cabeza: si este señor tan trajeado y “barbeado” se extraña de que yo sólo vez una mancha en ese papelote debo de estar loco de remate. No contento el amigo de las psiques ajenas y, con cara de circunstancias, dejó de lado el papel mostrado para enseñarme uno nuevo. ¿Adivináis? Sí con una mancha grandota en el centro. ¿Y en este? –me espetó ya con cierta entonación dubitativa. Yo fui fiel a lo que veía: otra mancha. Recuerdo que, al llegar a la media docena de manchas, el barbudo reculó en su asiento y anotó un par de líneas en su libreta “guardatodo”. Salí de aquel psiquiatra con una dosis algo elevada de Prozac y una medianita de Orfidal, pero con todos mis miedos ascentrales encima.


Nunca más volví al experto en manchas, pero esta tarde, cuando he recordado todo esto y, a la par que memorizaba la palabra pareidolia, he caído en la cuenta de que sí hubo una mancha que me resultó distinta. ¿Adivináis? Efectivamente. Una mancha con forma de cabra.

AQUELLOS DOMINGOS



¡Cómo recuerdo aquellos domingos! Domingos de jabón verde y agua tibia. De barreño de zinc y patio de flores presumidas. De cielos rasos y amaneces con olor a tierra.

¡Cómo recuerdo aquellos domingos! Despertares envueltos en tonadillas, en comadreos de vecinas, en roncerías y guirnaldas de besos. Luego, el pantalón breve, la camisa con olor a romero, los calcetines blancos, la risa sin arcanos, la raya en medio, un cabello apelmazado de agua y dos mofletes ocurrentes.

¡Cómo los recuerdo! La misa de doce. El monaguillo estacionario de la iglesia de San Lorenzo. La sotana enjuta. El padrenuestro. La mirada de una chiquilla –coleta dócil y alma de ángel. El vayan ustedes en paz.

Y luego, la taberna de los plateros y la gaseosa divertida. Un hermano pequeño colgado de la mano y del alma. Unas aceitunas gordotas con olor a tierra y a manos de labriego. El salmorejo con su arroyuelo de aceite cubriendo el barro de la cazuela. Los boquerones con escarcha de vinagre. Un helado sin filigranas que terminaba en regueros de frío por el brazo.

¡Cómo recuerdo aquellos domingos! La siesta calma. Las moscas parlanchinas. Los cromos desgatados de brincar de mano en mano. Un abuelo alto y sobrio con un bigote hecho de líneas. Una abuela silenciosa de tez sencilla y manos de peluche. Y mi madre de luto. ¡Cómo lloraba yo sin lágrimas ese luto! ¡Yo quería ver a mi madre de colores! Como las gitanillas. Como las alboradas de la sierra morena. Como los farolillos de la feria. Pero papá se fue pronto. Muy pronto. Y madre se quedó de negro…

Y anochecían los domingos…

¡Y cómo recuerdo el anochecer de esos domingos! La casa de la calle El Queso. Las estrellas que llovían sobre el patio. Un farol anciano y macilento. El cielo abierto. Las flores durmiendo en los regatillos. El escalón mordido del dormitorio. El jesusito de mi vida. Y la sábana blanda y el embozo de colores.

Y luego el sueño… Envuelto en la avenencia que da ser niño. Con el arrumaco de un colchón de lana. Con la brisa de una Córdoba que se dormía conmigo. Con el alma perdida entre los algodones de la vida reciente. Y la voz del último sereno… ¡Las diez y noche con luna…!    
   

¡Cómo echo de menos esos domingos…!

LA EMANCIPACIÓN DE NANO



Nano se ha independizado. Apenas cumplidos los catorce meses, se ha hecho un pisito con cimientos de cartón -que llegó para otros menesteres- al que ha dotado de una singular puerta evitar coscorrones y una ventana trasera para examinar (¡cómo no!) a posibles visitantes... Allá se ha llevado su ratita de rayas, su pelota de básquet, su inseparable perrito de ojos saltones y dos rollos de papel higiénico sin papel (?). No ha intentado llevarse su agua y su pienso porque me temo que anda escaso de espacio y porque, en su sabiduría felina, ha pensado que mejor que el pienso y el agua sigan garantizados por su compañero grandote –que no vaya a ser que éste, viendo tanta independencia, se olvide de abastecerle en esta época de escasez de roedores.

La independencia de Nano es rotunda y tozuda. Apenas la más mínima desconsideración hacia él, toma el trasto con el que anduviera y, ¡visto y no visto!, a su casita unifamiliar. Así que ahora más que tener un compañero de piso, tengo un vecino. Un vecino del que, por cierto, me voy a quejar a las autoridades oportunas (pues tengo que averiguar cuáles son las encargadas de los litigios hombre-gato) porque, a eso de que comienza la madrugada, este singular elemento no hace sino salir de su pisito y recorrer el mío con velocidad de alazán árabe peleándose con quién sabe qué molinos invisibles, amén de trastocar también las pequeñas pertenencias que desparramo cuidadosamente por mi espacio.

Así pues y, por lo antedicho, escribo esta minuta para que quede constancia de mi protesta más absoluta ante tal independencia pues, aparte de lo expuesto, por contrato tengo prohibido el subarriendo total o parcial de mi inmueble y, este felino arrogante es capaz de buscarme un lío con la casera.


P.D. Cuando se ha cansado de perseguir molinos o gigantes felinos y, ya la luna ya se ha hecho mayor, Nano, muy silencioso él, busca mi lecho y, con clandestinidad y alevosía, pega su cuerpecito templado al del grandullón que esto suscribe y, es entonces, cuando me doy cuenta de la cantidad de mi cariño que se ha llevado este puñetero gandul. 

EL VIAJERO



Me verás otra vez acercarme por la vereda alta de la sombras, allá donde plantó el verano su último limonero. Me verás emerger de entre las nieves inversas de Caronte –los pasos aún remisos por el frío. Me verás con el sombrero inquieto y la mano nerviosa. La sonrisa torcida de deudas. La piel en calma. Los zapatos heridos. Adivinarás en mi muñeca un reloj de arena parado de sol y, en mi espalda, el fardel escaso de un marinero. Adivinarás el paso de las lunas por mis ojos, los cielos abiertos, las pléyades borrachas, los bandos de gaviotas buscando el corazón de los peces… Me acercaré tentando tu mirada con la mía…    


…Y al llegar a ti te empapará una lluvia de palabras. Me abrazaré a tu vientre sementero y recorreré tus labios con mi hambre. Te alzaré al vuelo de las mariposas bailarinas y haré mi patria en tu cabello y en tus pechos. Y agotado de regreso, te romperé de amor y de codicia. Porque vengo vacío de recuerdos, como las piedras que ladran a los ciegos en los caminos…   

EL MUNDO DE LA GENTE PEQUEÑITA



¿Cuál es mi mundo, Nano? ¿Cuál es el mundo de los que pensamos no tenerlo? ¿Cuál es el mundo de los que creemos que en éste somos demasiado vulnerables? ¿Te imaginas, Nano? ¿Te imaginas un mundo pequeñito lleno de gente grandota todos ellos preguntándose dónde está su mundo? ¿Cabríamos? Y es que yo sí veo tu mundo, Nano. Lo veo desde mi altura de hombre desmundado. Y veo tu capacho. Y tu mantita roja. Y tu perrito aún más pequeñito que tú. Y tu pelota de lunares… Y te veo corretear por la casa jugando con tu amigo invisible (que ya sé que no son cosas tuyas y que todo gato que se precie lo tiene…). Y te observo mientras observas a la gente desde la terraza buscando quién sabe que curioso misterio entre sus cuerpotes tan diferentes. Y te entiendo cuando me demandas tu pienso. O cuando me ronroneas buscando una caricia amable de mis manos de escribiente. Yo veo todo eso… Y lo veo porque tú eres mi compañero pequeño. Mi trocito de amigo. Pero yo no veo en mí todo lo que veo en ti. ¿Por qué Nano? Tal vez necesite ser el amigo pequeño de alguien. Pero claro a los mayores nos queda ridículo decir “…oye mira es que, aunque me veas grande, soy pequeñito y quiero que seas mi amigote, porque si tú eres mi amigote, a lo mejor, tú me puedes dar un mundo…” No, Nano. Me temo que es demasiado complicado… Esta noche, Nano, aunque apenas hoy se vea la luna, pensaremos juntos, mirando su cuchillita de plata, dónde podrá estar ese mundo para aquéllos que tenemos miedo de vivir en éste…