No tengo miedo a envejecer. Tengo miedo a que envejezcan
aquellos que están conmigo. A sus achaques. A sus torpezas. A sus soledades.
Puede parecer lo mismo. A fin de cuentas somos compañeros de viaje que llevan
bajo el brazo el mismo calendario. Pero no. No resulta igual mirarse en el
espejo a que el espejo se mire en ti. Hay veces en que hasta pienso que la
vejez es sólo para los demás. Que pudiera ser que mi destino conociese un atajo
para no encontrase frente a frente con ella… Y es que si la muerte crea
mártires, la vejez los difumina. Y lo hace hasta tal punto de que uno empieza a
interrogarse sobre si es el que fue o fue el que es…
Se dice tanto que la vejez dignifica. Que las arrugas que
arramblarán con nuestra piel son los recuerdos de las caricias que hicimos. Que
la mano de un anciano vuelve a tener la ternura de cuando fue niño. Que su voz
es la voz antigua de la verdad… Pero ello siempre se lo he oído decir a quien
aún está lejos de ella… Porque quien llega a viejo se resigna. Sin más bagatelas.
Asiente con evidente nostalgia a las ternezas de sus menores. No queda otra.
Depende de ellos. Atrás quedó la memoria notable. La ágil respuesta del
engranaje articulado de nuestro bastidor de huesos. Los dientes intactos. La
orina contenida. Ahora se entró en otro territorio. Un territorio que sólo
abona el tiempo y el olvido.
© Fotografía: Jaime Torres