Tengo un tiesto en mi balcón sólo con tierra. Con una tierra
negra y agrietada hecha con macizos de terruño y que, de cuando en cuando,
sirve de erial a las hormigas. Tiene el tiesto sobre su tierra unas piedrecitas
blancas y mínimas -como una nieve
celestina- y, aún le sobreviven algunos tallos estrechos, secos y pardos, que se derrumban
resignados al peor de los destinos.
Fue en su tiempo mi tiesto recipiente de un poto verde y
blanco, abundante como una selva, fresco y de hojas ligeras que chorreaban por
la barandilla en arroyuelos interminables. Lo regaba escasamente -porque no son
los potos plantas de aguas abundantes- pero lo hacía con puntualidad de relojero,
y limpiaba sus hojas con aplicación, una a una, como si fuesen zapatitos hechos
para duendes.
No sé por qué un día dejé de regar mi poto. No sé por qué
dejé de abrillantar sus hojas. No sé por qué dejé de cambiarlo de sombras y de
soles. El caso es que mi poto empezó a tomar un color macilento y, luego,
aquéllas hojas verdes de mar, empezaron a repartirse por el terrazo del balcón.
Alguna tarde, las cogía del suelo y las miraba, tenían poses desmayadas y
heridas negras –como de tristeza- en sus nervaduras de cauce seco.
Hoy de aquel poto sólo queda la tierra de la que os hablo. Una
tierra infértil que exhala soledad y
olor antiguo. A la que no colorea el sol y, a la que cuando llueve, le caen
lagrimones negros que bordean la maceta. Creo que nunca me desharé de esa
tierra porque, a veces, con las manos llagadas de sus restos, yo también me
pregunto si no seré acaso espejo de aquel poto desatendido, esperando, sin
prisas ni fortunas, el riego de unos besos que inventen brotes en algún lugar
de mi alma nazarena.
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