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EL BULEVAR NAVIDEÑO



El Bulevar, ese Bulevar al que trové antaño con su trasiego de pasos y palomas, y su tufillo a café y carbono. Ése que acogía la sagrada rutina de los hombres y mujeres marchando, al compás de la indiferencia, hacia sus oficinas y andamios, hacia sus despachos y obradores, hacia sus escuelas y factorías, me lo han vestido de Papa Noel. Sin que nadie le preguntara le han colocado un gorro rojo enorme –como para una avenida- y lo han claveteado sin piedad de bombillitas de un color añejo y macilento. Sobre su acerado noble -legatario de calzada romana- han colocado cachivaches para párvulos -de esos que giran sobre el eje aceitoso de mil ferias de pueblo- y dos casetas pequeñas para vender boletos de a euro cincuenta la quimera. Al Bulevar le han presentado un Belén enorme hecho de algo parecido a paja y heno, con su mula enorme, con su buey enorme y con un niño Jesús indescifrable de contornos boterianos. Al Bulevar le han añadido sin reparo   –ni distinción alguna- lazos de colores por doquier y dos puestos de arropías para engordar a los impúberes. Y han apostado hasta cuatro soldados de un color rojo de cuento que abren con trompetas insonoras el inicio al camino de las fábulas navideñas. Un poco más arriba, los Almacenes aburguesados que se lucen en su parte más ruidosa, ya desean en su fachada con un tamaño descomunal, como para que nadie lo crea -que eso pasa con las desproporciones-,  la Felicidad para los transeúntes.

No me gusta que maltraten de esta forma al Bulevar. No me gusta que me lo pintarrajeen de guasa, ni que le saquen los colores que, con flema de aristócrata, él muestra con su paleta natural en cada una de las estaciones. No me gustan los artificios descocados e hipócritas ni las felicitaciones genéricas y desnaturalizadas.  No me gustan las bombillitas multiusos ni los lazos que no sujetan ningún cabello dotado de hermosura.

Ya no me dejarán, en mis mañanas de pretextos, pasear tranquilo con mi sempiterno cigarrillo entre los labios y mis resignados compañeros de andarina tertulia. Y es que a esa hora –la hora en que aún duermen los contadores de cuentos- se hallarán vigilantes los soldados de madera y, como cancerberos de una felicidad infecunda, estarán dispuestos a disparar lágrimas de juguete a quien no tenga una sonrisa de mentira en su cara aturdida por el frío.

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