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LA DESPEDIDA


                    
Haciendo uso y leal ejercicio de mi memoria, me sorprendo al comprobar que no me he despedido en demasiadas ocasiones en el trasiego de mi vida. No he  cerrado demasiadas puertas –luego siguiendo el adagio del maestro Saramago tampoco habré abierto demasiados cielos. No he cambiado regularmente de posada, ni he contemplado la luna desde ventanucos muy distintos. A mi vera vino quien quiso y algunas a quien se lo pedí. De mi vera se fueron quienes empezaron a ver molinos en lugar de gigantes pantagruélicos.

Fui condenado –por destino o genética- a una regla que ha regido contumazmente mi existencia: llegar siempre tarde a donde casi nunca me esperaba nada. Y como uno se acostumbra a esta infausta sentencia, dejé simplemente de llegar para evitar así el conjetural desengaño.
     
         Por esta escasez palmaria de traslaciones no he sido deudor de muchas disculpas -que siempre vienen cuando uno se va- ni acreedor de excesivos agradecimientos –que suelen seguir la suerte de las anteriores. No es fácil reconocer la propia inercia a la inmovilidad pero, es de recibo, el hacerlo a tiempo y de las maneras oportunas.

Decía don Antonio Machado –poeta y mártir- que partir era morir un poco (…pero morir era partir demasiado   –completaba su estrofa el maestro) Y yo, ya he hecho expresa manifestación de que no he partido mucho y, añado a ello, que la mayor parte de las veces, lugares y personas han partido de mí más que yo de ellos -lo cual puede ser una doble muerte si bien se contempla la reflexión.

Con lo antedicho y, lo que pudo pasar por mi olvido -que me siento hoy tremendamente desordenado-, entenderá Señora que no derrame excesivas lágrimas tras su partida –acaso una o tres por eso de las apariencias. Cierto es que ha dejado tibio el lugar que le correspondía en mi tálamo y un algo de café molido sobre la mesa de la cocina. Cierto es que le deberé algunas decenas de besos e inciertos presentes de algún catorce de febrero. Así pues Señora, casi le agradezco el verla con la maleta que trajo vacía y que hoy llena con mis pertenencias –no se preocupe, son ésas que se puede llevar, por suerte atesoro otras que usted no podría arrebatarme…

Supongo que se habrá sentido usted oprimida por los largos silencios y escasas variaciones que me han acompañado en este tiempo que cruzamos juntos –ya le advertí que no era yo servidor de quimeras excesivas ni vociferante tenor de ecos apagados. Germiné del silencio, del silencio vivo y el silencio me alimenta. Sé hacer en silencio la mayor parte de las cosas que se le exigen a un ser humano –o a cualquiera de sus extensiones. Amo en silencio, digiero en silencio, defeco en silencio y en silencio duermo. Escribo sin partituras de fondo y leo –como buen anacoreta de biblioteca de arrabal- con el silencio untando las palabras. Si usted quería un urdidor de sueños artificiales se equivocó de malabarista. Soy torpe para dar compañía pero, aunque usted eso no pueda entenderlo, puedo ser –desde mi torpeza-un gran compañero.  Hoy se marcha y, con ello, volveré a morir dos veces. Pero no ha de obsesionarse por dejar inscripción alguna punzada en mi losa feligresa -pues anda ya ésta inundada con demasiados epitafios de agua. Sólo me queda desearle desde el rincón donde la amé -más de lo que usted supo descifrarlo- que tenga usted un buen día y un mejor mañana.

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