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AQUELLA CHIQUILLA




Recuerdo que era quince, y de septiembre. La tarde estaba calma, como la siesta de una abuela. Algunos remolinos de hojas menudas anunciaban ya la llegada del Otoño. Recuerdo que me servía de asiento el escalón de la casa donde entonces vivía -estrecho y marmóreo como un panteón pequeño. Andaba ordenando los cromos de algunos futbolistas que adquiría, a peseta el sobre de cinco, en un quiosco de arropías cercano. Sí, me sorprende recordar aún, que el quiosquero se llamaba Diego, un ser menudo, de sombra menuda, que pareciera entrado entre las chapas del boliche cuando fue niño. Trasteaba los sobres de estampas como si fueran arcanos menores. Y recogía las pesetas –por adelantado- con una uñas limpias y largas, como de relojero.

Recuerdo que esa tarde el colegio había sido escaso por ser inicio de una nueva época de tizas y pizarras, de borrones de tinta china en una cartulina inmaculada -que salía demasiado cara para el hijo de una peluquera- y que te hacía raer –con paciencia de amanuense- los errores de las líneas con una cuchilla de afeitar. Estaba solo. Los compinches del barrio aún no había llegado a compartir el escalón y los cromos (Satrústegui por Amancio, Zoco por Rexach…). Andaría –me conozco- con los pensamientos enganchados de la copa de algún árbol. Pantalón corto, zapatillas de deporte con la suela gastada y la firma indeleble de algún amiguete en la puntera blanca reventada de dar patadas a balones de cuero cosido; camisa medio abierta con algún ojal huérfano de botón y, las manos  –ennegrecidas de juegos-, repasando los cromos una y otra vez  -como con miedo a que se me olvidara contar.

Recuerdo que era quince y de septiembre, y que pasó por la acera de enfrente –demasiado cerca para ser una calle que aún le llaman Avenida. Recuerdo sus ojos claros, su falda gris plisada, sus calcetines azules –uno medio caído- su coleta endiablada y su sonrisa de muñeca. Recuerdo que, como en la rima de Bécquer, me miró y sonrió y yo le devolví la sonrisa y creí en Dios, porque era la niña más bonita que había visto jamás. Dobló la esquina. Pasó. Como pasan las primaveras. Como pasa el viento. Quedó para siempre –como una bendita maldición- su estampa en mi retina. Desde entonces, he amado mucho y me han amado algo menos, pero nunca he olvidado a aquella muñequita de sueños que me arrancó la sonrisa más sincera de mi vida. Eso sí, hoy creo menos en dios….

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