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LA LEYENDA DEL ESCRITOR QUE NO PODÍA ESCRIBIR


La página escrita nunca recuerda todo lo que se ha intentado, sino lo poco que se ha conseguido (A. Machado)

Dicen y cuentan que, en la ciudad de Córdoba, en la entreplanta del inmueble  marcado con el número trece de la calle de la Cruz del Conde, vivía Paulino Gracián, un escritor sesentón al que atribuyen el no haber escrito una sola palabra en su vida. Dicen y cuentan que Paulino se pasaba las noches en vela con los ojos extremadamente abiertos  –como pulpos pequeños- y fijos en una cuartilla nívea que, previamente había embarcado en una máquina de escribir alta, panzona y negra como una comadre de luto. Dicen y cuentan que cada noche se sentaba Paulino frente a la única ventana que abría con escasez su estancia y que, desde la calle, se adivinaban sus dedos gordos y cortos -como gusanos de seda- paseándose por cada una de las teclas redondas del artilugio de emprender palabras. Refieren que, por toda luz, alumbraba la faz de Paulino la de una vela  menuda cuyo destello danzarín se paseaba por una habitación pequeña y perfectamente descuadrada que contaba con un catre desmadejado –ni hecho ni deshecho-, un armario de puertas ausentes combado hacia la izquierda y una percha de la que nunca colgaba prenda alguna. Dicen y cuentan que, noche tras noche, Paulino seguía el mismo ritual y que, tras apagar la luz decaída que despedía una bombilla roñosa, encendía la vela abollada, cargaba la máquina, y empezaba a contemplar de forma inagotable el folio curvado e incólume. Detallan que, a su lado, sobre la mesa camilla en que se apoyaban sus pertrechos de escritor, humeaba una taza desgarbada medio vacía de manzanilla y una cruz de madera breve protectora de quién sabe qué mal de ojo.

Quienes –por costumbre o itinerario de obligación- paseaban por la estrechez de la calle de la Cruz del Conde refieren que se veía a Paulino por el ventanuco amarillento frisar sus sienes con ambas manos, abatiendo con desesperanza su pelo rizado y aún abundante, con la inútil tentativa de despertar su infecunda mollera mientras exhalaba –con boca de pez pequeño- el humo de un cigarrillo devorado.

Dicen y cuentan también que no estaba Paulino solo en esta historia y que, a eso de que la madrugaba avanzada -con los arcanos de algún reloj lejano- aparecía y se contemplaba, bajo una farola próxima, la silueta de una mujer morena como el carbón más bruno. Era la mujer un trazo extraño anárquicamente dibujado sobre el mínimo horizonte y que, aseguran, hacía cambiar de acera a los escasos transeúntes que esto relataron y que, mascullan haber visto siempre la mirada de la dama dirigida a la ventana de Paulino Gracián y que, una vez se sabía contemplada por el escritor que no escribía, emprendía satisfecha camino incierto con unos andares herméticos e incorpóreos.

Lo que no conocen los que esto dicen y cuentan –por eso de que no se puede estar en la sesera de un personaje por mucho que de él se crea saber- es que siempre conjeturó Paulino –en su calentura de creador- que aquel boceto femíneo, al que él le mantenía desafiante la mirada, debía ser la musa hiriente, la proterva compañera que se resistía a llegar a su imaginación de escribano por capricho inescrutable de quién sabe que dios menor de los ingenios.

Cuentan con desazón de quien cuenta lo secreto que, una noche de invierno ominoso, alcanzó Paulino a ver que, aquella mujer de opresiva reseña, se acercaba inopinadamente a su portal, abandonando la luz de la farola que durante tanto tiempo le proporcionó sombra y que, poco después, sintió sus pasos por la entreplanta de su estancia. Cuentan que apagose entonces la luz de la vela y que se asió con miedo y esperanza Paulino a la cruz exigua de astillas y que, a tientas, con el temblor en sus manos, repasó –como en un último recuento- las teclas de la máquina panzona sabedor tardío de la enloquecedora confusión que le había proporcionado el destino. Relatan que se oyó luego una risa que apuñaló la noche y que, más tarde, el silencio más limpio envolvió las cuartillas de todos los escritores del mundo.

   Cuando a la mañana siguiente el cuerpo de Paulino apareció volcado sobre la mesa con los ojos sorprendidos  -como de muerto inocente- una palabra, una única palabra tejida con caracteres grotescos se asomaba, al fin, como una rúbrica hacedora,  a la página invulnerable: FIN

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