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EL ARGENTINO


El argentino gastaba sombrero panameño y sahariana clara. Rodeando la pretérita Plaza de las Tendillas -a eso de que la mañana se va haciendo mocita- parecía el argentino un personaje desbandado de una novela guanche. Era alto y frágil y tenía un algo de marcialidad en sus andares. De edad incierta, el argentino se señalaba, con cierto desdén de amargura, el ala de su sombrero ante las muchachas del instituto cercano que, entre risas, devolvían tímidamente la singular cortesía. El argentino se sentaba en los veladores del Savoy y, con un discreto chasquido al aire, solicitaba un café solo y dos porras con azúcar. Tras ello, colocaba sobre la mesa lustrosa y circular su sombrero ceniciento y dejaba ver un pelo rubio cortado exquisitamente a navaja. Luego el argentino desplegaba el periódico como quien despliega el universo y, durante un tiempo que parecía interminable, desaparecía entre los pliegos amplios como si lo hiciera en la chistera de un mago. Se dice así que nadie vio nunca al argentino sorber su café ni despachar las dos porras que le acompañaban. Pasado el ensanchamiento del tiempo tras las hojas, el argentino plegaba el noticiero con maneras de tejedor de sábanas y, dejando las monedas justas sobre un platillo blanco, se levantaba y, una vez vuelto a colocar su sombrero con cierta coquetería, se dirigía hacia la estatua ecuestre que preside la plaza y volvía a señalarse el panamá, a modo de respetuoso tratamiento. Nadie sabía el porqué de ese ritual pero, la apostura de sus andares, daban a entender antepasados bizarros como ese Gran Capitán que monta marmóreo a lomos del corcel y que da eje al lugar referido. El argentino no decía palabras como boludo, changa o pibe, que era él hombre de castellano pulcro, pero sí aderezaba sus pocos vocablos con una cierta melodía de cajita de música victoriana. Andaba luego el argentino –ya desayunado- hacia los jardines que dan su costado al corazón de Córdoba, deteniéndose con intriga en los escaparates que estrechan el recorrido. Nunca entraba en ninguna tienda –que él, ya se dijo, no las llamaba boliches- pero sí se recreaba en sus escaparates curiosamente decorados. Llegado a los jardines bebía el verdor de sus plantas y el agua fresca de alguna de sus fuentes. Y, de mañana en mañana se sentaba en algún banco forjado remembrando quién sabe qué ensoñaciones, con la mirada fija en un cielo que, sin duda, se compartía al otro lugar del charco.

Caminaba así por Córdoba el argentino sin detenerse con nadie, sin saludos ni adioses, sin figuras que le equivocaran el camino -que parecía tenerlo marcado con tiza en los adoquines y aceras de la capital ribereña. Llegada la hora del almuerzo, regresaba el hombre a la pensión que le daba cobijo y que quedaba señalada con el número quince de la calle de Los Alfaros. Allí le esperaban tres comerciales itinerantes de maletas inútiles y una comadre con mandil de talla especial que servía a diario platos hondos repletos de potaje y dos bollos de pan caliente. Era éste el lugar donde el argentino reposaba sus huesos y donde, cada noche, daba vueltas a sus pensamientos sobre una cama estrecha de colchón y ancha de colcha.

Pasaron años sin que este cronista que relata la historia pudiese añadir nada más a la rutina que ya se ha contado      –siendo como era el argentino hombre de costumbres con escasas variantes. Pero llegado un verano de ésos que se estrellan contra Córdoba con la dureza de un castigo divino, llegó al número quince de Los Alfaros una mujer tremendamente bella con vestido suelto de colores vivaces  y una maleta de cuero envejecido. Preguntada la comadre de la casa acerca de Santiago Almagro, no pudo por menos ésta que encogerse de hombros. Aclarado que el tal Santiago era porteño y rubio y alto y escaso de carnes, exhaló la posadera un ay de sorpresa y señaló a la viajera el camino cierto que seguía a diario el argentino. Con preguntas insistentes en la lengua de Borges y respuestas en el andaluz de Lorca llegó el personaje hasta los Jardines de la Victoria donde Santiago Almagro –que ya conocemos su gracia- refrescaba su nuca con un pañuelo recio empapado en el chorro de la fuente. Al ruido de la maleta desplomada a sus espaldas se giró despacio el argentino como sabiendo qué le esperaba. Y dicen que nunca vieron los jardines de Córdoba desplegarse unos ojos como los del porteño. Y dicen que nunca vieron las fuentes una sonrisa tan amplia. Y dicen que nunca conocieron las rosas recién regadas un abrazo tan enternecedor. Ella había vuelto. Y aquí giró la historia de Penélope. Y aquí se cerraron las interrogantes de los coetáneos del argentino. Si ella había regresado todo tenía ya una respuesta…

 Nunca más vio Córdoba al argentino desayunar solo en el Savoy. Ni pasear distraído por la calle de la Concepción. Ni dormir con desamparo en una cama estrecha. Veinte años después, el argentino volvió a decir boludo, y pibe y changa y boliche, y comenzó a saludar con su sombrero panameño a cuantos a su paso se le cruzaban. Y comenzó a reír y sonreír. Y dejó de mirar tanto al cielo extenso. Y dejó de perderse tras los pliegos de un rotativo. Veinte años después la ominosa soledad de sus noches en duermevela había huido de su lado espantada por unos ojos verdes.

Veinte años después éste que este cuentecillo relata ha ocupado la silla veladora del Savoy, y se pierde tras los pliegos macilentos del rotativo diario, y visita con frecuencia los jardines que dan de lado a la parte más urbana de Córdoba –para beber verdor y agua-, y apenas saluda, y sigue su camino guiado por sus pasos pequeños e inciertos, y duerme en una cama estrecha de colchón y ancha de manta… Y es que veinte años esperando, existan o no existan argentinos, son -dijese lo que dijese el tango bonaerense-, demasiados años para cualquier alma…


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