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LAS ANOTACIONES DEL TIEMPO


Sobre mi escritorio hay un calendario al uso que comparte su espacio moderado con mis fríos aperos de aprendiz de todo –a mayor abundamiento también comparte escribanía con alguna foto de marco discreto, un teclado de teclas sonoras y un lapicero con un ejército de lápices entre los que se camufla un abrecartas oxidado. No tiene más acompañamiento el calendario -que es mi mesa meseta de poca floresta y escaso ornato.

En estos días al calendario se le nota en exceso su flaqueza de hojas en la parte que me muestra, llevando a su espalda una joroba que acumula una hacina de días agotados. Son los días que me impone la cuenta caprichosa del tiempo que me resta –o del aquél que he consumido. Preferiría contar el tiempo por las veces que respiro o las palabras que compongo, por la sístole de mi alma o por los besos que ellas prestan pero, aquí sigo, esclavo de los contadores artificiales que legislan mi vida como si fuese más de ellos que mía propia.

Este calendario, de pose mundana, ha estado ya un año terrenal compartiendo sus días flacuchos con los que a mi me pertenecieron. Ambos hemos sido compañeros minúsculos de Cronos en un espacio que ninguno de los dos elegimos. En las páginas pretéritas de este calendario se pueden leer acotaciones encriptadas recordatorias de cientos de tareas. Son la trascripción telegráfica de un intervalo extenso de amaneceres en la vida de un cualquiera. Son notas escritas con letra premiosa y aturdida: bombona, traumatólogo, Anais, chica…  Son notas aparentemente cifradas de acontecimientos que ocurrieron, que marcaron mi tiempo como afluentes imprescindibles del río que navego… Tras cada palabra que se anota –casi por sí misma- se esconde la explicación cierta a mis quehaceres. Esconde el mensaje bombona –y su urgencia- la estampa de mis miembros bajo una ducha gélida que amorata mis sentidos; la acotación de traumatólogo es sempiterno recuerdo de mis dolores de espalda que me hacen cautivo de unas pastillitas rosadas alimento nocturno de mis males; el nombre de Anais esconde noches infinitas en caricias, una trova de dos juglares a la búsqueda del amor interesado y, luego una mañana tardía de café humoso a la que sigue siempre una despedida infecunda hasta la siguiente primavera; bajo el arcano de chica –que a veces muta por el de princesa-, la divina presencia de mi hija en mis estancias -huérfana por unos días de madre-, la compañera vital y primaria de fines de semana alternos –porque así los dispusieron sus mayores y una jueza que no me veía con buenos ojos… Son todas ellas señales que marcan este calendario que enflaquece y que se lleva, por igual, males y bonanzas, aventuras exiguas de este trovador caduco.    

Cuando el último día sea volteado me desharé de ti Calendario y de tus días derrochados, y de cada estigma que te llevas en la panza de tus páginas. Te abatiré sin apenas un entierro digno, ya que acabarás en la papelera de mi diestra, y será otro amontonamiento de hojas limpias –tal vez sucesor fabril de tu desecho- el que ocupará tu lugar en esta planicie de madera escasa de paisaje.

No te enerves Calendario, también yo acabaré un día como tú en una cesta de tierra llevando en mi piel y en mi cuerpo cicatrices mal curadas, huesos soldados con el tiempo, ojos desterrados de visiones, dientes deslucidos y un mar de arrugas inescrutable; todas ellas anotaciones de la vida sobre mi cuerpo en un esfuerzo por recordarme la pequeña historia que habré enhebrado. Y entonces, yo también seré desecho y, a lo peor, otro ocupará mi lugar en este valle misterioso -igualmente parco en afeites. Pero, a esas alturas, yo ya estaré perdido en otra patria.

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