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EL ABUELO


No hay jazmines en Octubre, pero el abuelo sigue sentado en el parque –que él no cuenta el tiempo por equinoccios. Antes de que la tarde se marche, ya a la hora de las mocitas, aún tendrá el abuelo tiempo para rebuscar horizontes de marinero. Rezarán sus manos juntas -coronando el cayado viejo- las oraciones de su ceremonia impenetrable, mientras contempla las alpargatas que ya se gastaron con el verano.

Tiene el abuelo la frente de pergamino y los ojos llenos de memorias. Y una mirada inadvertida –como de ausencia antigua- que bautiza el paso de los peregrinos. Es el abuelo del otoño. El invisible espectro de cada ciudad y de cada parque. De cada banco de madera que se comba con el peso de las mariposas invisibles.

Tuvo el abuelo el verano para aventarse entre las sombras de los limoneros, entre el verdor y el agua de los naranjos y  la seriedad del olmo desvaído. Para el abuelo, el otoño, es despedirse otro poco… Verá cada día amarillearse las hojas del platanero, hasta que, crujientes de venas pardas, caigan al albero donde el banco mal nutre sus raíces. Verá el paso del aire hasta que éste se haga frío –como de miguitas de hielo- y verá marchar definitivamente los gorriones que le demandaron escasez en primavera.

En esta escena de otoño recién parido –donde el abuelo se mece sin mecerse- colgaremos un reloj que se ablanda y un cielo que aún no sabe mezclar los colores. Un lector de historias en una esquina y dos hoyuelos en la risa de una infanta. Y ahí se hará gigante el abuelo. Ceniciento y mágico. Vigilante en su sueño de cejas blancas. Cubierto con el manto de soledad que le prestaron anteayer las cortezas desconchadas de los árboles.


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