Hay veces en que me siento como un prófugo de mi mismo. Como
el desertor de una batalla donde jamás existieron contendientes. Escapo de mi
piel y vuelo. Vuelo antes de ser plenamente consciente de mi ignorancia para conjugar
cualquier verbo en su futuro. Hay muchas veces en que, en una maniobra imposible,
trato de adelantarme a la vida. No hacerlo. Es la mejor manera de que la vida
te adelante sin piedad. Sientes desfilar sobre tus huesos todo lo que ya iba a
ocurrir sin tener la más pequeña opción de sancionarlo. Y quedas descompuesto.
Un muñeco roto en manos de un muñeco ignorante. Travestido de ti mismo. Del que
fuiste. Del que serás.
¿Pensar? Sí, pero con condiciones. Sin forzar la estructura
de mi mente más allá de unos límites convenidos –yo nunca marqué las fronteras,
no tengo manejo del artilugio con el que se separan los mundos. Te cuestionas
cuándo y con quién hiciste el pacto de luchar contra las interrogantes. Y te
marchas y vuelves. Y te preguntas por qué entonces marchaste. Para encontrar
algo en el camino, dice el sabio. Pues no debo de haberlo escrutado bien, te
respondes con cierto rubor. Y pruebas entonces, en el siguiente viaje, a dejar
miguitas de pan en los terruños. Nada. Se las debieron de comer los pájaros. Y
al menos yo, me canso de hacer las maletas. Será por eso que tengo toda la ropa
esturreada sobre las colchas, como la memoria… Y llega entonces el instante.
Ese instante tan vanidoso como pedante. Tan pretencioso y tan pobre. Tan lerdo
en su origen. El instante de poner todo por escrito. Lo cual te lleva al doble
trabajo de pensar y leer lo pensado. ¡Pobre! –dicen los pájaros que se comieron
las miguitas.
Y escuchas a lo lejos, a los pies de las trincheras
embrujadas, como ríe el pasado con esa jactancia de futuro disfrazado. Porque
quieras o no, volverás a la batalla de la que nunca quisiste ser el único
contendiente.
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