Se llamaba Probo y se quitó la vida con cincuenta y un años,
dos meses y veinticuatro días. Pocas cosas fueron interesantes en su vida. Pocas
en su muerte. Si acaso que eligió el ahorcamiento como el acto definitivo de su
existencia. Siempre me pareció éste un suicidio de pobre. Los ricos se
atiborran de pastillas y güisqui de marca y los suicidas más bizarros saltan al
vacío en una última pose heroica. Pero Probo se ahorcó. Quedó su cuerpo colgado
como un péndulo de trapo. Tenía Probo una alopecia heredada, dos hijas ya
mocitas, una mujer que lo quería, un bar donde tomar un medio templado y un
puñado de amigos de los de toda la vida. Fue siempre buen compañero, buen padre
y buen marido. No iba a misa pero creía en Dios y en la Virgen de su pueblo. Hacía
ocho años que se había comprado su casita en las afueras. Nada suntuoso. Dos
plantas y un huertecito trasero que escupía tomates y calabacines. Entregó al
banco sus ahorros de toda la vida y aún así le quedó una hipoteca de ciertos
quilates. Esto lo pagas tú con la gorra
–le dijo aquel director de sucursal con olor a ambientador de anuncio y reloj
de pulsera mayestático. Hace dos años cerró su empresa y Probo se quedó sin gorra. No perdió la sonrisa de día, pero
se lo fueron comiendo –de dentro a afuera que es como duele- las sombras por la
noche. Al inicio de su percance todos lo rodearon pero, como pasa con las
miserias, acaban dejándote solo porque cada cual tiene su mijita… Y así penó Probo estos dos años y algunos días sueltos. Con
los lunes echados al hombro y el despertador mudo. Y penó hasta que las manos se le quedaron vacías de no usarlas. Y penó hasta que llegaron las cartas del banco. Y hasta que el puchero
fue quedando estrecho de carne. Y hasta que aquella noche no quiso más
conversaciones con las sombras…
A
la mañana. Una vez que su cuerpo volvió a tocar tierra y su María clamaba al
cielo, el juez que levantó el cadáver dijo hay
que hacer algo. El concejal del ayuntamiento que se presentó -porque era de
recibo- dijo hay que hacer algo. El bancario
del reloj mayestático dijo hay que hacer
algo. Yo, que fui el primero en ver a Probo colgado del árbol de su huerto,
los miré con sorna en las pupilas, y con voz de malquerencia les espeté con
asco: No sé si habrá sogas para todos.
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