La gota de lluvia quedó, tras el aguacero otoñal, prendida
en la solapa de un platanero de sombra. Allí se estancó sin remedio su redondez
primigenia. Su transparencia heredada. Su triste y vidriosa insignificancia. Nadie
se quedó a esperarla. Vio marchar, desde su cautiverio, el enjambre acuoso de
sus compañeras camino de los arroyos urbanos y los mares poderosos. Con su
adiós ignorado, quedaban atrás sus sueños de ser gota de río abrupto o parte de
reguero manso. Pero nadie la enseñó a trepar. Nadie la advirtió de los tropiezos
del camino. Supo sí, desprenderse cuanto tocaron arrebato desde la altura
finita de las nubes pero ahora era, por
el azar caprichoso, prisionera del agua que sostenía sus armazón invisible,
atrapada en la piel destronada de la hoja caduca de ese viejo platanero.
Tal vez el viento en su bonhomía, antes de que el sol de
otoño la consuma, le de el soplo que precisa. Tal vez su esfuerzo por hacer
reguero entre los nervios viejos de la hojuela acabe por desprenderla pero, ¿cómo
encontrar ahora la turba de plata que
arrasó el parque? ¿cómo conocer el camino que la haga partícula de la
inmensidad con que soñaba? Te quedará pues, gota de lluvia, el destino de los
insectos abandonados, de los pétalos consumidos, de las semillas fatigadas y las
alas resecas… Te quedará la soledad desalmada de verte hecha aire cuando antes
fuiste agua. Pero sólo entonces -antes del llanto- descubrirás la fortuna de que, siendo sólo aire,
volverás nuevamente al cielo de donde nacen todas las lluvias de los parques....
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