Me haré invencible. Desenterraré la pluma con la que otrora
construía poemas en mis playas de azúcar. Viajaré a la noche y, en el camino –a
modo de figuras- sembraré de palabras las enaguas de lo lóbrego. Revestiré
parques con árboles inventados y convocaré legiones de mariposas metálicas.
Batallaré en justas por besos de doncellas y, en sus pañuelos de encaje, dejaré
la mácula de mi pendón y de mi sangre. Arrastraré barcos hasta los mares
procelosos y allí, enarboladas las velas, me batiré en la cubierta con los
tritones gigantes de mis ensueños. Sonreiré cuando deba y, cuando deba, dejaré
que las lágrimas tomen los regueros designados. Seré humilde -pues es ésa gran
valentía- y, en mi sencillez derrotaré la mirada de los serviles.
Porque si no vuelvo a mis playas de azúcar no seré capaz de
acabar nunca tu poema. Porque si no me acerco a la noche, seguirá yermo el
camino que lleva hasta tu vigilia. Porque si no invento parques quedarán
demasiados otoños por deshacer. Porque si no me bato en justas no tendré jamás
las cuitas de tus aliento. Porque si no sonrío no veré plena tu risa y, si no
soy humilde, me olvidaré de quien no era antes de ser en ti.
Seré invencible niña con la rezagada razón, con la justificada
esperanza, con el ardoroso intento, de que me venzas cada noche entre la saliva
y sangre de tus labios desgarrados.
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