No calles. No me castigues con tu silencio. No marches. No
me castigues con tu distancia. No rías. No me castigues con tu indiferencia. Acaso
si callas, no quedarán pétalos en la fuente y, si marchas se ajarán las horas
en mi reloj de trapo y, si ríes volverán a mis ojos las sombras de los cuervos.
Quédate y habla –serena y cálida como siempre fuiste- en este malecón de
invierno que robamos al océano, en este anaquel de roble desde donde reposan
todos los ensayos sobre la locura, en aquella primavera que prendí en tu ojal
de adolescente. Porque hay tanto silencio en esta tarde que tengo miedo. Y
afuera. Extramuros. Los peregrinos de la noche aguardan para robarme definitivamente
el alma que fue tuya.
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