No sé llevar tu música. Ni el jugueteo de tus zapatos en la
lluvia. Desconozco el rango de tu soledad y el tono gradual de tu silencio. Siempre fui
bailarín torpe y oráculo escaso, mas sequé las lágrimas más difíciles y escuché – entrelazadas las manos y serenos los destinos- los lamentos más insondables. Conozco
lo más oscuro de la noche porque es el balcón de mi recreo, y soy sabio en puntear
cada estrella y las penas que en ellas se han de colgar para el destierro. He
sido peregrino de caminos por compartir las espinas de los zarzales, y guardián
del canto de los pájaros para entregarlo luego en cajitas plateadas. He sido más
compañero que acompañante y más cantarín que músico. Más fuerte que forzudo y más
enamorado que amante. Te puedo sorprender en cualquier esquina con la nariz
roja de un payaso y trepar a tu imaginación alzado por mil globos de colores. Sonríe, niña-compañera, recuérdale a esta noche
la claridad de tu mirada. No merece tu llanto la gran golosina que es la vida. Dame
pues tu mano y bailemos -con mi torpeza ineludible- el último bolero del
invierno, que de ése sí me conozco los pasos y las notas suspendidas en el
aire.
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