Recién enciendo la palabra y me acompaña el escalofrío que
abraza tu distancia y, aun salvando tildes con escorzos excedidos, aun huyendo
de monosílabos que me recuerden el ejercicio de hacerte el amor, aun evitando
adjetivos que casen con tus ojos o sinónimos que digan de otra forma cómo podías
ser tan bella, te imagino toda tú hecha de palabras… Y es que, a fin de
cuentas, fuiste un texto exquisito que descubrí –por mi extraña dipsomanía
hacia la tinta- una noche en que la luna era estanque y el olor de lo oscuro
sabía a menta y a madera. Fuiste un verso -acaso aún menos que un verso-
escrito con la mano delicada de quien conoce el sonido hermenéutico de cada
palabra. Fuiste un reglón derecho en todos los árboles torcidos donde rasgaba
tu nombre. Palabras… Te hice de palabras y te las llevaste todas. El cofre
entero donde tenía desordenada la poesía definitiva. El tintero sudado de la tinta
imaginaria con la que se escribe el final de una novela. Me dejaste solo y sin
las vocales con las que me defiendo. Me dejaste triste y sin las consonantes
con las que ataco. Toda tú hecha de palabras… Todo yo deshecho de tu verso…
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