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LA CARTA




Al final, con el acto concluso, indicar la fecha. Redondear bien las últimas cifras del año y firmar como si fuese la rúbrica más solemne que has estampado en tu existencia. Al poco, y una vez la tinta calma, doblar los pliegos en un ejercicio eremita al que seguirá la entrada serena en el sobre apaisado y níveo. Y tras el franqueo administrativo, caminar no más de cinco a seis cuadras (permítaseme por estética el giro porteño) sosteniendo el interior del gabán como, si en un truco de magia, alguien pudiese robar la quimérica pertenencia. Y una vez resuelto el recorrido encontrar allá, en la lejanía cotidiana, la esquina cierta en la que lleva tantos años el buzón quieto y achaparrado con cierto aire marcial. Entonces la mirada distraída a izquierda y derecha, como si el contenido de la epístola fuese intrigado por algún transeúnte curioso. Y al fin, el ejercicio mayestático, el deslizar suave, el acompañamiento con la palma de la mano hasta el fondo de la boca cerrajera

Adiós palabras, adiós… Sería imposible ahora devolveros a mi tintero. Todo lo escrito, escrito está. Todo lo descubierto bajo la mansedumbre de la luz del flexo ya anda en un secreto viaje hacia el lugar inequívocamente señalado. ¡Cuántos te quiero han roto el cielo con su vuelo saetero y apasionado! ¡Cuántos lo siento han perpetrado nubes y arco iris! ¡Cuántas interrogantes han galopado a lomos del unicornio que forjé con el vaho de mis sueños! Mis cartas. Mis epístolas enardecidas. Mis surcos de tinta sólida y prensada. ¡Mis lazarillos de papel! ¡Cuántas veces habéis partido y que pocas regresado!

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