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EL ENFERMO COJONUDO


El enfermo tenía la barba rala y áspera, y los tan ojos hundidos que amenazaban con carcomer su nuca. El enfermo tenía la mirada oculta pero se adivinaba cosida al techo. Su tez pálida y huesuda era la misma máscara malhadada de todos los enfermos. La boca sumida, como buscando un alimento interior. La dentadura escasa, que nunca se le antojó reemplazar los dientes ya vencidos… Las manos, sobre las sábanas ariscas, se movían de cuando en cuando en un juego mínimo de sombras chinescas. La habitación del enfermo olía a desinfectante y a orín viejo. Un tufo extraño que escapaba -cuando podía- por la rendija de una ventana roñosamente abierta. Al enfermo lo rodeaban media docena de deudos y un cura gordo y calvo como un buda con sotana. Los deudos hablaban en voz baja. El cura rezaba en voz alta y tosía y, de vez en cuando, exhalaba un ligero vaporcillo con olor a mentol.  El enfermo tenía a su lado una máquina infernal que respiraba con graznidos de grajilla. Se le contaban al enfermo ya once noches en silencio, diecisiete días en ayuno y toda una vida en soledad. Los deudos llevaban tres lunas a sus pies y, el cura, una tarde escasa rezando –que eran muchas las parroquias a santificar. Al lado del enfermo había una silla destapizada por el tiempo y privada de nalgas que pareciera dispuesta para la irremediable invitada. Los deudos resoplaban de tarde en tarde, la mirada también al techo y los ojillos brillantes. Seguramente conjugaban las fanegas de regadío y los ahorros de la cuenta de la Caja Rural –que fue el enfermo intenso hacedor de tierras en saludes mejores.


Aquella noche, en la que hasta el cura -tras zamparse algunas viandas de enfermos ajenos- había decidido acechar, se contaba como la última. Con esa esperanza cruel todos miraban la cara del enfermo y escuchaban atentos su respiración de gorrioncillo o el aviso del artilugio que cuenta la vida -o su ausencia- con algoritmos y chiflas de piano agudo. Se hablaba en la estancia aún más bajo que de costumbre –que se cruzaban las palabras con escuálidos bacilos- y las miradas se citaban cómplices en un, quiero y no puedo, de aguantar ciertos mohines.   

Al poco del amén número treinta y algo del cura cariampollado se abrió la ventana como un resorte y un frío invernal -como de otro cosmos- inundó el aposento. Fue entonces –como si lo tuviese preparado- cuando el enfermo abrió los ojos y trazó una sonrisa maquiavélica. Dio un repaso –cuello levantado- a la habitación hospitalaria y a sus huéspedes y se arrancó, con su mano de jornalero, las ventosas de su pecho. Al levantarse –que así lo hizo-, las miradas de los presentes se hicieron añicos. Tomó prestado el enfermo el suero y su soporte y, tras mirar a la silla preparada, lanzó en su rededor un estruendoso corte de mangas en un giro de malabarista y salió, con saltos de pájaro grande, hacia la puerta entreabierta, dejando ver, por entre la bata verde, sus nalgas huesudas y graciosamente blancas. Los deudos se levantaron con estrépito, el cura ambicioso y cabezón eructó un manojo de nervios y es que, si ya la estampa era poca, tras él, todos vieron la imagen nítida de una parca coja y más pueril que la acostumbrada que, recién levantada de la silla y, medio sin poder con una azada mohosa que hacía mella en su hombro, trataba de alcanzarlo… Cuando salieron –enfermo y parca-  de la habitación macilenta, una plañidera, con cara de prima antigua y pueblo viejo, susurró al buda con sotana que aún no había cerrado la boca: éste siempre hizo las cosas a su manera…

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