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LA CHICA DEL AUTOBÚS



La chica del autobús no tiene nombre pero la resguarda un impermeable rojo. Cuando apenas ha chequeado su tarjeta en la máquina que computa los pasajeros -cargados de sueño y fastidio- se desplaza hacia dentro de este mínimo universo -leve como una fantasía- y coloca su mochila en los mismos pies que lucen unos zapatitos de colores. La chica del autobús tiene sonrisa de menta y aliento de bosque superviviente. Tiene en su piel la blancura de Hipatia y, en sus ojos, con paciencia, se pueden adivinar todas las constelaciones del universo. La chica del autobús respira despacio, como para no romper su propio hechizo. Y luego juega con su pelo oscuro hacia un lado y otro, y vuelve a sonreír, y es el momento en que comienzan a renacer las luminarias marchitas de las ventanas en hilera.  

Yo la espero cada mañana desde dos paradas atrás, aferrado a la barandilla que cae sucia y vertical desde el techo de aluminio. La espero y, a su paso, respiro profundo, robándole todo el aroma que dispersa, despojándola, con un rubor espeso, de su esencia a ninfa delicada. Y pienso en los bosques lejanos de donde debe venir -que una criatura como ella no es propia de esta urbe. Y entonces es cuando pienso en si me atreviera… En si osase alguna mañana… En si me aventurara… En si dejase por un momento de lado esta cortedad que me empaña y me limita… Pero siempre, cuando parece llegado el momento del divino sortilegio, el autobús frena y bostezan las dos puertas chirriantes y la brisa me da en la cara, y la estancia móvil que me transporta me expulsa de su sueño… Y vuelvo a quedar allí, en la parada exánime y definitiva, viendo mi quimera otra vez distanciarse, percibiendo en movimiento, tras alguna ventana menos opaca, el color grana de su impermeable y el brillo mágico de sus ojos y pensando, con ilusión de niño crédulo, que tal vez mañana el conjuro se produzca.


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