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EL CIGARRERO DE LA HABANA



Se sostenía en el almanaque el verano de 1.995 cuando desembarqué en el aeropuerto de La Habana. Iba ligero de equipaje, como el maestro sevillano y, con más ideales que ropa –en La Habana la piel es la mejor camisa. Me montaron, recién dejado el artilugio de volar –al que tengo un respeto atávico- en un autobús pequeño –como hecho para enanitos de cuento- y acabé en una Terminal sórdida rodeado de militares jubilados de una revolución lejana en el tiempo y en las mentes. Otro autobús –más urbano y pesado- me dejó en el hotel que iba a ocupar. Era el Habana Libre, probablemente lo único libre, en aquel tiempo, de la isla. Me recibió en sus puertas grandilocuentes un portero vestido de militar de alta graduación. Me enseñó sus dientes blancos como el nácar y me tendió la mano esperando el peso agradecido. No llevaba pesos aún, así que la sonrisa se trocó en un mohín forzado. Entregué mi pasaporte en un mostrador lujoso, abrillantado con cera de esclavo y, una chica con sonrisa esplendente -todo amabilidad- se extrañó de mi pobre mochila y buscó –por el suelo encerado- alguna maleta que me diera el estatus de turista. No, no llevo más equipaje. Quiero llevarme más cosas de esta tierra que las que traigo -me dieron ganas de decirle en mi castellano de conquistador.  Pero pensé que era mejor callar. Guardarme mis palabras –que suelen ser escasas- para mejor momento. La chica era linda y quién sabía…

Me cambié la camiseta sudada en la habitación                      –presuntuosa como el despacho de un juez- y no perdí un momento para salir nuevamente a la calle. Esta vez me abrí yo la puerta pesadamente acristalada  -que el mayordomo vestido de general andaba estrellando su sonrisa contra los dólares gastados de una familia de alemanes.  ¡Vaya! Ahora que ya tengo su propina –pensé, porque la chica de la sonrisa bonita me había hecho el trueque oportuno.

 Caminé alejándome del hotel hacia el famoso Malecón -una línea de peñascos hechos a dentelladas de agua que enseñan el paseo a los navegantes. Había negros -¿cómo no va a ver negros en la Habana si lo había escuchado en una canción? Negros que me miraran raro. Tratando de entender si yo era un turista u otro desarraigado que le podría robar algún puesto en las fábricas clandestinas de habanos.  Yo sonreía al paso, pero una vez más me estrellaba con caras interrogantes. Cené en un restaurante de lujo donde, al entrar, un pianista con más años que destreza, comenzó a teclear un Viva España, que me hizo girar mi cuello buscando quién merecía tal honor. Era yo. Se notaba que eras español me dijo luego sentado en mi mesa acabando ambos dos gin tonic recios. No recuerdo que comí, pero sé que me sentó mal –pudo ser también el tercer gin tonic. Pagué en el establecimiento con mi Visa Oro rutilante y esta vez sí, dejé en el cartapacio de la cuenta un billete de diez pesos cubanos –luego supe que los cubanos no quieren pesos que es su moneda, que quieren dólares que no es su moneda. Ligeramente estropeado mi caminar por un elocuente revoltijo de mis jugos gástricos desasí el Malecón de vuelta al hotel. Tenía ganas de trastear con las cartas y el bolígrafo de la habitación.  Mañana haré al resto –me dije sin saber muy bien aún qué era el resto. Miré el reloj –un Casio que ahora están de moda pero que entonces era un arcaísmo puro. Las una y media de la madrugada. No quise hacer el cambio horario. España quedaba lejos. En el camino me abordaron dos jineteras –hasta el día siguiente no supe lo acertado de su calificativo. Les alcé las manos en señal de indefensión y reían como sólo las jineteras cubanas lo saben hacer. Una tercera me cogió el brazo y me acompañó hasta la puerta del hotel. Ahora tienes que darle un dólar al portero, mijo  -me dijo en un nativo solemne. Le dije que se había equivocado de negocio conmigo y, otra vez, recibí un mohín nada edulcorado –dos mohines en medio día me dije. Con el tiempo perdí la cuenta.

En recepción seguía la chica de la sonrisa bonita. Esta vez me fijé en sus ojos. Grandes y apasionados como bocas de volcanes. ¿Cuándo terminas? –le pregunté sin tartamudear. Ya –mi espetó con descaro mientras miraba nuevamente mi mochila y me hacía un reconocimiento ocular que no me hizo sentirme molesto. Otros tres gin tonic en la cafetería del hotel – ya medio apagada y con las sillas cabalgando sobre las mesas. Un cubano dormido nos oteaba desde la barra. Mi vientre había vuelto a funcionar más o menos bien pero, mis palabras, comenzaban a tropezar unas con otras…  Me contó algunas cosas al oído que no cuento. Y yo le conté otras que me callo. Creo que hicimos el amor. Probablemente más de una vez. Pero sólo recuerdo que cuando desperté –con el sol cubano lavándome las legañas- estaba desnudo y solo en una cama revuelta y castigada. 


Me duché en una estancia con ornamentos romanos. El buffet era amplio. Atiborrado de fruta caribeña. Mi estómago me recordó los excesos de la noche y sólo tomé un zumo de piña extrañamente dulzón –en Cuba casi todo es dulce. La mañana había añadido horas por su cuenta, así que tomé mi mochila y me enterré, sin más prosa, entre las callejas de La Habana Vieja. Las casas coloniales, desconchadas de pintura excesiva, me rodearon como fantasmas de otro tiempo. Chiquillos descamisados jugaban con mangueras de agua –me llegó alguna salpicadura a la que respondí con sonrisa agradecida. Esta vez no hubo mohines –lo agradecí. La Habana comenzaba a reírme. No era mala señal. En la segunda cuadra una matrona -con cara de seis partos y un culo para dos cuerpos- se me acercó con una caja de habanos en la mano. Menos de la mitad de lo que había visto en la tienda del hotel. Negué con la cabeza. Iba advertido de que era delito comprar esa mercancía fuera de los establecimientos autorizados -aunque mi alma solicitaba revolución mi cuerpo no deseaba barrotes. Traspasé cinco cuadras más antes de llegar a la Bodeguita  del Medio. El lugar donde Hemingway  reventó su hígado de azúcar y yerbabuena mientras imaginaba sapos gigantes en el Malecón cercano. Palpé mi estómago y solicité, entre una muchedumbre de paparazzis aficionados, un mojito bien frío. Vi como el camarero isleño lavaba la hierbabuena sobrante de los mojitos consumidos antes de introducirla en mi vaso. No sentí repulsión. El mojito estaba dulzón, como el zumo de piña, como la piel de la chica de los ojos bonitos -que sólo entonces volví a recordar. ¿Estaría ya en recepción? Las paredes de La Bodeguita son telegramas de la historia más cuché  de Cuba –cuando era la alcoba furtiva de los amantes americanos. Leí algunos. Demasiados personajes para una novela –pensé. Metí en mi mochila dos posavasos ajados y en mi cámara de turista pobre dos instantáneas rutinarias. Un chino con cara de japonés o viceversa me hizo una foto que aún conservo y señaló mi mochila. Afirmé con la cabeza. Ni idea de qué quería decir. Sonrió como sólo sonríen los chinos, o los japoneses.

A la hora del almuerzo acabé, en un paladar cercano, con un pollo asado y medio quintal de patatas fritas. Treinta pesos y un mohín –iban tres. Pasé la siesta tumbado en el Malecón –la mochila trabada entre mis piernas y un ojo medio abierto. Treinta y ocho grados y una humedad que servía de sábana. Desperté una hora después con el ojo medio abierto cerrado y dos negritos tratando de desabrocharme las Nikes. Les sonreí y me las desanudé yo mismo mientras se las entregaba como quien entrega medio Occidente –era un tributo a su atrevimiento. Recuperé dos zapatillas de mi mochila y me calcé con un número menos. Me fui a ver los cañones que acabaron con las naves españolas. Dicen que los bañan una vez al año en azúcar para acabar con su herrumbre –también en Cuba los cañones son dulces. Un viejo acurrucado sobre un bastón y con sus gafas desarregladas con papel de celo miraba fijo al horizonte. En los días sin bruma se ve Florida –me dijo con añoranza de remoto marinero. Le di un billete de cinco pesos. Me miró con desdén y se lo guardó en el zapato. 

Pasé la tarde en el Museo de José Martí, en plena Plaza de la Revolución –donde ni las palomas entonan ya cantos de libertad. Un gigantesco Ché observó mi deambular por el contorno. José Martí no debió de existir –pensé.

Regresé al Hotel con los pies más estrechos. Me acordé de los negritos y de mis Nikes -regalo de reyes de la mujer de la que huía. En la Recepción había un cubano alto y ancho como una cabina de teléfonos. Pregunté por la chica de los ojos bonitos. Tiene la madre en el hospital –me comentó parcamente. Sentí tristeza. Probablemente no por la madre.

Me recosté en una esquina del lobby escuchando a tres trovadores que cantaban boleros con su voz dulzona –como el zumo, como el mojito, como los cañones, como la piel de la chica de la madre enferma…

Así pasé seis días en La Habana. A veces cabalgado por alguna jinetera -a la que había trocado su sexo por mi voz de conquistador. Otras charlando con pianistas, las más, solitario –recibiendo mohines-, pensando en la mujer que había dejado en puerto español y castigando un hígado, aún joven, con un ron caro que llevaba siempre en la mochila. No dejé el olvido en aquella bendita tierra. Me traje la mochila que contemplo hoy –me la trajo mi hija de la casa de donde me despedí hace ya algún tiempo. Encontré los posavasos de La Bodeguita del Medio y veinte pesos por gastar. Dos habanos agrietados y un papel pequeño con un nombre y un número de teléfono. Yrene. La chica de los ojos bonitos y la madre enferma. Son ya muchos años para volver a marcar ese número. Pero esta noche he soñado con ella como sólo sueñan los cigarreros de La Habana liando sus vidas entre la hoja del tabaco.

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